Cualquier persona, en algún momento de su vida, ha sentido el impulso de dejarlo todo atrás y marcharse lejos, donde nadie le conozca, a vivir una vida distinta de la que se ha ido construyendo o en la que irremediablemente ha caído a consecuencia de sus decisiones. Una gran ciudad, el extranjero, una experiencia laboral diferente, esos estudios postergados y siempre soñados, un mundo exótico. Pero tras el momento de ensoñación, todos recordamos a nuestras familias, mujeres, maridos, hijos, responsabilidades, hipotecas, deudas, planes de pensiones, contratos fijos, proyectos de vida, cuenta vivienda, trampas. Y en ese momento, parpadeamos varias veces, queriendo disipar esa posibilidad, ese espejismo. “No es posible, qué más quisiera yo… No puedo por…” Razones lógicas, justificables, racionales. Y nos olvidamos de huir.
Conozco el caso de alguien que huyó. Estuvo desaparecido durante un tiempo; su familia pensó que había muerto. Hasta que un día llamó por teléfono. Estaba en el extranjero, se encontraba bien. Sólo que no le gustaba su vida. Y todas las mañanas, al montarse en el coche camino del trabajo, le habían estado dando ganas de acelerar y desaparecer para siempre. Hasta que un día lo hizo.
De eso trata Villa Amalia. De las fugas y de la libertad. Una mujer descubre una infidelidad de su pareja, y esa circunstancia desencadena su decisión de abandonarlo todo y desaparecer. No se trata de que la protagonista (una soberbia Isabelle Huppert) no sea capaz de perdonarlo, sino que se percata de que en realidad ha estado manteniendo una vida que no le satisface y que si ha mantenido la situación era porque pensaba que él la quería.
Desaparecer no es fácil. Y lleva tiempo. Por eso Benoît Jacquot utiliza un ritmo lento para contar el progresivo abandono de Ann. Vende su piso, vende su coche, deja su prometedora carrera, cancela sus cuentas bancarias, da de baja su teléfono. Y al asistir a su liberación, nos damos cuenta de hasta qué punto estamos atrapados por los convencionalismos sociales. Estamos localizados en todo momento, fichados, listados, registrados. Hacerse invisible es complicado, y para ello, hay que renunciar a muchas cosas en el camino.
Ann inicia un largo viaje de búsqueda, y como en una película policíaca, va borrando su rastro. Se corta el pelo, cambia su modo de vestir, va eliminando las pruebas para que no quede forma de encontrarla. Y sigue avanzando, caminando entre cañaverales, árboles y montañas. Siempre de espaldas porque es una mujer sin rostro, sin identidad, que aún no sabe quién es.
La aventura con la pareja italiana tiene en ese sentido una lectura simbólica. Cuando Ann se encuentra con ambos, se destaca en seguida el personaje de Gulia. Carlo, en cambio, se desdibuja, aparece de espaldas: no se personaliza. Ella, radiante, joven, vital, atrae toda la atención del espectador y de Ann. Y cuando los tres parten a conocer la casa de Ann, Carlo sabe retirarse a tiempo porque sabe que sobra en el plano.
Ese repentino cambio de orientación sexual es una muestra más de la libertad que busca Ann, evitando los convencionalismos y las imposiciones culturales. Más que definirse heterosexual u homosexual, Ann se decanta por aceptar que en un momento determinado se pueda sentir atraída por una mujer, sin oponer ningún prejuicio a ese hecho. Sin familia, sin ataduras y no está de vacaciones, está en el estado perfecto (en palabras de Gulia). Y entramos así en el segundo debate: ¿libertad o egoísmo? ¿Libertad o soledad?
Ser completamente libre implica estar solo; y esta tesis, que ya aparecía en la mítica Azul de Kieslowski, se repite en Villa Amalia. De hecho, hay algunos guiños a la primera película de la trilogía Tres Colores: la música es importante en ambas películas, (Ann es músico y el marido de Julie era compositor), ambos personajes comparten el hábito de la natación, (que es un ejercicio muy introspectivo y solitario, que se realiza de forma individual), y ambas películas reflexionan sobre el valor de la libertad personal. En Villa Amalia, además, el papel del padre desaparecido sirve como reflejo de la propia Ann: optar por la libertad obliga a dejar cosas atrás, que se sacrifican irremediablemente. Su padre se marchó, dejando a su familia abandonada. Desde la perspectiva de Ann, fue un acto egoísta; para el padre, por el contrario, fue una necesidad. Su libertad estaba por encima de las obligaciones familiares, y así lo explica en un diálogo sobrio, cruel y breve donde destroza el ideal de familia. Ann lo escucha, y aunque le hace daño oír sus razones, tiene un último arrebato de ternura al acariciar la cara de su padre mientras el ascensor se cierra. La expresión del anciano es de una tristeza infinita: la sorpresa de un cariño inesperado.
Ann, al final de la película, vuelve a su Villa Amalia. ¿Se quedará allí para siempre? ¿Volverá a su pequeña cabaña en Bretaña? Es la incógnita que nos queda. ¿Optará por la libertad absoluta y seguirá en soledad? ¿O regresará al lado de su amigo, enfermo y falto de cariño? En la mirada del espectador está la respuesta.