martes, 15 de febrero de 2011

Casa de alquiler


Mi casa está enferma. Desde hace unas semanas, le están saliendo pequeñas manchas verdosas en las paredes, especialmente en el pasillo y en uno de los dormitorios. También se está desconchando. Cuando llego por las tardes, tengo que recoger las pequeñas escamas que cubren el suelo y algunos muebles del salón.

Yo sé lo que le pasa: mi casa está triste. Está triste porque sabe que no la quiero, que lo nuestro es una relación pasajera y que no busco ningún tipo de compromiso con ella. Sólo nos vemos de lunes a viernes. El fin de semana desaparezco y la dejo sola. Ni siquiera la llamo para ver cómo está. Y de hecho, cuando vuelvo, se da cuenta de que no me apetece estar en ella. Hay cosas que no se pueden fingir.

Todo comenzó después de las vacaciones de Navidad. Estuve ausente por más de quince días, y eso debió dolerle. No me pasé a darle una vuelta, ni a abrirle las ventanas y comprobar que todo estaba bien. Pasó sola la Nochebuena, Fin de Año y el Día de Reyes. Entonces debió comenzar su dolencia. No me percaté el día 10, estaba demasiado centrado en mí mismo y en la reincorporación como para pensar en ella. Pero a lo largo de los siguientes días, las manchas empezaron a extenderse.

Sé que de nada serviría llamar al médico, porque el único tratamiento posible es inviable. Yo no tengo la culpa de que ella sienta algo por mí y que ese sentimiento no sea correspondido. Lo dejé muy claro en septiembre: yo estaría con ella hasta junio. Fue mi única promesa. A ella le pareció bien, porque la iban a dejar cerrada hasta el verano y un inquilino podía darle compañía y hacer más llevadero el curso. Lo que no imaginó fue que de nuestra unión de conveniencia pudiera surgir algo más.

Me da mucho pena de mi casa de alquiler, pero no está en mi mano complacerla. La pobre no sospecha que hay otra, una que no es de alquiler y a la que legalmente estoy unido. Los viernes me voy a ella y en su interior me siento en casa, satisfecho, en paz. En ella están mis cosas, mis recuerdos, mi vida al completo. Y cuando la dejo para volver a la de alquiler, sólo pienso en ella.

No me gusta tener que mentirle, pero viendo su estado, creo que es la mejor opción. Si lo supiera, es muy probable que los muros empezaran a llorar, que el papel de las paredes se despegara, que los cristales se quebraran. Por eso me limito a barrer los restos, a poner cara de circunstancias y a acostarme en su cama todas las noches.  

martes, 1 de febrero de 2011

Un perro andaluz (1929)


Poco más se puede decir de Un perro andaluz. Que hay que verla por lo menos una vez al año (vamos, son sólo 17 minutos. ¿Quién no tiene tiempo?). Que es necesario aceptarla sin cuestionamientos (¿Qué significa? ¿Por qué hay una mano de la que salen hormigas? ¿Por qué un hombre empuja un dos pianos con cadáveres de burros encima?). Que nos hará recordar muchas películas contemporáneas (la mano cortada es la oreja cortada del Blue velvet de Lynch). Que es una delicia y que la primera escena sigue siendo una de las más conocidas e impactantes del cine, y es clave para librarse de los prejuicios del espectador convencional. Como dijo el propio Buñuel:

"Para sumergir al espectador en un estado que permitiese la libre asociación de ideas era necesario producirle un choque traumático en el mismo comienzo del filme; por eso lo empezamos con el plano del ojo seccionado, muy eficaz".

Que no tiene significado y no hay que buscárselo. Que es un disfrute para la mente, la imaginación y la inspiración. Y por eso, y porque he retomado mi ciclo de Buñuel, dejo el link para que la veáis en youtube. Es la versión con audio que Buñuel montó en los sesenta, con Tristán e Isolda de fondo (algo que repetirá en La edad de oro y en Abismos de pasión) y tangos argentinos. Mezcla explosiva y surrealista. Como debe ser.

Aquí tenéis el link: Un perro andaluz