lunes, 28 de octubre de 2013

Camino del olvido


El poeta camina despacio por el paseo del Prado con pasos irregulares.

Como todas las mañanas, ha desayunado en un pequeño café cercano a su casa, en la calle Huertas. Ha pasado mala noche, recitándose versos que escribió hace mucho y que apenas recuerda. Le cuesta trabajo conciliar el sueño y recita para arrullarse a sí mismo con el sonido de las palabras. Pero las lagunas mentales, textos incompletos que buscan su conclusión, lo desvelan más que calmarlo. Hace no tantos años era capaz de repetir de memoria casi todos sus poemas (que no son pocos), y aun aquellos ajenos que lo han acompañado toda la vida. Garcilaso, el gran Lope, Espronceda, Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Núñez de Arce, Machado... Horas y horas de endecasílabos, silvas arromanzadas, liras, sonetos, romances heroicos. Pero ha perdido la mayoría. Al alba, cansado ya de los bultos de su colchón, se encierra en su biblioteca y repasa ese verso que se le ha atravesado a medianoche, ese cuarteto que había desaparecido como por ensalmo de su cabeza. Los años no perdonan.

Se detiene un momento en uno de los pocos bancos que encuentra libre en el paseo. Los museos de la zona atraen a gran cantidad de turistas y ya no es tan fácil sentarse a meditar en paz mientras pasa la gente, como hacía antes. Después del desayuno, y armado con su vieja libreta, subía y bajaba el paseo componiendo mentalmente sus versos. Cuando creía haber hallado uno, se sentaba en uno de aquellos bancos hoy repletos y tomaba notas. Se cruzaba de vez en cuando con mujeres que iban a trabajar, caballeros que lo saludaban llevándose una mano al sombrero o algún pilluelo vendiendo picadura de tabaco. Ahora el panorama ha cambiado: hay muchos niños, adolescentes estruendosos que vienen por primera vez al Prado o al Reina Sofía, autobuses cargados de extranjeros pertrechados con cámaras de fotos o esos ordenadores tan modernos que son finos como un cuaderno, grupos organizados llenos de vitalidad, visitas concertadas de jubilados que no saben cómo llenar su tiempo libre. Un galimatías de gritos y confusión que lo aturde y le impide disfrutar de la calle.

Tres niñas escandalosas que se han sentado junto a él han acabado echándolo con sus gritos y su molesta conversación. El poeta no entiende a los jóvenes. Sabe que están en la edad de la rebeldía y que todo el mundo ha tenido quince años, pero no admite que los adolescentes se hayan transformado en los nuevos dioses. Se acatan sus decisiones, hay que concederles todo lo que piden, ¡se tienen en cuenta sus opiniones! Si su padre levantara la cabeza... Aquello habría resultado una herejía hace sesenta años, cuando la correa era la única medida educativa que conocían los progenitores. Cómo cambia el mundo en unas décadas. El tiempo lo pone todo patas arriba.

El poeta sigue caminando, y dirige sus pasos hacia la cuesta de Moyano. La última vez que se pasó por las librerías de viejo encontró varios volúmenes de la colección de Clásicos Ebro que conformaban su biblioteca juvenil, y le hizo mucha ilusión recuperar algunos de ellos que se habían perdido a lo largo de años de múltiples mudanzas.  Rinconete y La ilustre fregona, El condenado por desconfiado, El Cantar del Mio Cid. La compra no llegó a los cinco euros, una verdadera ganga. Y espera repetir la experiencia con más títulos.

Algunos puestos están aún cerrados. El poeta olvida que madrugar no obliga a los demás a levantarse temprano y que es habitual en él llegar demasiado pronto a sitios donde nadie le espera. Lo escuchó una vez en una canción. Es un síntoma más de que se ha hecho viejo. "Ya formidable y espantoso suena", decía el insigne poeta. Sí, a la vuelta de la esquina le espera, pero aún puede evitarlo por un tiempo. Gracias a la lectura, a la actividad y al recuerdo.

Se acerca a uno de los primeros puestos abiertos. Tebeos antiguos y libros del Coyote. No, no es eso lo que busca. Entrecierra los ojos para fijar la vista unos metros más allá: la tienda de su viejo amigo Andrés tiene levantada su persiana, párpado ciclópeo que marca el despertar del negocio. El poeta se aproxima despacio, seguro de que allí sí encontrará lo que busca.

Un chico joven ordena libros en los expositores del fondo. No es Andrés ni tampoco su hijo. Es alguien desconocido. Ansioso, temiendo alguna desgracia, el poeta pregunta al joven:

-¿No está hoy Andrés? - pregunta a pesar de la obviedad de la respuesta, como si formularla contuviera algún hechizo mágico que pudiera traerlo de vuelta.

El chico se vuelve con cara de pocos amigos. Ojos hinchados, marcas en la cara, piel enrojecida. Se acaba de levantar y no tiene ganas de conversación.

-Han traspasado el puesto.

-¿Cuándo? Estuve aquí no hace ni un mes.

-Hace tres semanas.

-No me dijeron nada...

-Yo no sé nada, caballero. Sólo sé que ahora la tienda es mía - hizo un gesto con el hombro hacia los tenderetes del exterior, pues sus manos estaban ocupadas con libros de bolsillo- Estamos dando salida a las existencias, tenían un almacén enorme de libros y queremos deshacernos de ellos.

Ese "nosotros" no hace referencia a nadie, pues el chico acaba de decir que él es el dueño. Otro con ínfulas de grandeza. Tanto plural mayestático no es más que un síntoma de inseguridad. El poeta se vuelve hacia los libros amontonados.

-Sí, esos de allí. Écheles un vistazo, están de oferta.

El poeta, azuzado con el cebo de los libros, se olvida de preguntar por su amigo librero, por su repentina desaparición y la manera de localizarlo. Vira despacio como un buque de gran calado y encalla en la pila de volúmenes.

Comienza a repasar los títulos. Son casi todos de poesía. Editoriales minoritarias especializadas en el género, otras completamente desconocidas, nombres habituales en su juventud como Rafael Soto Vergués, Mariano Roldán, Jorge Campos o Rafael Laffón. En su tiempo fueron bastante conocidos, premios Adonais y alguno fue Premio Nacional de Poesía, si no le falla la memoria... Están a dos euros el volumen. El poeta elige tres y se acerca a una columna homogénea en tamaño y color. O son libros de la misma colección o se trata de varias copias del mismo libro. Lo más propable es que sea lo segundo: su amigo Andrés era especialista en comprar a las editoriales restos de su catálogo y luego los iba vendiendo poco a poco para dar la sensación de que se trataba de obras difíciles de encontrar. Qué tunante. O qué gran vendedor, habría que decir. 

El poeta toma el primer libro de la torre y se queda boquiabierto. Mira entonces el segundo, y el tercero, y luego el cuarto y el quinto. Sigue por el lateral, leyendo en el canto el mismo título repetido dieciséis veces, Las musas del Jarama. Abre la primera página en busca del precio, pero no hay nada escrito. Levanta una copia en el aire y pregunta al joven:

-¿Cuánto?

El chico tarda un poco en fijar la vista y responder.

-¡Ah, ese! Un euro. En el almacén hay por lo menos cien ejemplares más, no sé por qué el antiguo dueño tenía tantas copias de ese libro. ¿Lo conoce usted?

El poeta abre la solapa del libro y se encuentra con una foto en la que apenas se le reconoce. ¿Cuánto hace ya, cuarenta años? Aún tenía pelo y los ojos no se le habían hundido en las cuencas. Llevaba un jersey de cuello vuelto y unas de esas gafas de pasta negra que usaban todos los escritores de la época. Fue su segundo poemario.

-Sí, lo conozco.

El joven deja de colocar libros en los anaqueles del fondo y se acerca al tenderete exterior.

-¿Y es valioso? ¿Es un libro que puede tener demanda? - pregunta con los ojos brillantes. Al final ha despertado.

El poeta mira la portada, sobria, con un gran cuadrado irregular de color verdoso sobre el que se destaca el título con una tipografía pasada de moda. Cuando se publicó tuvo cierto éxito; las revistas especializadas lo recibieron con reseñas elogiosas donde se le auguraba un futuro prometedor. Aquel librito le abrió muchas puertas y le permitió conocer a mucha gente, amén de conseguirle un puesto en una revista literaria. Se puede decir que fue lo más cerca que estuvo de un triunfo público, pues sus libros posteriores apenas si recibieron eco en los medios.

Sonríe y le enseña el libro al tendero:

-No creo que tenga mucha demanda. ¿Conoce usted al autor?

El joven mira la portada y niega con la cabeza.

-No, no me suena. ¿Es conocido?

El poeta ríe con ironía socrática. ¿Qué podría esperar de un librero tan joven? ¿Que conozca a las viejas glorias, a los segundones, a los figurantes que sirven de relleno? No se imagina Andrés el daño que le ha hecho guardando aquellos libros tantos años.

-No demasiado. Uno del montón, como tantos - deja el volumen junto a los otros con un gesto de cansancio - Me da la impresión de que le va a costar venderlos. Está pasado de moda.

Y antes de añadir nada más, saca un billete muy bien doblado que guarda en su cartera y se lo entrega al chico.

-Me voy a llevar estos otros.

Y tras recibir su vuelta, el poeta se aleja despacio sin que nadie se preocupe por él.