lunes, 26 de abril de 2010

Everything in his right place


Hasta después de mi operación no empecé a percibir los patrones.


Creí al principio que eran una consecuencia normal de la intervención; el médico había dicho que me sentiría confuso las primeras semanas, así que atribuí al shock post-operatorio esas presencias difusas que veía a mi alrededor. Eran como piezas de puzzle tridimensionales, etéreas, transparentes, que flotaban encima de las personas. No les di más importancia y dejé que continuaran levitando.


El día que me visitó mi tía Engracia las cosas empezaron a encajar - nunca mejor dicho - porque siempre me había llevado muy mal con ella y su visita me ayudó a entenderlo. Es de las típicas personas que vienen a visitarte cuando estás convaleciente pero que lo hacen recordándote en todo momento que es una obligación para ellos y que se lo debes agradecer. Estaba dándome la tabarra con sus dolores y preocupaciones triviales, repitiéndome que lo mío no era para tanto comparado con su artrosis y sus cataratas, cuando vi que sobre ella flotaba una pieza con aristas puntiagudas y dos huecos triangulares; evadiéndome de la conversación, elevé la vista a mi propia pieza y me encontré con una pieza de contornos redondeados y tres huecos cuadrados. Lo comprendí perfectamente; nunca me había caído bien mi tía Engracia porque nuestras fichas no encajaban. Y algo me decía que el sentimiento era mutuo.


Esa tarde, cuando la tía se marchó, salí a pasear y observé la forma de las piezas que encontraba en mi paseo. Curvas, con aristas angulosas, cuadradas, esféricas, parabólicas. Infinidad de formas y oquedades, tan diferentes como cada individuo. Pasé por delante de la cafetería del barrio y entendí por qué me llevaba tan bien con la camarera, a la que todo el mundo tachaba de antipática: compartíamos una extraña irregularidad curva en uno de los lados de nuestras fichas que encajaba a la perfección. Lo mismo me pasó con el tipo del puesto de periódicos, que era proverbialmente agradable pero seco y distante conmigo: nuestras fichas eran como el día y la noche.

Valiéndome del recién adquirido super-poder, no me costó encontrar a Lucía, una chica simpática, atractiva e inteligente cuya ficha era absolutamente complementaria a la mía. Empezamos a salir, y nos iba tan bien y éramos tan felices que a los seis meses nos casamos.

Pero como existe la justicia poética y de algún modo actué de mala fe al acercarme a Lucía sabiendo que no me rechazaría, el destino se volvió contra mí. Una mañana me la encontré en la puerta de casa con una maleta y los ojos rojos de haber llorado. "Te dejo", me dijo. Y entonces me di cuenta de que su ficha había cambiado de forma y ya no encajaba con la mía.

Tan seguro había estado de la compatibilidad que no me había preocupado de analizar si los patrones cambiaban. También el mío había cambiado; se había vuelto estirado, hinchado de sí mismo, con una forma difícil de encajar.

Me quedé paralizado sin saber qué hacer. Sólo pude asomarme a la ventana y ver cómo Lucía se alejaba de mí, acompañada de un desconocido que llevaba su maleta, mientras sus fichas se fusionaban en el aire.



miércoles, 14 de abril de 2010

Canapé de boletus


Cogió un pequeño canapé de boletus y se colocó bien las gafas de sol antes de contestar:

-Por supuesto, querida, sé de lo que hablo. Yo he vivido en Londres cinco años.

Lo dijo con una autoridad y arrogancia que más bien quería decir "Londres es de mi propiedad", como si la mera presencia temporal en un cúmulo de calles y barrios innumerables condujera inevitablemente a su posesión.

-Ah, yo también he vivido en Londres - intervino una incauta que se encontraba en el pequeño grupo y que no imaginaba la repercusión de un comentario así.

La hembra alfa la miró con desdén por encima de las gafas de sol. Escaneó sus rasgos y le dio un significado antropológico a cada arruga, a cada lunar, a cada pestaña. De manera unilateral, el análisis concluyó en una presuposición: claro, aquella chiquilla había vivido también en Londres. Pero en un Londres diferente. Había trabajado de lavaplatos o haciendo camas en un hotel. Como mucho, había sido camarera. La típica estancia juvenil con la excusa de aprender inglés. Pero no había vivido en Kensington and Chelsea, y en sus días libres, se habría dedicado a emborracharse con cervezas baratas en casa de inmigrantes ilegales.

La miró de nuevo antes de sentenciarla. ¿Quién la habría invitado a la recepción del embajador? Había llegado el momento de marcar distancias con un golpe de efecto. Mordió el canapé y añadió:

-Ya. Pero yo vivía en casa del embajador.

La chica sonrió extrañada:

-Yo también, pero no me suena para nada tu cara.

La hembra alfa observó a su audiencia antes de replicar:

-¿Y qué hacías allí? ¿Trabajabas en el servicio doméstico?

La chica hizo un gesto ambiguo con las manos.

-Más o menos. Soy la hija del embajador. Y tú eres... ¿quién? No recuerdo haber oído tu nombre.

El canapé se quedó a medias sobre la mesa.