lunes, 31 de enero de 2011

Puzzle


En una fiesta nocturna, ÉL y ELLA han salido al balcón a tomarse la copa de vino. Al fondo, tras la cristalera, la agitación continúa, amortiguada por la distancia.

ÉL.- (deja la copa en la baranda del balcón) Me gustan los puzzles.

ELLA.- ¿Por qué?
ÉL.- Me gusta sentarme frente a las piezas y llegar al orden. Ir poco a poco colocando las piezas y que lentamente surja la imagen. Pasar del caos al más perfecto equilibrio. Me parece maravilloso.
ELLA.- (apurando su vaso de vino) A mí no me gustan los puzzles.
ÉL.- ¿Por qué?
ELLA.- Porque son mentira, no existen. La vida no es así. Las piezas nunca encajan, no cuadra todo a la perfección. Hay huecos que se quedan sin rellenar, los límites no están definidos. No hay un orden establecido donde todo encuentre su lugar. Por eso no me gustan. Porque dan falsas esperanzas.

ELLA recoge su vaso vacío y entra a la fiesta. ÉL se queda en el balcón. Bebe de nuevo y enciende un cigarro.

jueves, 20 de enero de 2011

Defensa de "Villa Amalia"


El lunes por la noche fuimos varios compañeros del instituto a ver la película francesa Villa Amalia, que tuvo en general muy mala acogida. No gustó demasiado al grupo. A mí, en cambio, me pareció muy sugestiva. Y he prometido explicar por qué.
 
Cualquier persona, en algún momento de su vida, ha sentido el impulso de dejarlo todo atrás y marcharse lejos, donde nadie le conozca, a vivir una vida distinta de la que se ha ido construyendo o en la que irremediablemente ha caído a consecuencia de sus decisiones. Una gran ciudad, el extranjero, una experiencia laboral diferente, esos estudios postergados y siempre soñados, un mundo exótico. Pero tras el momento de ensoñación, todos recordamos a nuestras familias, mujeres, maridos, hijos, responsabilidades, hipotecas, deudas, planes de pensiones, contratos fijos, proyectos de vida, cuenta vivienda, trampas. Y en ese momento, parpadeamos varias veces, queriendo disipar esa posibilidad, ese espejismo. “No es posible, qué más quisiera yo… No puedo por…” Razones lógicas, justificables, racionales. Y nos olvidamos de huir.


Conozco el caso de alguien que huyó. Estuvo desaparecido durante un tiempo; su familia pensó que había muerto. Hasta que un día llamó por teléfono. Estaba en el extranjero, se encontraba bien. Sólo que no le gustaba su vida. Y todas las mañanas, al montarse en el coche camino del trabajo, le habían estado dando ganas de acelerar y desaparecer para siempre. Hasta que un día lo hizo.

De eso trata Villa Amalia. De las fugas y de la libertad. Una mujer descubre una infidelidad de su pareja, y esa circunstancia desencadena su decisión de abandonarlo todo y desaparecer. No se trata de que la protagonista (una soberbia Isabelle Huppert) no sea capaz de perdonarlo, sino que se percata de que en realidad ha estado manteniendo una vida que no le satisface y que si ha mantenido la situación era porque pensaba que él la quería.


Desaparecer no es fácil. Y lleva tiempo. Por eso Benoît Jacquot utiliza un ritmo lento para contar el progresivo abandono de Ann. Vende su piso, vende su coche, deja su prometedora carrera, cancela sus cuentas bancarias, da de baja su teléfono. Y al asistir a su liberación, nos damos cuenta de hasta qué punto estamos atrapados por los convencionalismos sociales. Estamos localizados en todo momento, fichados, listados, registrados. Hacerse invisible es complicado, y para ello, hay que renunciar a muchas cosas en el camino.


Ann inicia un largo viaje de búsqueda, y como en una película policíaca, va borrando su rastro. Se corta el pelo, cambia su modo de vestir, va eliminando las pruebas para que no quede forma de encontrarla. Y sigue avanzando, caminando entre cañaverales, árboles y montañas. Siempre de espaldas porque es una mujer sin rostro, sin identidad, que aún no sabe quién es.

La aventura con la pareja italiana tiene en ese sentido una lectura simbólica. Cuando Ann se encuentra con ambos, se destaca en seguida el personaje de Gulia. Carlo, en cambio, se desdibuja, aparece de espaldas: no se personaliza. Ella, radiante, joven, vital, atrae toda la atención del espectador y de Ann. Y cuando los tres parten a conocer la casa de Ann, Carlo sabe retirarse a tiempo porque sabe que sobra en el plano.

Ese repentino cambio de orientación sexual es una muestra más de la libertad que busca Ann, evitando los convencionalismos y las imposiciones culturales. Más que definirse heterosexual u homosexual, Ann se decanta por aceptar que en un momento determinado se pueda sentir atraída por una mujer, sin oponer ningún prejuicio a ese hecho. Sin familia, sin ataduras y no está de vacaciones, está en el estado perfecto (en palabras de Gulia). Y entramos así en el segundo debate: ¿libertad o egoísmo? ¿Libertad o soledad?


Ser completamente libre implica estar solo; y esta tesis, que ya aparecía en la mítica Azul de Kieslowski, se repite en Villa Amalia. De hecho, hay algunos guiños a la primera película de la trilogía Tres Colores: la música es importante en ambas películas, (Ann es músico y el marido de Julie era compositor), ambos personajes comparten el hábito de la natación, (que es un ejercicio muy introspectivo y solitario, que se realiza de forma individual), y ambas películas reflexionan sobre el valor de la libertad personal. En Villa Amalia, además, el papel del padre desaparecido sirve como reflejo de la propia Ann: optar por la libertad obliga a dejar cosas atrás, que se sacrifican irremediablemente. Su padre se marchó, dejando a su familia abandonada. Desde la perspectiva de Ann, fue un acto egoísta; para el padre, por el contrario, fue una necesidad. Su libertad estaba por encima de las obligaciones familiares, y así lo explica en un diálogo sobrio, cruel y breve donde destroza el ideal de familia. Ann lo escucha, y aunque le hace daño oír sus razones, tiene un último arrebato de ternura al acariciar la cara de su padre mientras el ascensor se cierra. La expresión del anciano es de una tristeza infinita: la sorpresa de un cariño inesperado.

Ann, al final de la película, vuelve a su Villa Amalia. ¿Se quedará allí para siempre? ¿Volverá a su pequeña cabaña en Bretaña? Es la incógnita que nos queda. ¿Optará por la libertad absoluta y seguirá en soledad? ¿O regresará al lado de su amigo, enfermo y falto de cariño? En la mirada del espectador está la respuesta.

lunes, 17 de enero de 2011

La escritura es un collage


Todo comienza con una imagen nítida, un chispazo luminoso que te inunda. Una mujer viaja en un taxi. Está llorando mientras en el exterior la lluvia dibuja raíces de agua en los cristales. El vaho empaña las ventanillas, y el taxista la mira llorar desde su retrovisor curioso. Así comienza todo, con una reflexión sobre la privacidad de los espacios cerrados, sobre la complicidad de aquellos que en momentos puntuales han acompañado nuestros momentos de claudicación: un taxista, una camarera, aquel reponedor de Carrefour. Son testigos mudos que a veces reconfortan más que los conocidos. Son figuras secundarias que tendemos a ignorar. Son las pocas personas que nos han visto llorar. 

Esta imagen aislada desaparece, se borra de repente. Pero ya tenemos el germen. No sabemos por qué, pero su historia nos atrapa. Queremos saber más. Por qué va en un taxi. Por qué llora. A dónde va. De dónde viene. Quién es. Y comenzamos a soñar.

Al día siguiente, comprando macarrones en el supermercado, después de haber repetido mentalmente la escena  varias veces, un elemento nuevo aparece, por generación espontánea. Una pistola. Una pistola dentro de su bolso. Sí, es claro y evidente, tiene que llevar una pistola en el bolso. ¿Cómo nos nos habíamos dado cuenta? Es como el violín de Sherlock, como el cigarro de Bogard. La mujer lleva una pistola. ¿Para qué? Esa es otra pregunta...

Nos pasamos un par de días un poco distraídos. Participamos en conversaciones pero no estamos en ellas; seguimos pensando en esa pistola, en su razón de ser, en el coche y su humedad, en los ojos inquisitivos del taxista en el espejo. Una mañana, al levantarnos, mientras removemos el café con los ojos pegados, lo vemos. Ella va a matar a alguien. A su marido. No, no es su marido. Es su amante. La ha dejado por otra. No, eso es demasiado vulgar. Lo va a matar por otro motivo. Hay una venganza, pero no es pasional. ¿Por qué?

Vemos la televisión, leemos el periódico, vamos al cine. Seguimos dándole vueltas al asunto. En el centro comercial, una madre pasea con su hijo de cinco años. El niño se suelta y sale corriendo, y la madre corre tras él. Un coche desprevenido frena y deja sus marcas en la calzada. La madre alcanza al niño y lo agarra por los hombros. Reprimenda, azote, y abrazo. Podría haber sido una tragedia, pero por fortuna sólo ha quedado en  aviso: ha escapado por los pelos. El drama está siempre a la vuelta de la esquina... Eso es. Se nos ilumina la escena. Su amante había matado a su hijo en un accidente. Por eso lleva la pistola. Porque quiere tomarse la justicia por su cuenta. Ha descubierto que él fue el desconocido que se dio a la fuga, dejando el cuerpo inerte de su hijo en la calzada, y debe pagar por ello. Aunque esté enamorada de él.

Todos los elementos han ido encajando. Los hemos dejado madurar, los hemos dejado contaminarse de distintas influencias, el cine, la literatura, la experiencia, las historias cotidianas, una instantánea en una esquina, una fotografía en una revista, un recuerdo, una sensación... Con piezas de distinta procedencia hemos creado el collage de nuestra escritura, que ya tenemos construido en nuestra cabeza.

Ya sólo nos queda dejarlo fluir, empezar a escribir... y soñar.

viernes, 14 de enero de 2011

Enredado en las lecturas de época

Una tesis da para mucho. Y si se comienza a profundizar, las ramificaciones bibliográficas (y no me refiero sólo a las de investigación) se convierten en una selva frondosa de lecturas infinitas. Y me veo inmerso en ella, cada vez más enredado, y con menor movilidad...

Como el autor que estoy trabajando fue novelista y dramaturgo, se hace necesario revisar la producción contemporánea de otros novelistas (Felipe Trigo, Eduardo Zamacois, Eugenio Noel, Villaespesa...) con los que mantuvo cierta amistad y que además publicaron en los mismos medios (revistas, periódicos y editoriales concretas). De ese modo se descubren semejanzas, influencias, marcas de estilo e ideología, además de conocer de manera indirecta mucho sobre el momento histórico, las costumbres y la idiosincrasia del fin de siglo.

Uno de esos autores ha sido Jacinto Octavio Picón, que luchó por los derechos de la mujer y ofrece una perspectiva muy interesante sobre el amor libre y la libertad femenina. Su obra, etiquetada de naturalista en su época, se mueve más bien en el ámbito del modernismo decimonónico. Su mejor novela es, sin duda, Dulce y sabrosa, que cuenta la historia de una seducción y su consiguiente venganza.

Lógicamente, no se le puede pedir a una novela de 1891 que contenga una tesis feminista radical, pero sorprende su propuesta para la época en que se escribió. La protagonista de la novela, Cristeta, es el personaje mejor dibujado de la obra (frente al protagonista masculino, don Juan, que se limita a actuar como mero arquetipo del seductor). El cambio que experimenta Cristeta a lo largo de la novela es resultado de una valiente reafirmación de su voluntad y un compromiso con su conciencia, y ofrece un mensaje moderno e inesperado sobre el amor libre y la importancia de la libertad personal.      

miércoles, 12 de enero de 2011

"Les Troyens", otro ejemplo más de obra maestra ignorada

Kafka sólo publicó algunos relatos en vida, Van Gogh fue reconocido sólo después de su muerte, el teatro de Valle-Inclán tardó años en considerarse una de las aportaciones fundamentales de nuestra literatura. Son algunos ejemplos tópicos de la dificultad que los artistas han tenido a lo largo de los siglos para ser considerados y aclamados. Y la ópera Les Troyens es un ejemplo más que añadir a la larga lista. 

Hector Berlioz fue un compositor francés del siglo XIX que ha pasado a la historia por su Sinfonía fantástica, que causó una gran conmoción por su orquestación, como se puede ver en la caricatura. (De hecho, las críticas a las orquestaciones sorprendentes y novedosas se han seguido repitiendo a lo largo de la historia: piénsese en Mahler o Strauss). Pero como suele ocurrir con la música clásica, su mejor obra no es la más conocida (Mozart compuso algo más que la Pequeña serenata nocturna y Beethoven no es sólo el autor de Para Elisa). De hecho, su obra más ambiciosa y en la que puso mayor empeño fue la ópera Les Troyens.  

Berlioz siempre fue un músico con grandes inquietudes literarias, y la lectura de la Eneida le impresionó siendo niño. Siempre imaginó una ópera grandiosa que contara la caída de Troya, la historia de Eneas, sus amores con Dido y la fundación del imperio romano. Y ese proyecto constituyó el germen de su obra maestra, a la que dedicó dos años de su vida. Él mismo escribió el libreto, y quedó muy satisfecho con el resultado. Las dificultades vendrían luego, cuando quiso ponerla en escena.

Berlioz luchó durante años por conseguir que el Teatro de la Ópera de París montara Les Troyens, pero sólo consiguió que el  Théâtre Lyrique, un teatro mucho más modesto, montara los actos III, IV y V. Nunca vio la representación completa de su trabajo, que sólo subió a los escenarios veintiún años después de su muerte. Hubo que esperar a 1957 para que la ópera se representara siguiendo los planes originales del compositor, sin cortes y en una sola jornada.

Lógicamente, el silencio al que fue condenada impidió que la ópera ocupara el puesto que merece dentro del repertorio, aunque las últimas décadas han servido para devolverle su lugar como una de las obras fundamentales del siglo XIX, que combina pasajes liricos e intimistas con otros épicos y corales de gran envergadura. Dejo como muestra el comienzo del acto II y el dúo de amor Nuit d'ivresse, una verdadera joya.

jueves, 6 de enero de 2011

La camarera de la reina Victoria


La reina Victoria entró en su dormitorio de improviso. Su doncella, que no la esperaba, se levantó de un salto del pequeño sillón que había en un rincón de la estancia, dejando caer al suelo el libro que había estado leyendo.
-¿Qué haces ahí sentada? - espetó la reina.
-Perdone, Majestad - respondió la chica asustada al tiempo que cogía el libro del suelo.
-Ayúdame, me han vertido un vaso de jengibre sobre el vestido. Tengo que cambiármelo y volver a la recepción.
La doncella se acercó y le ayudó a mudarse de ropa. La reina no dijo una palabra, perdida en sus pensamientos. En el domitorio sólo se oía el leve susurro de las telas de su vestido. Cuando estuvo lista, se contempló en el espejo, y dijo de pasada:
-Limpia ahora mi vestido; tal vez aún tenga arreglo. 
Se dirigía ya a la puerta cuando la doncella, de pie junto al vestido sucio y vacío como la piel de un insecto, se giró y murmuró en voz baja pero perfectamente audible:
-Preferiría no hacerlo.
La reina Victoria se detuvo, dudando de lo que había oído.
-¿Qué has dicho?
La doncella se colocó el libro ante sí, escudándose detrás de él.
-Preferiría no hacerlo.
La reina se acercó despacio a la doncella, y se quedó a escasos centímetros de su rostro. Con un gesto sutil y al mismo tiempo enérgico, le arrebató el libro sin dejar de mirarla fijamente a los ojos. Mantuvo la posición varios segundos, hasta que la chica agachó la cabeza y recogió el vestido del suelo, humillada y avergonzada. Salió de la habitación sin atreverse a levantar la vista.
Cuando se encontró a solas, la reina Victoria leyó el título del libro. Cuentos de la Piazza, de Herman Melville. Tiró el libro a la chimenea tras hojear algunas páginas.
-De estos disidentes americanos no se puede esperar nunca nada bueno.
Y salió de la habitación, camino de la recepción interrumpida por su marcha.