miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cambio de hora


Luis se sentó en el sofá bastante confuso. Eran las dos menos cuarto, y Catalina había quedado en pasarse a las doce y media. Sabía que la conversación con Guillermo podía haberse alargado, que había mucho que comentar, muchos malentendidos que aclarar, muchas puntualizaciones que añadir. Sabía también cómo era Guillermo y de qué forma podía habérselo tomado todo, y comprendía que no iba a resultarle fácil a Catalina decir adiós y marcharse sin más, y que Guillermo querría seguir hablando del tema por horas y horas, para volver sobre lo mismo una y otra vez, que le tomaría su tiempo asimilar las novedades y que a medida que fuera avanzando la conversación iban a ir surgiendo más preguntas que no se iba a callar. Sí, podía comprender todo aquello, y lo aceptaba. Pero lo que le inquietaba era otra cosa: que Marcelo seguía en el piso, que la cena de trabajo había sido pospuesta y que todo hacía indicar que ese sábado no iba a salir, que de un momento a otro se iba a cambiar para ponerse ese horrible pijama gastado de franela verde y tumbarse en el sofá para tragarse la primera película que pillara. Y había que evitar por todos los medios que Marcelo y Catalina se encontraran, porque si llegaran a verse, si por un horrible designio del destino Catalina se presentaba en el piso y Marcelo estaba allí, después de todo lo ocurrido, después de lo que Mariana les había contado, después de la decisión de Guillermo y Álvaro, después de todo lo que había pasado entre Luis y Marcelo, aquello podía ser la debacle. Y Luis no sabía ya de qué modo sutil alentar a Marcelo para que saliera, para que quedara con quien fuera, con Marta, con Ana, con Pedro y Marga, con quien le diera la gana, pero que se fuera antes de que ella llegara. Tampoco podía llamar a Catalina y prevenirla, porque eso supondría estropearlo todo, porque de ese modo ella se enteraría antes de tiempo de todos los golpes que Luis le había evitado, y no quería que todo se resolviera de ese modo. Así que se había sentado en el sofá del salón con el paquete de tabaco a su lado y apuraba cigarro tras cigarro a la espera de que Marcelo decidiera por el bien de todos salir a dar una vuelta y quitarse de en medio en menos de quince minutos.
-¿Qué vas a hacer? – aventuró en el tono más neutro que pudo fingir.
Marcelo asomó desde la cocina con un vaso de ¿whisky? ¿ron? en la mano. Bien, aquello ya era una buena señal, porque no acostumbraba a beber si no pensaba salir después.
-Mmmm… La verdad es que no lo sé. Me he acordado de que hoy se cambia la hora, ¿sabes?
Luis intentó captar el sentido de aquella revelación trascendental, pero se le escapaba entre los resquicios de su ataque de nervios reprimido.
-¿Y? – fue lo único que pudo replicar.
-Pues que mañana, cuando me levante, no serán las dos, sino las tres. ¿Comprendes?
-La verdad es que muy bien, no.
-Me refiero a que tengo cosas que hacer mañana, y cuando me levante, tendré una hora menos y se me habrá ido ya medio día. Entonces no sé si me conviene salir hoy o quedarme en casa…
-¡Eso no es problema! – Luis se levantó del sofá y se acercó al reloj – No te vas a tener que preocupar porque lo vamos a solucionar ahora mismo. En lugar de esperar a que nos levantemos, vamos a cambiar la hora ya, y así mañana no perderás ninguna hora. ¿Te parece? – y sin esperar una respuesta, movió las agujas.
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-Si que se me ha pasado rápida esta hora…
Catalina lo miró y sonrió aliviada. Por fin todo estaba aclarado, por fin las cosas iban a empezar a marchar bien. Le dio un beso y empezó a desvestirse lentamente, deteniéndose de forma conciente en los más nimios detalles.
-Que no se te olvide que esta noche se cambia la hora – le susurró mientras se metía en la cama.
-No te preocupes, ya he adelantado el reloj…

Las Amigas (Antonioni)


sábado, 8 de diciembre de 2007

A propósito de "La señora Florentin"


La señora Florentin existió en realidad. Lo que no existió fue su historia. Sin embargo, hace un año, conocí a una mujer cuya historia se asemeja a la de la señora Florentin. Sólo que no vivía en París, sino en un pequeño pueblecito de Estados Unidos. Y tampoco había muerto. Aunque vivía como si lo estuviera.


Como siempre, la ficción no es más que un recuerdo, (o un presagio) de la realidad. Pero vayamos por partes.

Hace diez años, un amigo mío se fue de Erasmus a París, y me invitó a visitarlo. Él se había trasladado a la ciudad a finales de agosto para buscar apartamento. Otro amigo lo acompañaba. Yo tuve que esperar a mis vacaciones, y llegué el primero de septiembre, al día siguiente de su mudanza. El apartamento era exactamente como se describe en el relato, pero sin biombo: quince metros cuadrados con cocina integrada y salón-dormitorio, y un diminuto baño. Y una moqueta recién puesta. La razón de tanta condescendencia por parte del casero era precisamente la señora Florentin, que había vivido en aquel agujero durante diez años, y había manchado, quemado y apestado la antigua moqueta. Pero el ahumado de las paredes, y sobre todo, el olor a tabaco, no eran tan fáciles de eliminar. Por aquel entonces, ninguno de los dos fumábamos, y aquel tufo cargante se hacía insoportable. Los muros estaban amarillentos, y al tocarlos, sentías el tacto aceitoso del tabaco. La antigua inquilina había tenido colgados algunos cuadros o láminas en la pared, y sus siluetas blancas recortaban su contorno, como cuadros robados en una película. Mi amigo compró pintura y al menos, el color cambió. Pero el aroma no terminó de desaparecer.

Ése fue el comienzo del mito. No imaginamos, durante mucho tiempo, cómo habría sido la vida de aquella señora Florentin que había vivido en aquel minúsculo apartamento en la inmensidad de una ciudad alienante. Sí, París es muy bonita. Pero también es inhóspita e inhumana. Y fría.

Yo volví a casa. Mi amigo de vez en cuando me contaba historias sobre su vecino, un anciano que se asomaba al patio compartido y que a veces lo miraba a través de la ventana. Quizás buscaba a la señora Florentin. Quizás nunca pudo despedirse de ella, y seguía manteniendo la costumbre de buscarla al otro lado del patio. Fuera como fuese, aquel anciano y la señora Florentin fueron poco a poco creciendo en mi mente hasta que imaginé el cuento. Algunos recuerdos aislados de París (un chico que lloraba desconsoladamente en el Metro sin que nadie le ayudara, las miradas desenfocadas de los viandantes, el cielo plomizo) fueron el germen del mismo. La señora Florentin fue la excusa, porque esa señora Florentin no había existido.

Sin embargo, años después, la encontré metamorfoseada en Sofía, mi compañera de despacho en Ann Arbor. Era de Sevilla y llevaba seis años viviendo en Estados Unidos. Podría escribir muchísimas cosas sobre ella, pero me limitaré a decir que tenía un gato que se llamaba Monchete, le encantaba el cine mudo alemán y estaba enamorada de John Kerry, Art Garfunkel y Basil Rathbone. Leía todo lo que caía en sus manos sobre el cine de los años 20, hablaba pestes de las películas de Hollywood (cualquier época) y había desarrollado una particular misantropía. No se relacionaba con nadie del departamento. Se había ganado sonadas enemistades por la rotundez de sus opiniones y sus convicciones políticas trasnochadas. Inexplicablemente, a mí me había dado el beneficio de la duda, quizás porque había trabajado en el cine-club de UGT y había visto todas las películas de Lang, Murnau y Wiene.

Las personas que quieren a los animales más que a sus semejantes están, a mi modo de ver, más solas y faltas de afecto que los demás. Sofía no fue la primera que me dijo que su Monchete era mejor que muchas personas, y que era la única cosa que le importaba en la vida. Decir algo así muestra hasta qué punto necesitan la compañía de otros. Escudarse en la fidelidad dócil de los animales, basada en quién les da de comer, deja al descubierto graves carencias afectivas. Sofía no se llevaba bien con su hermano. No tenía comunicación alguna con España. A lo largo del curso, se enemistó con los pocos amigos que había hecho. También se enfadó conmigo a mitad del semestre cuando supo que me habían contratado para dar clases en primavera y a ella no.

Al parecer, tenía una depresión. No se lavaba. No se cambiaba de ropa. Iba descuidada y sucia. No me siento orgulloso de decirlo, pero no hice nada por ayudarla. Cuando dejó de hablarme, procuré no coincidir con ella en el despacho. La veía fumar en la puerta del edificio, y ni me saludaba. Cuando llegaba el viernes, se encerraba en su casa y no salía hasta el lunes. Veía la televisión todo el día. Monchete enfermó, y uno de los pocos amigos que le quedaban la llevó en coche al veterinario. Ni le dio las gracias. Bufó al bajarse del coche como si él tuviera la culpa. Como es lógico, él no volvió a ayudarla. Y creo que ya ni se llaman.

No sé qué habrá sido de ella. La verdad, no me he acordado de preguntarle a nadie por Sofía. Aún recuerdo que el primer día que nos vimos en el despacho me invitó a café y a unas galletas búlgaras que estaban un poco rancias. Me preguntó por mis vacaciones y se rió escandalosamente al hablar de Sevilla.

En Ann Arbor hacía más frío que en París.

martes, 4 de diciembre de 2007

La señora Florentin


La señora Florentin vivía en el número cuatro de Cité de Trévise, en un estudio de 15 metros cuadrados que integraba cocina, (oculta tras una puerta corredera), dormitorio (una simple cama detrás de un biombo) y salón (reducido a un sillón y una mesa). El aseo, afortunadamente, y el plato de ducha, ocupaban una pequeña habitación adyacente. La señora Florentin dedicada el 60% de su sueldo a pagar el alquiler de su vivienda.
La señora Florentin trabajaba de secretaria en las oficinas de las Galerías Lafayette, con lo cual tenía la suerte de vivir muy cerca de su trabajo. Trabajaba de lunes a viernes de ocho a cinco, con un descanso para comer a la una. A esa hora, la señora Florentin salía de las oficinas y almorzaba en una pequeña cafetería de la calle de Provence, donde siempre pedía sopa de cebolla y pescado. Al terminar de comer, la señora Florentin se tomaba un café y se fumaba un cigarrillo, antes de volver al trabajo. Nunca comía con nadie.
La señora Florentin no era una persona inquieta ni con demasiadas distracciones. Comía poco, no bebía, no le preocupaba vestir de una forma u otra, no leía, no le gustaba el cine ni el teatro, no le agradaba trasnochar, ni viajar tampoco. Ahorraba siempre el 20% de su sueldo, y lo que le quedaba, era suficiente para cubrir todos sus gastos, exiguos por otra parte. La señora Florentin era feliz.
Cuando llegaba a su casa después del trabajo, la señora Florentin se sentaba en su sillón y se dedicaba a observar la ciudad a través de su minúscula ventana, o lo que podía observar de ella, mientras fumaba. Le encantaba ver a la gente pasar e imaginar sus vidas y preocupaciones: era un hábito inocente que no hacía daño a nadie y que a la señora Florentin le servía de entretenimiento. Los fines de semana, la señora Florentin no hacía nada. Compraba algo en el supermercado y se quedaba allí dentro los dos días, con alguna salida ocasional para tomar un café después de comer. La señora Florentin era en realidad la señorita Florentin, pero como aparentaba más edad de la que en realidad tenía, y nunca había desmentido el tratamiento con que se dirigían a ella, para todos siempre fue la señora Florentin. Su jefe incluso le daba a veces recuerdos para su marido.
Cuando la señora Florentin murió, tardaron tres días en encontrarla. De no haber sido por su proverbial puntualidad y su seriedad, los compañeros de trabajo no se habrían alarmado, y no habrían llamado por teléfono a su casa. Pero la señora Florentin no cogía el teléfono. Así que después de dos días de insistencia, un mozo y una compañera con la que coincidía en el ascensor de las Galerías se acercaron a su casa. Fueron ellos los que descubrieron el cadáver.
La señora Florentin murió de un infarto. No sufrió en el tránsito porque dormía cuando le sobrevino el ataque. Junto a su cama había un cenicero lleno de colillas. Su seguro de vida se ocupó de todo. Ahora, la casa de la señora Florentin está vacía, a la espera de que se averigüe si existen herederos que recojan sus escasas pertenencias, una vez hecho público que no existió ni existe el señor Florentin ni similares.
Si uno entra en la casa de la señora Florentin, le llamarán la atención dos cosas: en primer lugar, el olor. Olor a tabaco rancio, a quemado, a colilla en descomposición, y que por mucho que se ventilen los 15 metros cuadrados, no termina de desaparecer. Y en segundo lugar, el color de las paredes. Algún día fueron blancas, pero los años las han cubierto con la pátina amarillenta y aceitosa del humo, el humo de los miles de cigarrillos que la señora Florentin fumó allí dentro, miles de cigarrillos que consumió mientras ella misma se consumía en cada lenta calada mirando por la ventana.

Sólo es un nombre



-Es sólo un nombre, no debes preocuparte.
-No, si yo no me preocupo, Leticia... Es sólo que... ¿de verdad crees que es una buena idea?
Ella resopló y siguió planchando.
-Mario, hemos hablado sobre esto cientos de veces.
-Ya lo sé.
-Cuando nació Hortensia yo no protesté. Querías que la niña se llamara como tu madre, y no me opuse. ¿Dije yo algo?
-No.
-Y eso que te había dicho muchas veces que no me parecía un nombre muy apropiado para una niña pequeña, que era nombre de abuela, de persona mayor.
-Sí, cariño, ya lo sé...
-No dije esta boca es mía. Acepté tu decisión y desde el primer día la niña fue "Hortensia". Sólo te puse una condición, una sola condición, ¿recuerdas?
Mario agachó la mirada, vencido por el razonamiento de su mujer.
-Sí. Que tú elegirías el nombre del siguiente.
Leticia dejó la plancha sobre la tabla y se puso en jarras, muy sonriente, disfrutando de su triunfo:
-¿Entonces?
-No sé, Leticia... No me parece un buen augurio.
-¿Un buen augurio?
-Fíjate en el caso de Hortensia, tú misma lo has dicho: es un nombre de persona mayor. ¿Y qué ha pasado con la niña? Le encanta pasarse las horas muertas haciendo encajes de bolillos. Le gusta vestirse de negro y llevar moño. Habla como una vieja. ¿Has oído las cosas que dice? "¡Cómo está la juventud!" "¡Dónde vamos a parar!" "¡Con lo bien que estábamos con nuestras pesetas!" Por favor, Hortensia, no es normal...
-Eso no es culpa de la niña, ya lo sabes. Pasa demasiado tiempo con tu madre. Claro, como le pusiste su nombre, y ella no tenía hijas, pues la mujer se ilusionó y se volcó en la nieta.
-Leticia, ¡pero si mi madre jamás ha vestido de negro! Y ella es la que está más asustada con todo esto. Por más que le dice a la niña que salga a jugar con las otras niñas, ella no le hace caso y prefiere quedarse para aprender a almidonar camisas. ¿Te parece normal? Sólo tiene seis años, y ya está hablando de comprarse una parcela en el cementerio, "por lo que pueda pasar". ¿No crees que es para preocuparse?
-Tu madre está detrás de todo esto, Mario, sólo que tú no tienes malicia ninguna y te mangonea como quiere. ¡Es ella la que tendría que ir pensando en lo que podría pasar! Acusar a la niña, qué fácil...Tu madre es quien le mete esas ideas absurdas en la cabeza.
-¡Por favor, Leticia! Si ayer mismo le escuché a tu hija decir: "¡Con lo bien que vivíamos con Franco!" ¿Se lo habrá oído a mi madre, que es más roja que la Pasionaria?
-Habrá sido cualquiera de esas viejas que van a hacer punto con tu madre, que son todas viudas de militares... Que también tu madre se junta con una gente...
-Leticia, ¿no ves lo que quiero decir con todo esto? Si te estoy dando la razón... Tú decías que Hortensia era un nombre de persona mayor, de abuela, y así ha sido: la niña ha resultado ser una vieja. ¿No te das cuenta? No es sólo un nombre... Es algo que la ha marcado, algo que la va a condicionar por el resto de su vida. Ser Hortensia no es lo mismo que ser Clara, o Laura, o Irene. ¿No comprendes? Por eso no es un buen augurio llamar al niño Luzbel, no, no, no lo es.

martes, 27 de noviembre de 2007

La historia del señor N


Esta historia ocurrió en realidad, y me fue contada por un amigo que conoció de primera mano el asunto. El señor N. (de quien prefiero omitir el nombre, por ser un personaje conocido y por respeto al amigo común de ambos que me refirió el caso), vivía por aquel entonces en la ciudad de T. Si no recuerdo mal, fue hacia el año 19.. , un verano de calor extremo y de sequía que tenía sumida a la ciudad en el sopor más insoportable. Al parecer, el señor N. mantenía tratos con una mujer casada, la señora D., esposa de un importante cargo de la ciudad, el señor S., que al mismo tiempo era íntimo amigo del señor N. Al parecer, (y según me refiere mi amigo), esos amores ilícitos no eran tan secretos, pues un periódico local, "x" había dejado entrever, en las columnas de ecos de sociedad, el romance entre ambos, que más que un cotilleo que se comentara en las fiestas y reuniones sociales entre los más íntimos, era un secreto a voces. El señor N. era directivo en "q", empresa dedicada a la importación de z, que producía notables beneficios y constituía la fuente de ingresos principal de la ciudad.
Aquel verano, el señor S. se vio apartado de la ciudad por motivos profesionales, y fijó su residencia en F., con lo cual sólo acudía los fines de semana a la ciudad. De ese modo, los días de diario, los habitantes de T. podían asistir al trasiego que entre la calle V., donde vivía la señora D., y la avenida G., en la que por su parte lo hacía el señor N., se establecía, y los curiosos y aburridos barajaban posibilidades para saber si aquella vez pasarían la noche en la calle V., o en la avenida G., si el invitado abandonaría la casa en mitad de la noche, a una hora intempestiva, o si por el contrario aguardarían a la mañana, si saldría primero él y luego ella, o viceversa, o si en un alarde de atrevimiento lo harían al mismo tiempo, ignorantes del interés que provocaban en una población adormecida, aburrida y muy amiga de inmiscuirse en vidas ajenas.
Cierto día, el hijo de la señora Z., vecina de la señora D., vio cómo le era entregado a ésta una caja de dimensiones considerables de c, y rápidamente, se lo comunicó a su madre. La señora Z., que pertenecía al club F“, llamó a su amiga Ñ. y le contó lo que su hijo le había dicho. La conmoción hizo presa de Ñ., que al momento activó su red de amistades y en menos de media hora, la ciudad entera conocía el caso. El señor R., (que se ocultaba tras el pseudónimo de “Ph”, y que era el autor de la columna acusatoria publicada en "x"), al conocer el hecho, salió de su casa, acudió a C., compró un 0 y se personó en casa de la señora D. Ésta, epatada por la visita inesperada, no pudo ocultar los g y las k que se encontraban sobre la mesa de su salón, y tuvo que soportar la mirada reprobatoria del señor R. Éste, que veía en la situación muchas posibilidades, pidió a la señora D. un n a cambio de su silencio. La señora D. se sintió insultada, y lo expulsó de su casa. Pero esa misma noche, asaltada por las dudas, y consciente de la 7 del señor R., le envió un 2 a su casa. El señor R. respondió con una w y la señora D. fijó un 8. Se cumplió el trámite y a cambio, entregó al señor R. una m. Esa misma noche, el señor N., que estaba en J., recibió la noticia de boca de Y., una ö que conocía desde hacía años. Sin dar crédito a lo que oía, el señor N. fue a “'” y recogió allí un ae de su amigo el señor S. Inmediatamente, tomó un q y se presentó en casa de la señora D. Tras una acalorada discusión, que acabó en 6, en compañía de la señora D. fueron a casa del señor R., no sin antes hacer w con los g y las k, así como con varias s que guardaban en j. El señor N., preso de un profundo a, no tardó en hacer c al señor R., y la señora D., un poco más sh, le dio lj y 2, y a continuación, ambos .. Pero los vecinos, que habían estado r a todo, llamaron a W. y se + el ´. Y así fue como ocurrió todo, y tal y como yo lo he contado, estuvo a punto de ser publicado al día siguiente en "x"de no haber sido por la prudente intervención de mi amigo, íntimo del director, al que recomendó que corriera un tupido velo sobre el asunto, y así se hizo.

domingo, 25 de noviembre de 2007

La trágica verdad de Gracita Morales (III)


Vuelve para seguir contando su historia.

GRACITA.- Y allá que me fui y dejé el plató, y ni Pedro ni yo caímos en la cuenta de que teníamos rodaje. ¡Daba igual! Lo importante eran nuestros planes, nuestra idea magistral que nos iba a sacar del encasillamiento. Ni corta ni perezosa, me planté en casa de Mariano Ozores, íntimo amigo mío, y le dije: “Mariano, Pedro y yo queremos hacer esta película”, y le enseñé el guión. El pobrecito mío se estaba bebiendo una cerveza con unas aceitunas y cuando vio el título, se le atragantaron y empezó a toser como un poseso. Su mujer, que estaba en su salita escuchando su radio novela, se vino corriendo al escuchar los ruidos, y como es tan despistada, y me vio a mí con el uniforme y el delantalito, que con las prisas ni me los había quitado, me preguntó alarmada: “¿Qué le pasa al señor?”. “Nada, Luisa, que se le ha ido la cerveza por otro lado”. Luisa se volvió hacia mí con cara de pocos amigos. “¿Cómo que Luisa? A mí me llamas «Señora», chica. ¡«Señora»!” Hasta ese momento no me di cuenta de que llevaba puesto el trajecito de Humberto Cornejo, y me empecé a reír. “¡Luisa, que soy yo, Gracita!” Se le cambió la cara. Se puso como la grana. “Ay, hija, es que te veo así vestida, ¿y qué quieres que piense? Como aquí cada día tenemos una chica diferente, porque no nos duran nada, ya ni controlo quién es una u otra. ¡Cómo está el servicio!”. “Ya lo sé, Luisa, qué me vas a contar a mí…” Y nosotras, de cháchara, y mientras, Mariano tosiendo y tosiendo, que se nos ahogaba. Pero nosotras a lo nuestro. “Y los niños, ¿cómo están?” “En el colegio. Por las mañanas estoy tranquila, porque no te imaginas la guerra que dan. Y tú, ¿qué tal? ¿Qué haces por aquí?”. “Pues nada, que le he traído a Mariano un guión, a ver qué le parece, que Pedro y yo queremos hacerlo juntos.” “¿Ah, sí? ¿Y de qué va la comedia?” Ya empezábamos con los prejuicios. “No es una comedia, es la vida de Juana la Loca. Y el guión es de Pemán”. Luisa empezó a reír y a reír, y no se podía parar. “¡Qué graciosa eres! ¡Juana la Loca! No, en serio, ¿de qué va?”. Me puse muy seria y me crucé de brazos. “Es sobre Juana la Loca, de verdad. Es un dramón de aúpa”. Fue entonces cuando Luisa se dio cuenta de por qué tosía Mariano, y empezó a darle palmaditas en la espalda. “¡Que se nos muere, que se nos muere!” Por fin Mariano reaccionó, y se quedó unos minutos cogiendo aire. Luisa estaba tan nerviosa que se bebió la cerveza y el plato de aceitunas. “¡Pero esto no puede ser, Gracita! ¿Cómo vas a hacer de Juana la Loca? ¡Si eres Gracita Morales! ¡Eres la criada de España!” La pobre Luisa no sabía dónde se estaba metiendo. ¡Con lo que me molesta a mí que me digan lo que tengo que hacer! Di un puntapié y me senté en uno de los sillones. “¡Pues se acabó el serlo! Ya no volveré a limpiarle la casa a nadie! ¡Se terminó tener a José Luis López Vázquez diciéndome a cada momento que limpie esto, que ordene aquello, que guarde lo demás allá! ¡Voy a ser la Reina de España!” Luisa sacó una campanilla y llamó a la doncella. (GRACITA hace como si tocara la campanilla) Cuando llegó la chica, se quedó muy sorprendida al verme allí, las dos vestidas de doncella, como si yo supusiera un peligro para ella. Luisa estaba tan afectada que le pidió dos copas de brandy, y ni cayó en la cuenta de preguntarnos ni a Mariano ni a mí qué queríamos tomar. La chica le trajo las dos copas, y se las bebió de un lingotazo. Y no os podéis ni imaginar de qué forma me miró la chica al salir. “¡Laura!” – le dije – “¿Has visto cómo me ha mirado tu doncella? ¡Se cree que le voy a quitar el puesto!” Miré a Mariano y luego a Luisa por si comprendían lo que yo quería decir. ¿No percibían hasta qué punto había llegado la falsa percepción? “¿No os habéis dado cuenta? ¿Eh? ¿No? ¿Comprendéis por qué necesito hacer esta película? ¡Tengo que salir de esta cárcel!” (GRACITA señala el vestidito de doncella) Laura terminaba de saborear el brandy, con cara de ida, así que fue Mariano quien me contestó. “Gracita, ¿qué pretendes? ¿No ves que eso que dices es una locura? Tú, haciendo de Juana la Loca… ¿Y quién hará de Felipe el Hermoso, Tony Leblanc? ¿Y de tu padre, Fernando el Católico? ¿Pepe Isbert? ¡Por favor, repórtate! ¿No ves que es absurdo?” Imaginé a Tony Leblanc con una peluca rubia y unas mallas ajustadas, y me descorazoné un poco. Luego hice igual con Pepe Isbert, que lo quiero muchísimo, pero con corona y cetro, la verdad, la verdad, tampoco me lo veía como Rey. Me entraron ganas de reír ante la ocurrencia de Mariano. Pero justo cuando empezaba a coger aire para partirme la caja a carcajadas, me di cuenta de lo horrible que eran sus palabras. Yo estaba teniendo con Pepe y Tony el mismo prejuicio que todo el mundo tenía contra un cambio en mi carrera. Me deprimí muchísimo, y las ganas de reír se convirtieron en ganas de llorar. Pero como yo soy una actoraza, y eso es algo que nadie me puede negar, hice de tripas corazón y asentí. “Precisamente había pensado en ellos. Ya es hora de que en este país se produzca una revolución”. Luisa, a pesar de que las dos copas empezaban a ponerla turumba, se llevó aterrada las manos a la cabeza. “¡Virgen Santísima! ¡Revolución!” Mariano se levantó y cerró la puerta del salón. “¡Por favor, Gracita! Ojalá que nadie del servicio haya escuchado esa palabra!” Laura se abanicaba con el ABC, a punto del sofoco. “¡Hija, Gracita, eso suena a conjura masónica! ¡Ese vocabulario está pro-hi-bi-di-sí-mo! ¿Quieres que nos metan a todos en la cárcel de Carabanchel?” Mariano, que estaba conmocionado, se sentó a mi lado y me cogió una mano afectuosamente. “Gracita, escúchame. Tienes un buen trabajo. Eres famosa, una actriz soberbia. Todo el mundo te quiere. Para todos los hogares españoles eres una figura entrañable. Cuestas con la consideración de tus colegas y el respeto de los medios. ¿Por qué quieres meterte en algo oscuro? Esto puede ser tu perdición. Te echarán. Pueden juzgarte. No te creas que estamos tan aperturistas como para que puedas librarte del garrote. ¿Te das cuenta? La muerte. Punto final. Telón. C’est fini. (Todo esto me lo decía muy nervioso, mesándose los cabellos y rascándose la cara, porque cuando Mariano se ponía nervioso, se atoraba y no hacía más que decir tonterías). Siguió hablando, cada vez más exaltado. “Nadie podrá ayudarte. Somos tus amigos, pero no queremos morir. El orden es el orden. No se puede ir contra el sistema. La revolución, sea del tipo que sea, es impensable. Aunque sea la revolución del Concilio Vaticano, que no pocos disgustos ha costado a este país. Tema zanjado. Tú mantente dentro de la normalidad, y ya está”. Laura seguía abanicándose. Mariano se levantó, tocó la campanilla y susurró: “Lo siento, Gracita. No podemos ayudarte. Esta conversación no ha tenido lugar”. Cuando entró la criada, Mariano le dijo: “Marcelina, acompañe a esta chica. No necesitamos su servicio en esta casa”. Ni me despedí. Puse una de mis mejores caras de desprecio, que aprendí de la gran Margarita Xirgu, y salí de aquella casa de cobardes y conformistas. Pero por supuesto, antes le dije a la doncella dónde guardaba Laura sus joyas, y le dejé caer que la señora había dicho de ella que era muy vulgar… Se imponían medidas extremas para tiempos extremos.

GRACITA se coloca en el centro del escenario, en pose marcial

GRACITA.- Aquello era la guerra. Habría que buscar productores en un lugar donde no existiera el miedo, donde vieran con buenos ojos mis ideas renovadoras y nadie se negara a ayudar. Un lugar donde el orden establecido no fuera el modelo a seguir, sino todo lo contrario. Era necesario ponerse en contacto con la clandestinidad.

Fin de la 1ª Parte

martes, 20 de noviembre de 2007

La trágica verdad de Gracita Morales (II)


Se contonea con energía, conteniendo el genio

GRACITA.- “¡Esto es inadmisible, Pedro! ¡Una tiene dignidad! Yo soy Gracita Morales, actriz, un pedazo de actriz, y nada de sirvienta, ni chacha, ni doncella. ¿Que me han encasillado un poco? Vale, pero también he hecho otras cosas. Hice Sor Citröen el año pasado, y hace cuatro, una película de época. Y ya te demostraré yo que soy capaz de hacer otro tipo de papeles”. Pedro me miraba muy serio, pero al mismo tiempo un poco triste. “Gracita, tienes la batalla perdida”. Yo me encaré con él. “¿Por qué? ¿Tan poca confianza tienes en mi talento?”. “Al contrario, Gracita, son muchos años de trabajo en común y sé perfectamente de lo que eres capaz y de lo mucho que puedes dar de ti, pero… Hay cosas contra las que no se puede luchar. ¿Qué dijeron cuando se estrenó Sor Citröen?” Yo no sabía a qué se refería. “No sé, Pedro, no te entiendo”. Me miró fijamente con esos ojos que a veces daban miedo, y me puso una mano en el hombro. (En el hombro, ¿eh? No os penséis otra cosa, que las actrices de entonces no eran como las de ahora…) Y me dijo: “Gracita, la gente salía del cine confundida”. “¿Y por qué?” pregunté yo, que no sabía por dónde iban los tiros. “Pues porque al verte en la película, todo el mundo decía: ¿pero qué hace la criada vestida de monja? ¿Ha dejado el servicio y se ha metido a monja? ¿O es sólo que se ha tomado unas vacaciones y las está pasando ayudando a los huerfanitos? Los descolocaste a todos, los desconcertaste y les creaste una inseguridad enrome. ¡Hasta el caudillo llamó para saber que pasaba! Imagínate, llevaban años viéndote con la cofia y el delantalito, y ahora, de repente, un hábito azul marino que además no te favorecía nada, y que sólo te dejaba al aire la carita. ¿Tú no ves que la gente necesita que a su alrededor las cosas se mantengan igual, que sean inmutables? Los cambios producen miedo, y se prefiere conservar las cosas como están, sin alterar nada, ese bache en medio de la calle, esas sillas cojas en el bar, tú haciendo de sirvienta y yo dirigiendo comedias, ¿no lo comprendes? Tus intentos por salir del personaje serán inútiles, porque el mundo te ha asignado tu papel, y por mucho que intentes huir de él, te perseguirá allá donde vayas. La gente quiere orden, y para ello hace falta tener un sistema de referencia fijo, que no se altere ni se mueva, que posea realidades eternas. ¿No lo has oído a veces? La gente se lamenta: ¿por qué las cosas tienen que cambiar? ¿Por qué? Lo has oído, ¿verdad?”. Yo asentí, asustada, porque empezaba a comprender y me estaba quedando muerta. Pero Pedro siguió hablando. “Y tú ya has entrado a formar parte de esas coordenadas estables, y como tal te quedarás. Consuélate que no eres la única… ¿No te has preguntado nunca por qué yo sólo dirijo comedias y más comedias y más comedias? ¿No te has planteado que yo también e canso? Pues porque me han asignado este puesto, este casillero predeterminado, y no puedo escapar de él. Aunque el sueño de mi vida ser hacer un drama… Pero así son las cosas. Y hagamos lo que hagamos, nada va a cambiar”.

GRACITA calla y guarda silencio, para que la audiencia asimile sus palabras. Se quita la cofia, y la deja caer al suelo, desganada

GRACITA.-. ¿Qué podía yo añadir, después de aquella arenga? Pedro me había sumido en la más profunda desesperación. (De repente, se endereza, levanta un puño y grita enérgica) ¡Pero yo no me callé! ¡Vaya que no! ¡Con el genio que gasto! ¡Y más entonces, que era joven! Me planté muy seria en su cara, y le dije: “Pedro, tú no te preocupes, que yo voy a buscar un productor para que tú y yo hagamos un drama. Dame un guión, que yo me encargo de todo, ya lo verás. Con tu talento y el mío, podemos hacer una obra de arte, un Casablanca, un Lo que el viento se llevó, un Rashomon, ¡y darle a todos en los morros y que se caigan de espaldas!” Y lo dije con tanto convencimiento, con tanto entusiasmo, que Pedro se emocionó y empezó a dar saltos por su despacho. “¡Qué buena idea, qué buena idea!” Empezó a rebuscar entre los papeles de su mesa, y me dio una copia de Juana la Loca. Sonrió y me dijo: “Además, el guión es de Pemán, con lo cual contamos con el apoyo del Gobierno… ¡A la mayor gloria de España!” Y me guiñó un ojo cómplice. ¡Pues claro que sí! ¡Íbamos a triunfar, por supuesto! Yo cogí el guión, lo ojeé un poco, le di un abrazo a Pedro, le planté un beso enorme (pero en la cara, ¡eh!) y me coloqué en medio del despacho con una pose de regia autoridad (se coloca tal y como describe en medio del escenario, como si estuviese interpretando el papel de Juana la Loca. La luz se vuelve cenital, y se localiza sobre ella) y dije, con donaire de teatro clásico: “Ahí te quedas, Felipe el Hermoso”. (Silencio. GRACITA se frota la manos emocionada, y la luz vuelve a la normalidad) ¡Y lo hice tan bien, que Pedro empezó a aplaudir como un loco! Yo me recogí la faldita de sirvienta como si fuera un manto de reina y salí muy digna de allí, con el guión debajo del brazo. Así comenzó la odisea de Juana la Loca.


Inicia el mutis, y al hacerlo, pisotea la cofia que está en el suelo
Continuará...

lunes, 19 de noviembre de 2007

La trágica verdad de Gracita Morales (I)


Se levanta el telón. GRACITA MORALES está sentada en una silla de mimbre vieja y desvencijada como ella.

GRACITA.- ¡Cómo está el servicio!

Se ríe, después de su frase con su voz aguda inconfundible. Se levanta y se vuelve a reír y de repente su expresión se vuelve de tristeza infinita.

GRACITA.- Condenada por esta voz al exilio… Ya sólo me llaman para hacer anuncios de magdalenas, porque mi voz es graciosa y a la gente le hace mucha gracia. Les recuerda la época cuando hacía de sirvienta… ¡Siempre de sirvienta! (se queda pensativa unos momentos) ¡Como odio a José Luis López Vázquez! (lo imita) “¡Sí, sí, claro, señor Martínez, cómo no, señor Martínez, por supuesto que sí, señor Martínez!” Qué asco. Una película tras otra con él como “señorito”. Al principio, me caía muy bien; era un caballero, un perfecto caballero, y me trataba educadamente. Nos hicimos incluso muy amigos. Pero llegó un momento en que empezó a creerse mi papel hasta el punto de identificarme con mi rol de criada, como hacía la gente de la calle. Un día llegó y me saludó: “¿cómo estás?” Yo le dije: “Muy bien, ¿y tú?” Me miró muy serio y me respondió: “señorita, por favor, nadie le ha dicho que me tutee. Hábleme de usted, y sepa mantener las distancias como corresponde”. Yo llevaba puesto el atrezzo para la escena, y tenía puesta la cofia aquella tan incómoda y el delantal, (saca la cofia y el delantal y se los pone para escenificar mejor la escena) imaginaos. Y la verdad, en otro contexto, me habría tomado aquello como una broma; pero hubo algo en su tono, en su manera de mirarme, que dejó bien claro que no se trataba de una broma y aquello me sobrecogió, me dejó sin palabras.

Da unos pasitos por la escena, muy teatral. Se aprecian las clases de expresión corporal de época precolombina

GRACITA.- No comprendía a qué venía aquello. Hicimos nuestra escena, y al terminar, intenté hablar con él para aclarar la situación y decirle que me había sentado muy mal su broma. Pero él se limitó a mirarme sin mucho interés y a interrumpirme con un “chica, ¿por qué no me traes una copa de brandy? Tengo el cuerpo un poco cortado”. Yo me sentí tan insultada que me di la vuelta y me fui del plató, y eso que aún quedaba una escena por rodar. Al día siguiente, al llegar el director, mi amigo Pedro Lazaga, se me acercó preocupado: “¿qué te pasó ayer, que nos dejaste a todos colgados? María te vio marcharte corriendo y dijo que tenías muy mala cara”. Yo, como no sé mentir, porque es lo que tiene ser buena, se lo conté todo con pelos y señales, y cuando terminé, Pedro se miró muy sorprendido: “No sé de qué te extrañas, Gracita”, me respondió. “Es lógico que te trate como a una criada porque tú eres una criada”.Yo me quedé alucinada. “¿Cómo que soy una criada? ¡Yo soy actriz!” Pedro tosió ligeramente y yo me temí lo peor. Cuando hacía eso era porque se disponía a dar unas explicaciones muy desagradables, como cuando despidió a Florián Rey por pasarse en los gastos, y así se preparaba el terreno. “Verás, Gracita, no es que tú no seas actriz. No. Lo que pasa es que la gente te tiene tan identificada con ese rol que ya te has convertido en criada. No eres ya una actriz que interpreta a una criada, no. Eres una criada real, o más aún que eso, eres como el ideal platónico de criada, la Idea de criada. ¿No te das cuenta de la genialidad que entraña eso? Cualquier director, cuando piense en una criada, no tendrá más remedio que pensar en ti. ¿No te parece que tu posición es muy privilegiada? No todo el mundo cuenta con un carácter tan identificado con uno mismo que llegue a suplir el propio. ¡Eres una actriz magistral, tan magistral que has convertido tu personaje en real a consta de tu propia personalidad! ¿No te parece sublime?”. Yo me quedé muda y absorta ante su última frase, como se contempla a Dios ante su altar. “¿No te parece sublime?” Claro que no me lo parecía. ¡Era horripilante, atroz, cruel! Y así se lo dije.

Continuará...

jueves, 15 de noviembre de 2007

Círculo Mercantil e Industrial

A las siete de la mañana, la limpiadora entra en el salón del Círculo Mercantil e Industrial. Como todos los días, con ayuda de una gamuza húmeda, limpia los ventanales que se asoman a la calle Sierpes, borrando huellas de dedos grasientos, de alientos húmedos y de frentes apoyadas contra el cristal a lo largo de la tarde. El hechizo de la ventana, del hueco transparente, desaparece en esas últimas marcas, sucias pruebas del esfuerzo supremo por escapar, por salir al otro lado.

Como todos los días, barre el suelo, pisadas, colillas muertas, pelusas grises que se amontonan en los rincones, cenizas de cuerpos en descomposición, y limpia el polvo, levantándolo de una butaca para soltarlo en otra, cambiando la basura de sitio, respirando el mismo aire viciado de todos los días, en ese salón donde los ventanales no pueden abrirse. Lejos queda aún el sábado, con su limpieza a fondo, sacudidor, cera, amoníaco y cepillos. Hoy basta con una pasada, mantener ese equilibrio de aparente higiene justo al borde de lo salubre.

Un reloj de pared, fuera, en la primera planta, en algún lugar del edificio, da las siete y media con un carrillón pegadizo. Ordena los periódicos, friega un pomo pringoso, recoge un vaso olvidado. Casi ha terminado, sólo le queda un pequeño detalle, el último toque antes de salir del salón y seguir en las demás habitaciones.

El escalofrío, como todas las mañanas, le recorre la espalda, y se acerca a los sillones y a las butacas que están junto a los ventanales. Y con una bayeta nueva que una vez usada tira a la basura cada día, limpia los cadáveres de los viejos. Despacio, sin apretar demasiado para que no se descompongan como decrépitos papiros marchitos: la carne gris se exfolia si se sacude con brusquedad. Limpia los dedos rígidos, las uñas largas y moradas, la supuración de alguna llaga blanquecina. El olor se vuelve denso y agrio con la cercanía. Quizás alguno de ellos no deba seguir allí por más tiempo, pero la limpiadora decide callar por si tuviera que ser ella la que sacara el cadáver muerto del salón. Prefiere pensar que los cadáveres aún están vivos. Arregla los cuellos almidonados, las corbatas negras, cambia la postura de los brazos e intercambia los sombreros, peina los cuatro pelos hirsutos y blancos mojándolos con el limpia-cristales. Acerca algunas butacas a los ventanales, otras las aleja, cambia la disposición de los cadáveres para que la coreografía no se repita y cada mañana aparezcan de un modo distinto, ahuyentando así a los gusanos y la podredumbre. Un cadáver se ha aferrado a una de las sillas, ha clavado las uñas en la madera y es imposible desasirlo. La limpiadora consigue romper las uñas quebradizas, que estallan en mil astillas, y coloca las manos de forma que no se vean los dedos deformados. Levanta cabezas, gira cuellos, encoge piernas, luchando contra la rigidez de la carne y los tendones atrofiados. Echa un último vistazo al tiempo que aprieta el gatillo del ambientador, pulverizando una nube húmeda y dulce sobre los cadáveres rancios para enmascarar los síntomas de la descomposición. Se da la vuelta y sale deprisa, convencida de que ese calor en su nuca, ese aire frío, es una respiración a su espalda, un cadáver que no está muerto, un prisionero que pretende escapar agarrado a su cuello. Cierra la puerta sin mirar atrás, dando un portazo.
En ese momento dan las ocho, y poco a poco, la calle se va llenando de gente para los silenciosos espectadores, que miran a través de los ventanales con ojos vidriosos.