miércoles, 29 de junio de 2011

El tronco (VII)


Pero muy pronto surgen los roces cuando uno lleva mucho tiempo acostumbrado a vivir en soledad. Y no fue algo de lo que se me pudiera culpar a mí únicamente; también Pinocho tuvo parte de culpa. No sé si se debió a su incapacidad, a la frustración de verse impedido, o a que, al ser yo la persona que estaba a su lado, era con quien pagaba su mal genio o sus malos días.
Un día llegaba a casa y me lo encontraba chillando encima del sofá, echándome en cara que no le había dejado un vaso de agua con una pajita en la mesa auxiliar; otras veces, era yo quien lo ignoraba porque llegaba cansado del trabajo y no quería hablar con nadie, y me encerraba en mi dormitorio sin dar ni las buenas tardes.

Pero sin lugar a dudas, lo que más me molestaba era su insistencia por saber por qué dos habitaciones estaban cerradas en la casa. Por mucho que yo le dijera que estaban selladas porque no las utilizaba, él insistía:

-Pero, ¿por qué están cerradas con llave? ¿Por qué no se dejan simplemente con la puerta cerrada, como las otras que no se usan?
-Porque sí - era mi única respuesta.

Muy pronto eso se convirtió en su gran obsesión. Como había empezado el mal tiempo, ya no salíamos a pasear por las tardes. Aparte, aunque hubiera hecho sol, tampoco me habría apetecido salir con él. Así que nos quedábamos en casa, sentados cada uno en un sofá, con la televisión encendida para no tener que conversar. Yo me evadía a través de aburridos programas de cotilleo que me hacían olvidar la tensión y el malestar que teníamos en casa, y dejaba mi mente en blanco. Pinocho no tardaba en interrumpir mi paz con alguna pregunta impertinente:

-¿Y qué tienes ahí escondido bajo llave con tanto misterio? ¿No ves que yo no puedo moverme, que no puedo abrirlas?
-No tengo escondido nada.
-Eso es mentira; si no, quitarías los cerrojos.

Yo ignoraba sus comentarios, y me reprimía para no contestarle con alguna vulgaridad. Toda esa represión se trasnformaba en ira, que yo canalizaba en su cena, que siempre le servía quemada, seca o pasada, dependiendo lo que hubiera cocinado.

-El filete está como una suela de zapato.
-El próximo día vas tú al supermercado y haces la compra.
-Ojalá pudiera.
-Pues si no puedes, deja de quejarte.

Y comenzábamos una discusión llena de reproches, malas caras y cansancio que siempre acababa con Pinocho concluyendo:
-La culpa de todo la tienes tú. Esta casa llena de secretos te está agriando el carácter.  Deberías abrir todas las habitaciones selladas.

Yo no le respondía y me iba a la cama, a dormir un sueño lleno de sobresaltos, pesadillas y malestar.

lunes, 27 de junio de 2011

El tronco (VI)


Los primeros días fueron muy intensos. Conseguí una silla de ruedas para Pinocho, aunque la verdad es que tampoco podía hacer mucho uso de ella porque no tenía brazos para poder moverla. Aun así, le daba cierta sensación de autonomía que le venía muy bien.

Volver a casa y encontrar en ella una presencia amiga fue una nueva sensación para mí. Al llegar del trabajo, Pinocho me saludaba con efusividad, y lo sentaba en el mostrador de la cocina para conversar mientras preparaba el almuerzo. Luego comíamos entre risas y comentarios y dormíamos una siesta reparadora.

Por las tardes salíamos a pasear, y yo empujaba su silla mientras Pinocho me contaba su vida y las múltiples aventuras que había protagonizado. Nos gustaba mucho ir al embarcadero, donde nos sentábamos en silencio mirando el mar y dejábamos pasar las horas. Yo me fumaba un par de cigarros ante la mirada suspicaz de Pinocho, que desconfiaba del fuego, y me aconsejaba con su vocecilla aguda que dejara el vicio. Yo lo tumbaba sobre una toalla a mi lado, para que disfrutara del calorcito del sol de la tarde, tan placentero y benigno. Así llegaba el atardecer y volvíamos a casa.

Por la noche, ante un té caliente, dábamos paso a las confidencias. Yo le hablaba de mi mujer, de su forma de ser, de sus detalles, de su atractivo. Él hablaba de su padre, de su pueblo, de sus antiguos amigos... La oscuridad es siempre momento para la melancolía, y solíamos acabar callados, con un poso de tristeza sobre nuestro ánimo. Pero la compañía mutua nos hacía salir del marasmo. ¿De qué nos quejábamos? Éramos unos afortunados por tenernos el uno al otro; así que con una sonrisa en la cara (esa antigua inquilina que tanto tiempo había estado ausente de mi casa), metía a Pinocho en su cama, lo remetía bien, y me acostaba satisfecho de mí mismo y de la vida que estaba viviendo.