miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cambio de hora


Luis se sentó en el sofá bastante confuso. Eran las dos menos cuarto, y Catalina había quedado en pasarse a las doce y media. Sabía que la conversación con Guillermo podía haberse alargado, que había mucho que comentar, muchos malentendidos que aclarar, muchas puntualizaciones que añadir. Sabía también cómo era Guillermo y de qué forma podía habérselo tomado todo, y comprendía que no iba a resultarle fácil a Catalina decir adiós y marcharse sin más, y que Guillermo querría seguir hablando del tema por horas y horas, para volver sobre lo mismo una y otra vez, que le tomaría su tiempo asimilar las novedades y que a medida que fuera avanzando la conversación iban a ir surgiendo más preguntas que no se iba a callar. Sí, podía comprender todo aquello, y lo aceptaba. Pero lo que le inquietaba era otra cosa: que Marcelo seguía en el piso, que la cena de trabajo había sido pospuesta y que todo hacía indicar que ese sábado no iba a salir, que de un momento a otro se iba a cambiar para ponerse ese horrible pijama gastado de franela verde y tumbarse en el sofá para tragarse la primera película que pillara. Y había que evitar por todos los medios que Marcelo y Catalina se encontraran, porque si llegaran a verse, si por un horrible designio del destino Catalina se presentaba en el piso y Marcelo estaba allí, después de todo lo ocurrido, después de lo que Mariana les había contado, después de la decisión de Guillermo y Álvaro, después de todo lo que había pasado entre Luis y Marcelo, aquello podía ser la debacle. Y Luis no sabía ya de qué modo sutil alentar a Marcelo para que saliera, para que quedara con quien fuera, con Marta, con Ana, con Pedro y Marga, con quien le diera la gana, pero que se fuera antes de que ella llegara. Tampoco podía llamar a Catalina y prevenirla, porque eso supondría estropearlo todo, porque de ese modo ella se enteraría antes de tiempo de todos los golpes que Luis le había evitado, y no quería que todo se resolviera de ese modo. Así que se había sentado en el sofá del salón con el paquete de tabaco a su lado y apuraba cigarro tras cigarro a la espera de que Marcelo decidiera por el bien de todos salir a dar una vuelta y quitarse de en medio en menos de quince minutos.
-¿Qué vas a hacer? – aventuró en el tono más neutro que pudo fingir.
Marcelo asomó desde la cocina con un vaso de ¿whisky? ¿ron? en la mano. Bien, aquello ya era una buena señal, porque no acostumbraba a beber si no pensaba salir después.
-Mmmm… La verdad es que no lo sé. Me he acordado de que hoy se cambia la hora, ¿sabes?
Luis intentó captar el sentido de aquella revelación trascendental, pero se le escapaba entre los resquicios de su ataque de nervios reprimido.
-¿Y? – fue lo único que pudo replicar.
-Pues que mañana, cuando me levante, no serán las dos, sino las tres. ¿Comprendes?
-La verdad es que muy bien, no.
-Me refiero a que tengo cosas que hacer mañana, y cuando me levante, tendré una hora menos y se me habrá ido ya medio día. Entonces no sé si me conviene salir hoy o quedarme en casa…
-¡Eso no es problema! – Luis se levantó del sofá y se acercó al reloj – No te vas a tener que preocupar porque lo vamos a solucionar ahora mismo. En lugar de esperar a que nos levantemos, vamos a cambiar la hora ya, y así mañana no perderás ninguna hora. ¿Te parece? – y sin esperar una respuesta, movió las agujas.
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-Si que se me ha pasado rápida esta hora…
Catalina lo miró y sonrió aliviada. Por fin todo estaba aclarado, por fin las cosas iban a empezar a marchar bien. Le dio un beso y empezó a desvestirse lentamente, deteniéndose de forma conciente en los más nimios detalles.
-Que no se te olvide que esta noche se cambia la hora – le susurró mientras se metía en la cama.
-No te preocupes, ya he adelantado el reloj…

Las Amigas (Antonioni)


sábado, 8 de diciembre de 2007

A propósito de "La señora Florentin"


La señora Florentin existió en realidad. Lo que no existió fue su historia. Sin embargo, hace un año, conocí a una mujer cuya historia se asemeja a la de la señora Florentin. Sólo que no vivía en París, sino en un pequeño pueblecito de Estados Unidos. Y tampoco había muerto. Aunque vivía como si lo estuviera.


Como siempre, la ficción no es más que un recuerdo, (o un presagio) de la realidad. Pero vayamos por partes.

Hace diez años, un amigo mío se fue de Erasmus a París, y me invitó a visitarlo. Él se había trasladado a la ciudad a finales de agosto para buscar apartamento. Otro amigo lo acompañaba. Yo tuve que esperar a mis vacaciones, y llegué el primero de septiembre, al día siguiente de su mudanza. El apartamento era exactamente como se describe en el relato, pero sin biombo: quince metros cuadrados con cocina integrada y salón-dormitorio, y un diminuto baño. Y una moqueta recién puesta. La razón de tanta condescendencia por parte del casero era precisamente la señora Florentin, que había vivido en aquel agujero durante diez años, y había manchado, quemado y apestado la antigua moqueta. Pero el ahumado de las paredes, y sobre todo, el olor a tabaco, no eran tan fáciles de eliminar. Por aquel entonces, ninguno de los dos fumábamos, y aquel tufo cargante se hacía insoportable. Los muros estaban amarillentos, y al tocarlos, sentías el tacto aceitoso del tabaco. La antigua inquilina había tenido colgados algunos cuadros o láminas en la pared, y sus siluetas blancas recortaban su contorno, como cuadros robados en una película. Mi amigo compró pintura y al menos, el color cambió. Pero el aroma no terminó de desaparecer.

Ése fue el comienzo del mito. No imaginamos, durante mucho tiempo, cómo habría sido la vida de aquella señora Florentin que había vivido en aquel minúsculo apartamento en la inmensidad de una ciudad alienante. Sí, París es muy bonita. Pero también es inhóspita e inhumana. Y fría.

Yo volví a casa. Mi amigo de vez en cuando me contaba historias sobre su vecino, un anciano que se asomaba al patio compartido y que a veces lo miraba a través de la ventana. Quizás buscaba a la señora Florentin. Quizás nunca pudo despedirse de ella, y seguía manteniendo la costumbre de buscarla al otro lado del patio. Fuera como fuese, aquel anciano y la señora Florentin fueron poco a poco creciendo en mi mente hasta que imaginé el cuento. Algunos recuerdos aislados de París (un chico que lloraba desconsoladamente en el Metro sin que nadie le ayudara, las miradas desenfocadas de los viandantes, el cielo plomizo) fueron el germen del mismo. La señora Florentin fue la excusa, porque esa señora Florentin no había existido.

Sin embargo, años después, la encontré metamorfoseada en Sofía, mi compañera de despacho en Ann Arbor. Era de Sevilla y llevaba seis años viviendo en Estados Unidos. Podría escribir muchísimas cosas sobre ella, pero me limitaré a decir que tenía un gato que se llamaba Monchete, le encantaba el cine mudo alemán y estaba enamorada de John Kerry, Art Garfunkel y Basil Rathbone. Leía todo lo que caía en sus manos sobre el cine de los años 20, hablaba pestes de las películas de Hollywood (cualquier época) y había desarrollado una particular misantropía. No se relacionaba con nadie del departamento. Se había ganado sonadas enemistades por la rotundez de sus opiniones y sus convicciones políticas trasnochadas. Inexplicablemente, a mí me había dado el beneficio de la duda, quizás porque había trabajado en el cine-club de UGT y había visto todas las películas de Lang, Murnau y Wiene.

Las personas que quieren a los animales más que a sus semejantes están, a mi modo de ver, más solas y faltas de afecto que los demás. Sofía no fue la primera que me dijo que su Monchete era mejor que muchas personas, y que era la única cosa que le importaba en la vida. Decir algo así muestra hasta qué punto necesitan la compañía de otros. Escudarse en la fidelidad dócil de los animales, basada en quién les da de comer, deja al descubierto graves carencias afectivas. Sofía no se llevaba bien con su hermano. No tenía comunicación alguna con España. A lo largo del curso, se enemistó con los pocos amigos que había hecho. También se enfadó conmigo a mitad del semestre cuando supo que me habían contratado para dar clases en primavera y a ella no.

Al parecer, tenía una depresión. No se lavaba. No se cambiaba de ropa. Iba descuidada y sucia. No me siento orgulloso de decirlo, pero no hice nada por ayudarla. Cuando dejó de hablarme, procuré no coincidir con ella en el despacho. La veía fumar en la puerta del edificio, y ni me saludaba. Cuando llegaba el viernes, se encerraba en su casa y no salía hasta el lunes. Veía la televisión todo el día. Monchete enfermó, y uno de los pocos amigos que le quedaban la llevó en coche al veterinario. Ni le dio las gracias. Bufó al bajarse del coche como si él tuviera la culpa. Como es lógico, él no volvió a ayudarla. Y creo que ya ni se llaman.

No sé qué habrá sido de ella. La verdad, no me he acordado de preguntarle a nadie por Sofía. Aún recuerdo que el primer día que nos vimos en el despacho me invitó a café y a unas galletas búlgaras que estaban un poco rancias. Me preguntó por mis vacaciones y se rió escandalosamente al hablar de Sevilla.

En Ann Arbor hacía más frío que en París.

martes, 4 de diciembre de 2007

La señora Florentin


La señora Florentin vivía en el número cuatro de Cité de Trévise, en un estudio de 15 metros cuadrados que integraba cocina, (oculta tras una puerta corredera), dormitorio (una simple cama detrás de un biombo) y salón (reducido a un sillón y una mesa). El aseo, afortunadamente, y el plato de ducha, ocupaban una pequeña habitación adyacente. La señora Florentin dedicada el 60% de su sueldo a pagar el alquiler de su vivienda.
La señora Florentin trabajaba de secretaria en las oficinas de las Galerías Lafayette, con lo cual tenía la suerte de vivir muy cerca de su trabajo. Trabajaba de lunes a viernes de ocho a cinco, con un descanso para comer a la una. A esa hora, la señora Florentin salía de las oficinas y almorzaba en una pequeña cafetería de la calle de Provence, donde siempre pedía sopa de cebolla y pescado. Al terminar de comer, la señora Florentin se tomaba un café y se fumaba un cigarrillo, antes de volver al trabajo. Nunca comía con nadie.
La señora Florentin no era una persona inquieta ni con demasiadas distracciones. Comía poco, no bebía, no le preocupaba vestir de una forma u otra, no leía, no le gustaba el cine ni el teatro, no le agradaba trasnochar, ni viajar tampoco. Ahorraba siempre el 20% de su sueldo, y lo que le quedaba, era suficiente para cubrir todos sus gastos, exiguos por otra parte. La señora Florentin era feliz.
Cuando llegaba a su casa después del trabajo, la señora Florentin se sentaba en su sillón y se dedicaba a observar la ciudad a través de su minúscula ventana, o lo que podía observar de ella, mientras fumaba. Le encantaba ver a la gente pasar e imaginar sus vidas y preocupaciones: era un hábito inocente que no hacía daño a nadie y que a la señora Florentin le servía de entretenimiento. Los fines de semana, la señora Florentin no hacía nada. Compraba algo en el supermercado y se quedaba allí dentro los dos días, con alguna salida ocasional para tomar un café después de comer. La señora Florentin era en realidad la señorita Florentin, pero como aparentaba más edad de la que en realidad tenía, y nunca había desmentido el tratamiento con que se dirigían a ella, para todos siempre fue la señora Florentin. Su jefe incluso le daba a veces recuerdos para su marido.
Cuando la señora Florentin murió, tardaron tres días en encontrarla. De no haber sido por su proverbial puntualidad y su seriedad, los compañeros de trabajo no se habrían alarmado, y no habrían llamado por teléfono a su casa. Pero la señora Florentin no cogía el teléfono. Así que después de dos días de insistencia, un mozo y una compañera con la que coincidía en el ascensor de las Galerías se acercaron a su casa. Fueron ellos los que descubrieron el cadáver.
La señora Florentin murió de un infarto. No sufrió en el tránsito porque dormía cuando le sobrevino el ataque. Junto a su cama había un cenicero lleno de colillas. Su seguro de vida se ocupó de todo. Ahora, la casa de la señora Florentin está vacía, a la espera de que se averigüe si existen herederos que recojan sus escasas pertenencias, una vez hecho público que no existió ni existe el señor Florentin ni similares.
Si uno entra en la casa de la señora Florentin, le llamarán la atención dos cosas: en primer lugar, el olor. Olor a tabaco rancio, a quemado, a colilla en descomposición, y que por mucho que se ventilen los 15 metros cuadrados, no termina de desaparecer. Y en segundo lugar, el color de las paredes. Algún día fueron blancas, pero los años las han cubierto con la pátina amarillenta y aceitosa del humo, el humo de los miles de cigarrillos que la señora Florentin fumó allí dentro, miles de cigarrillos que consumió mientras ella misma se consumía en cada lenta calada mirando por la ventana.

Sólo es un nombre



-Es sólo un nombre, no debes preocuparte.
-No, si yo no me preocupo, Leticia... Es sólo que... ¿de verdad crees que es una buena idea?
Ella resopló y siguió planchando.
-Mario, hemos hablado sobre esto cientos de veces.
-Ya lo sé.
-Cuando nació Hortensia yo no protesté. Querías que la niña se llamara como tu madre, y no me opuse. ¿Dije yo algo?
-No.
-Y eso que te había dicho muchas veces que no me parecía un nombre muy apropiado para una niña pequeña, que era nombre de abuela, de persona mayor.
-Sí, cariño, ya lo sé...
-No dije esta boca es mía. Acepté tu decisión y desde el primer día la niña fue "Hortensia". Sólo te puse una condición, una sola condición, ¿recuerdas?
Mario agachó la mirada, vencido por el razonamiento de su mujer.
-Sí. Que tú elegirías el nombre del siguiente.
Leticia dejó la plancha sobre la tabla y se puso en jarras, muy sonriente, disfrutando de su triunfo:
-¿Entonces?
-No sé, Leticia... No me parece un buen augurio.
-¿Un buen augurio?
-Fíjate en el caso de Hortensia, tú misma lo has dicho: es un nombre de persona mayor. ¿Y qué ha pasado con la niña? Le encanta pasarse las horas muertas haciendo encajes de bolillos. Le gusta vestirse de negro y llevar moño. Habla como una vieja. ¿Has oído las cosas que dice? "¡Cómo está la juventud!" "¡Dónde vamos a parar!" "¡Con lo bien que estábamos con nuestras pesetas!" Por favor, Hortensia, no es normal...
-Eso no es culpa de la niña, ya lo sabes. Pasa demasiado tiempo con tu madre. Claro, como le pusiste su nombre, y ella no tenía hijas, pues la mujer se ilusionó y se volcó en la nieta.
-Leticia, ¡pero si mi madre jamás ha vestido de negro! Y ella es la que está más asustada con todo esto. Por más que le dice a la niña que salga a jugar con las otras niñas, ella no le hace caso y prefiere quedarse para aprender a almidonar camisas. ¿Te parece normal? Sólo tiene seis años, y ya está hablando de comprarse una parcela en el cementerio, "por lo que pueda pasar". ¿No crees que es para preocuparse?
-Tu madre está detrás de todo esto, Mario, sólo que tú no tienes malicia ninguna y te mangonea como quiere. ¡Es ella la que tendría que ir pensando en lo que podría pasar! Acusar a la niña, qué fácil...Tu madre es quien le mete esas ideas absurdas en la cabeza.
-¡Por favor, Leticia! Si ayer mismo le escuché a tu hija decir: "¡Con lo bien que vivíamos con Franco!" ¿Se lo habrá oído a mi madre, que es más roja que la Pasionaria?
-Habrá sido cualquiera de esas viejas que van a hacer punto con tu madre, que son todas viudas de militares... Que también tu madre se junta con una gente...
-Leticia, ¿no ves lo que quiero decir con todo esto? Si te estoy dando la razón... Tú decías que Hortensia era un nombre de persona mayor, de abuela, y así ha sido: la niña ha resultado ser una vieja. ¿No te das cuenta? No es sólo un nombre... Es algo que la ha marcado, algo que la va a condicionar por el resto de su vida. Ser Hortensia no es lo mismo que ser Clara, o Laura, o Irene. ¿No comprendes? Por eso no es un buen augurio llamar al niño Luzbel, no, no, no lo es.