jueves, 15 de julio de 2010

La libertad


La libertad es un estado, y para mí significa poder leer y escribir. El hombre es un gran faisán del mundo, The dogs of Riga, El desierto de los Tártaros, Bilbao-New York-Bilbao, Conversaciones con Deleuze, Indignation, Los señores del límite, Años de guerra... Todos esperan a ser retomados, reiniciados o leidos tras una espera de meses. Los dos primeros ya están listos. Y a Roth he tenido que empezarlo desde el principio (fue en octubre cuando me leí las primeras 50 páginas). Nada que no se solucione en un par de horas sentado junto a la piscina.


Y la novela en curso ha arrancado de nuevo. Veremos a dónde nos lleva.


Esto sí son vacaciones...

lunes, 5 de julio de 2010

Weird memories


Llevaba años sin escuchar aquel disco. Se lo presté a alguien que nunca lo devolvió, y cada vez que lo veía en una tienda me planteaba si debía confiar en la honradez de los conocidos y esperar a que volviera a casa o si era preferible adoptar una pragmática resolución y comprarlo por segunda vez. El debate interno duraba siempre unos minutos, hasta que otro disco atraía mi atención y era él quien se venía conmigo. Así somos, nos puede más un amor nuevo, que promete mucho más de lo que ofrece, que uno antiguo que conocemos y nos ha dado satisfacción pero ya no nos puede conceder el aliciente de la novedad.

El caso es que cierto día leí un artículo en el periódico sobre el disco en cuestión, y fue como avivar las brasas de un fuego que creía apagado. Con la lectura fui recuperando el significado subjetivo de cada una de sus canciones, a las personas a las que iban asociadas y la historia privada que se escondía detrás de cada una de ellas, pues los discos de nuestra vida no se limitan a un single, sino que adquieren esa categoría particular porque cada una de sus canciones nos han acompañado en un momento especial y se han quedado grabadas en nuestro recuerdo con asombrosa individualidad.

Al terminar el artículo, los escoldos se habían transformado en un fuego devastador, y dejé el periódico abierto sobre la barra de la cafetería y la tostada a medias para correr a la tienda de discos má cercana.

Como es habitual en estas situaciones, durante meses te has encontrado con el disco en los expositores de todas las tiendas, y cuando vas a comprarlo, está agotado. Lo achaqué al artículo del periódico, que suelen tener ese efecto expansivo: escribe sobre un disco, un libro o una película, y los lectores correrán como perros de Pavlov a comprarlos. Sí, ya sé que yo también había corrido, pero en mi caso iba en busca de un viejo amor al que había abandonado en manos de otro y que no había tenido el valor de reclamar.

Recorrí varias tiendas, grandes superficies y centros comerciales con el mismo resultado. Las últimas copias habían volado a primera hora de la mañana. Soy una persona muy firme en mis decisiones (o habría que decir "mis caprichos") porque en el momento que resolví que necesitaba el disco como el aire, como internet, como mi dosis de chocolate diaria, también resolví que lo necesitaba de forma inmediata. Así que tras recorrer todas las tiendas convencionales, me dirigí a las dos o tres de segunda mano que conocía; no me gusta comprar discos manoseados por otros, pero ante la posibilidad de tener o no tener mi disco de nuevo, se imponía el mal menor: mejor mancillado que perdido para siempre.

Tuve suerte esta vez: en el segundo intento lo encontré, con su portada psicodélica en color salmón y verde y unas palmeras fluorescentes. Estaba deseando llegar a casa para escucharlo, pero mi impaciencia me llevó a abrirlo para ojear y hojear el libreto. Cual no sería mi sorpresa al descubrir que el antiguo dueño del disco tenía la misma costumbre que yo había tenido unos diez años atrás. Empezaba a estudiar inglés entonces, y subrayaba con lápiz las palabras que no entendía en las letras de las canciones. El ex-amante del disco había hecho lo mismo, y a medida que fui pasando las páginas, mi estupor fue creciendo, pues las palabras subrayadas eran las mismas que yo recordaba haber subrayado. La confirmación llegó en la última página. Tres gotas de tinta delatoras me recordaron una de mis patéticas muestras de amor: le copié la letra de la canción final del disco, una típica balada melosa, a una chica con la que salía por aquel entonces. Lo hice sobre un caro papel de carta y cometí la imprudencia de hacerlo a pluma para darle más prestancia. Pero mi dominio de las técnicas tradicionales no ha sido nunca mi fuerte, y en el proceso mi mesa, el papel y el propio libreto quedaron marcados de por vida. Tres gotitas, con una curiosa disposición triangular, que volvían a estar frente a mí tras años de ausencia.
Temblé al volver a repasar cada una de las páginas, reconociendo a mi amor perdido, no una copia o un sustituto, sino el original, el primero, el único. Tras el asombro y la epifanía vino el enfado. Pensé en mi amigo o conocido que había tenido el valor de vender mi disco. Tenía que llamarlo y maldecirlo, amenazarlo con denunciarlo. Luego mi parte racional se impuso. A lo mejor no había sido él; a lo mejor habían robado en su casa y los ladrones habían vendido los discos; a lo mejor había represtado el disco (algo por otra parte imperdonable) y había sido el segundo prestatario quien había mancillado la confianza de mi amigo o conocido. Dejé las suposiciones para otro momento, porque lo importante era que había recuperado mi disco, que había vuelto a mis brazos sano y salvo. Había llegado a casa y urgía volver a escucharlo.
Apagué las luces, encendí velas y creé el ambiente propicio para el reencuentro. Me senté en el sofá y encendí el equipo de música, preparado para reanimar las llamas.
Los sintetizadores que abrieron la primera canción me chocaron; no recordaba que el disco sonara tanto a los años ochenta. Luego fue la batería simplista y repetitiva la que me resultó extraña, y después la voz del cantante, en exceso vibrante, y lo que fue peor, la melodía. Aquella canción era nueva para mí.
Encendí las luces y comprobé que la funda coincidía con el disco, no se hubieran equivocado en la tienda al guardarlo; no había error. Miré minuciosamente el libreto otra vez. Sí, eran las letras de aquellas canciones que me había aprendido de memoria, pero la música no se ajustaba a mi recuerdo. Algo pasaba. Puse la segunda canción, y el extrañamiento se repitió. Lo mismo con la tercera, con la cuarta, con el disco entero. No podía ser. Aquél era mi disco, no había duda, pero aquellas canciones no eran las que yo había tarareado miles de veces, las que recordaba con cariño y devoción; y lo peor era que, aunque no se parecieran a la imagen que atesoraba de ellas, tampoco me gustaban. Música pasada de moda, oportunista, que había envejecido mal. Incluso la balada final, Weird memories, no era una balada sino una canción acelerada de dos minutos con un estridente estribillo que repetía:
"Weird memories
Weird memories
That's all I got from you"
"Irónico", pensé. Haces mal en fiarte del poder distorsionador del recuerdo. Borra los elementos molestos y maquilla las imperfecciones. Idealiza el pasado hasta hacerlo irreconocible. Tiñe el pelo de tu ex-novia y pone en tu boca palabras que nunca llegaste a decir. Inventa escenas y encuentros sólo imaginados. Altera completamente la realidad hasta el punto de hacerte olvidar que fuiste tú mismo quien vendió el disco en la tienda de segunda mano, cuando te hiciste grunge y dejó de gustarte el pop de la década anterior.