sábado, 23 de enero de 2010

"Donde viven los monstruos", de Spike Jonze


Existen películas que provocan una verdadera catarsis al ser contempladas (piénsese en Lars von Trier). Otras crean un enorme desasosiego y te hacen salir del cine con una desapacible sensación de horror (como ocurre con Haneke). Otras, son un producto estético que requiere una minuciosa contemplación y análisis para captarlas totalmente (caso de Antonioni). Y otras, simplemente son tristes. Muy tristes.
La sutileza es una cualidad que no abunda en el cine, y es una verdadera lástima que no sea así. Estamos demasiado acostumbrados a que nos den todo hecho, y nos cuesta poner de nuestra parte para interpretar lo que no se dice, para entender medias palabras o miradas elocuentes. Cuando en una película los sentimientos son apenas esbozados se consigue potenciarlos (el magnífico efecto de la insinuación), y "Donde habiten los monstruos" es un ejemplo de ello.
Sin entrar en interpretaciones autobiográficas de la película (¿Quién es Spike Jonze? ¿Quién es Sofia Coppola?) es evidente que existen sentimientos subterráneos entre esos monstruos desvalidos y sin un motivo para vivir a los que Max "gobernará" como rey. Los conflictos de la isla no se resuelven, únicamente el niño parece haber crecido con la experiencia y volverá a casa consciente de lo que significa una madre. Los monstruos permanecerán en la isla, con el corazón roto, viviendo una vida de subidas y bajadas emocionales donde el desenfreno de la destrucción sólo es una excusa para ahuyentar el hastío. Demasiado negro para una historia infantil.
Al igual que en "Dark City", la magnífica película de Alex Proyas, uno sale del cine con un extraño nudo en el estómago, que es mucho más angustioso que un llanto desconsolado porque no acaba de romper. Te vas con él a casa. La sombra de la historia te cubre y no deja de resonar en tus oídos la pregunta: "¿Nos mantendrás alejados de la tristeza?". Lamentablemente, ya conocemos la respuesta.

jueves, 7 de enero de 2010

Hommage


Te encantaba aquella cafetería. Desde que cruzabas su puerta recia de madera te sentías invadido por el aroma del lujo y del exceso. Cortinas gruesas de terciopelo que antes habían vestido las habitaciones del palacio arzobispal cubrían las paredes, y lámparas de cristal de bohemia pendían del techo alto y solemne. Muchos anticuarios y muchas casas de nobles empobrecidos habían sido saqueados para exacerbar aquella sensación de opulencia, para que tú aspiraras el polvo de los siglos acumulado en las mesas y en las sillas isabelinas, en los jarrones chinos, en las tablas flamencas. Sonreías imaginando la ubicación original de aquellos objetos, y una extraña satisfacción te invadía, un sentimiento de ridícula superioridad cuando en tu mente calenturienta veías las galerías exiguas, los pedestales solitarios, los lienzos de pared yermos y las caras de los propietarios y los intermediarios difuminadas por una cortina de billetes que los callaba pero no les convencía. La última claudicación del vencido era acudir a la cafetería a ver su silla, su platito de plata o su bargueño ocupando un lugar inesperado y fuera del contexto habitual. Te preguntabas a ti mismo qué pensarías si te ocurriera a ti, si un día vieras los muebles de tu casa, de tu infancia, los muebles entre los que creciste y sobre los que envejeciste, en el escaparate de una tienda o en un hotel, e inmediatamente desechabas ese pensamiento porque nunca gastarías tu dinero en objetos valiosos que sólo servirían para decorar un día una cafetería de lujo. Preferías el placer de pretender que por un momento todo el local era tuyo, y que todo giraba a tu alrededor, a tu servicio. Ese egocentrismo momentáneo era suficiente para ti.

Observabas a los clientes, sus abrigos de piel, sus zapatos italianos, sus camisas caras, sus caras de rico y sus manos de rico, sus anillos, diamantes, zafiros, esmeraldas, sus pulseras, sus collares de perlas, sus broches modernistas, sus alfileres, sus gemelos de oro. Nada escapaba a tu inspección minuciosa, y admitías que rara vez alguien se hallaba fuera de lugar, quizás sólo tú, que jugabas a pertenecer a aquel mundo con tu ropa de marcas exclusivas comprada en las rebajas y que cuidadosamente seleccionabas antes de acudir a la cafetería para no repetir modelo, porque del mismo modo que tú observabas, los demás también lo hacían, incluyendo a las camareras con cofia y delantal de encaje. Cogías ese sello antiquísimo que robaste en casa de un amigo y te lo colocabas en el anular para que todos lo vieran. Eso producía cierto respeto en el servicio, que se dirigía a ti con cabeza gacha y ojos de gacela sumisa. Cuidabas tus ademanes para fingir seguridad, y entrabas en la cafetería como si la ciudad entera te perteneciera. El murmullo de las voces, siempre débil, se acallaba aún más, y con decisión, te dirigías a la mesa, a tu mesa.

Porque a la hora de sentarte, no te apetecía permanecer en medio de aquella cargante multitud de exuberancia, circundado de aristócratas, jóvenes bronceados y de dientes perfectos y viudas con estolas de visón. Pasabas la zona de los cuadros, la sala de los espejos chinos, los pequeños reservados, y te quedabas junto a la única ventana del local, diminuta, al fondo, frente a una mesa labrada de caoba con una silla a juego. Era tu lugar preferido; desde allí controlabas toda la cafetería, y al mismo tiempo, podías ver el exterior, la puerta de servicio y las bolsas de basura, la inmundicia y los desechos, los excrementos que se acumulaban en la explanada trasera, las cajas de madera destrozadas, los cartones apilados y desechos por la lluvia, la tierra sucia, los hierbajos que crecían en la escoria, las ratas, la cucarachas, la podredumbre. Mirabas al exterior y sonreías mientras bebías lentamente tu infusión de té chino. Volvías de nuevo la vista al interior, y de nuevo sonreías. A fin de cuentas, no podías negar de dónde procedías.