domingo, 23 de octubre de 2011

Sobre la enfermiza necesidad de las imágenes

Vivimos en una sociedad visual que está llevando a sus extremos más funestos la necesidad de documentar con imágenes todo lo que ocurre. Hace ya muchos años, siendo aún un niño, recuerdo que unos amigos de mis padres vinieron a casa para enseñarnos las fotos del viaje que habían hecho a Egipto. Todos conocemos ese tipo de velada: te enseñan miles de fotografías, miles de instantáneas que immortalizan el desayuno, el mercado, el niño que los acompañó, el paseo en camello, las pirámides, los carteles, los detalles graciosos, las imágenes insólitas, el crucero por el Nilo, la puesta de sol en el desierto, los museos, el aire, la luz, el aeropuerto. Durante el proceso, no dejan de repetir "Pero en la foto no sale igual; era espectacular", o "El cielo no tenía ese color, era de un azul mucho más intenso", o "Esta foto no le hace justicia", excusas todas ellas que tratan de encubrir la falta de talento fotográfico que en general tenemos. Llegaba un momento en que uno se planteaba si habían ido al viaje para disfrutar de la experiencia o para tener fotografías que enseñar a sus amigos al volver a casa, como si el viaje sólo existiera si quedaban pruebas materiales del hecho. 

Hoy en día, (y más allá de la desafortunada revolución digital, que ha hecho que las cien fotografías del viaje a Egipto se conviertan en mil por obra y gracia de las tarjetas de memoria), esa tendencia se ha llevado a límites insospechados por culpa de las redes sociales. No salimos los viernes por la noche para pasarlo bien, ver a los amigos y tomarnos unas copas. No. Salimos para hacernos fotos y colgarlas en tuenti, facebook, en nuestros blogs, videoblogs, comentar las fotos de los demás, etiquetarnos en ellas o desetiquetarnos si no nos gusta cómo salimos  de perfil (o que la gente descubra el estado comatoso al que quedamos reducidos a las tres de la mañana). La diversión ha pasado a un discreto segundo plano. Lo único importante es dejar constancia gráfica, testimonio fehaciente de nuestra presencia allí, que somos reales y estamos vivos, que lo pasamos bien, que disfrutamos como enanos, que fuimos el alma de la fiesta, y para demostrarlo, tenemos pruebas tangibles: cuenta el número de fotos en las que salimos y el número de comentarios que nos han escrito.

El corolario de todo esto es trágico e irreversible. A tal punto ha llegado nuestra dependencia de la imagen, que ya sólo creemos en ella y a través de ella. Como Santo Tomás, no basta con saber que le han robado a Scarlett Johansson unas fotos del móvil: tenemos que verlas. Si un jugador de fútbol ha insultado a otro y le ha dado un puñetazo, buscamos el vídeo en internet porque no basta con la noticia, con el testimonio referido. Necesitamos verlo con nuestros propios ojos, porque nuestras vidas requieren ese pleonasmo de información, ese exceso de estímulo sin el cual parece que el hecho no se ha producido.

Los telediarios son ejemplo de ello. El jueves nos bombardearon con la noticia de la muerte de Gadafi. Y a pesar de la advertencia acerca de la brutalidad de las imágenes, a pesar de reconocer que podía impresionar a algunos televidentes, los presentadores alegaban que era parte de una noticia relevante y que debía ser mostrada. Alguno incluso esbozó una sonrisa antes de dar paso a la fotografía. Y todos vimos su cuerpo vapuleado, su cara hinchada y ensangrentada,su mal aspecto. Luego emitieron el vídeo, el paseo en volandas, el cuerpo tirado en el suelo, los orificios de bala en su cabeza cetrina, haciéndonos pensar estúpidamente que sólo viendo la herida podíamos creer que estaba muerto. Pero lo peor estaba aún por llegar. Al día siguiente, nos mostraron el triunfalismo de los testigos, que hacían cola para sacar fotos con sus móviles junto al cadáver, como si se tratara de un momumento o de un famoso en la alfombra roja, y no del cuerpo de una persona que, más allá de su papel como dictador, tirano o como quiera considerársele, también tiene derecho a la dignidad. Y esas fotos comenzaron a alimentar, de nuevo, la vorágine de subidas en las redes sociales, los comentarios, las etiquetas, los chistes, y los "Me gusta".

¿Era realmente necesario? 

sábado, 15 de octubre de 2011

Defensa de "La piel que habito" (V)


Cuando digo que las citas culturales no son gratuitas, lo digo con conocimiento de causa. Del mismo modo que la embarazada sólo ve embarazadas por la calle, y el chico al que acaba de dejarle su novia cree encontrársela en cada rincón de la ciudad, cuando alguien se encuentra inmerso en un proceso creativo, todo lo que ve lo relaciona con su idea, descubre patrones que se repiten, modelos, referencias. Y cuanto más complejo sea el proyecto, más fácil será encontrar relaciones.

Cuando Almodóvar está preparando el guión de La piel que habito, casualmente ve una exposición de Louise Bourgeois en la Tate Modern: Vi una antológica en la Tate Modern, y detecté una conexión clarísima con lo que yo quería contar: me fijé en la escultura de una cabeza, en la que había un perfil masculino y otro femenino, con un niño en el interior. Son imágenes en las que se combinan los géneros, las edades... Evidentemente, si se integra esa referencia dentro de la historia, debe tener una función, como de hecho lo tiene: Es lo que permite sobrevivir al personaje de Vera. Imitando la obra de Bourgeois, ella consigue salir de su pozo: esculturas con dos genitales, esos muñecos que hacía con su propia ropa interior, en los que las costuras parecen puntos de sutura… El arte tiene una función salvadora.
Pero la utilización de Bourgeois no se limita a eso; Almodóvar es mucho más sutil cuando quiere (aunque muchos lo duden). En primer lugar, Bourgeois es famosa por la escultura Maman, que representa una enorme araña, de la que hay varias copias distribuidas por el mundo, incluido el Museo Guggenheim de Bilbao.

Y no olvidemos que la novela en que se basa (libremente) La piel que habito se llama Tarántula. ¿Pura casualidad? ¿Sirve de algo? No, realmente no aporta nada a la película, pero vayamos un poco más allá.

Del mismo modo que el músico que reconoce la influencia de tal disco o tal compositor a la hora de crear su último LP, o el pintor que se inspira en un clásico, u homenajea en un cuadro a otro, también la influencia de los artistas plásticos pueden hacerse notar en una película. Veamos por ejemplo algunas obras de Bourgeois.

¿Nos recuerda algo de la película? Y la siguiente escultura...


¿No remite a la primera aparición de Vera en pantalla?


Pensar que estos ejemplos son una coincidencia es ignorar todo el trabajo de integración de referencias que se esconden en La piel que habito. No se trata de citas gratuitas, como dijimos al principio, sino que la utilización de un artista, un pintor o un músico en el entresijo de una creación se debe a cuestiones mucho trascendentes que la simple pose cultureta. Almodóvar no ha dicho: uy, me gusta Louise Bourgeois, voy a ver cómo la meto en mi próxima película. No. El proceso es justamente al revés. Mientras está gestando su proyecto, el creador es receptivo a los estímulos, absorve como una esponja todo aquello que pueda relacionar con lo que está contando. Y de esa forma, "contamina" su obra, dejando marcas indudables de esa influencia.

Toda la obra de Almodóvar está llena de esas referencias culturales, incluso las películas que menos lo parecen. En Volver hay tragedia lorquiana, neorrealismo italiano, referencias a Hitchcock, a Qué he hecho yo para merecer esto!, y al valor simbólico del río, que ya aparecía en La mala educación (película con la que Volver guarda más relación de lo que parece). No podemos ignorar esta característica esencial de su cine, ese carácter onmívoro que asimila todas los referentes posibles para hacerlos propios y engarzarlos en la abigarrada estética de sus películas, en la que como decimos, nada es casual.

viernes, 14 de octubre de 2011

Lecturas de guerra


Cuando te da por algo, a veces te vuelves un poco repetitivo e insistente (qué os voy a decir...). Con mis últimas lecturas me ha ocurrido algo así. Me ha dado por la II Guerra Mundial, pero desde una perspectiva alejada de la habitual. Ni Francia, ni Alemania, ni Inglaterra, ni siquiera Rusia. Centroeuropa y los Balcanes son los protagonistas de estas dos breves novelas, no por eso menos interesantes.

Sin destino es una obra del Nobel húngaro Imre Kertész que cuenta la vida de un adolescente húngaro en varios campos de concentración alemanes. El autor utiliza su propia experiencia para construir una historia sencilla y directa donde la cotidianeidad del horror y la simplicidad con que se expone son lo más llamativo. Kertész no ofrece una visión reivindicativa ni melodramática, sino que a través de un relato realista y simple consigue transmitir el vacío de unas vidas sujetas al aburrimiento y a la espera.   

Noviembre de una capital es una novela de Ismail Kadare sobre la liberación de Tirana en 1944. Con la capital albanesa como verdadera protagonista, el enfrentamiento entre alemanes y guerrilleros comunistas sirve de fondo a un rápido repaso a la agitada historia del país, enclave de culturas que han dejado su huella en una cultura compleja donde las diferencias han sido en no pocas ocasiones motivo de conflictos internos. Kadare se vale de su característica visión legendaria para reflejar el fin de una época y el nacimiento de una nueva, tan terrorífica como la que le precedió.

Y como no podía ser de otro modo, una guerra lleva a otra guerra, y ahora estoy con Las armas y las letras. Literatura y Guerra Civil (1936-1939) de Andrés Trapiello, aunque en este caso se trata de un ensayo. Ya os contaré.