sábado, 30 de agosto de 2014

Der Jasager y Tomorrow belongs to me




La colaboración entre el músico alemán Kurt Weill y el dramaturgo Bertolt Brecht no se limitó a las famosas Ópera de los tres centavos (Die Dreigroschenoper, 1928) y Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny, 1930), sino que también escribieron en colaboración otras piezas de gran valía como la cantata Réquiem berlinés (das Berliner Requiem, 1928), la comedia musical Final Feliz (Happy End, 1929) o el ballet cantado Los siete pecados capitales (Die sieben Todsünden, 1933). Entre esas piezas menos conocidas he tenido la suerte de encontrarme con una pequeña obra, de apenas media hora de duración, titulada Der Jasager (que significa "El que dice sí" o "El afirmador", y que en la colección de Teatro Completo de Brecht editada por Alianza y Cátedra se titula El consentidor). La puedes escuchar aquí.

La obra marca el fin del período de colaboración más intensa entre los dos artistas (entre 1927 y 1930) y es la última que escriben en la república de Weimar. Habrá que esperar hasta el exilio para que sus caminos vuelvan a encontrarse tres años después en París, donde se estrenará Los siete pecados capitales, broche final del tándem creativo. Muchas cosas habrán cambiado en esos tres años, como la subida de Hitler al poder y un cierto distanciamiento entre las posturas ideológicas de ambos; pero no conviene adelantar tanto...

Der Jasager está basada en una pieza de teatro nō japonés titulada Taniko. Arthur Waley la tradujo al inglés, y Elisabeth Hauptmann, que por aquel entonces era amante de Brecht, le mostró la pieza al dramaturgo. Mucho se ha escrito sobre el papel de colaboradora que Hauptmann tuvo en la obra de Brecht (tradujo gran parte de The Beggar's opera que sirvió de punto de partida para Die dreigroschenoper, colaboró también en Mahagonny y en la versión primitiva de Happy End) y aún hoy en día se discute si algunas de estas colaboraciones no fueron sino trabajos que Brecht firmó pero que escribió ella.  Fuera obra de Hauptmann o de Brecht, lo cierto es que el texto de Der Jasager sigue casi palabra por palabra la traducción inglesa hecha por Waley. 

El argumento de la pieza es muy sencillo: en el primer acto, un profesor se propone viajar a  una ciudad más allá de las montañas para buscar medicinas y médicos que puedan ayudar a curar una epidemia que asola al pueblo donde vive. Pero antes debe visitar a un alumno que hace días que no acude a clase. Al llegar a la casa, el chico le explica que su madre viuda está enferma y que no ha podido dejarla sola. La mujer lo recibe en la cama, y el profesor le cuenta sus planes de viaje. El niño se ofrece voluntario para acompañarlo; el profesor le explica que se trata de un viaje duro y peligroso y que es mejor que se quede con su madre. Pero el chico insiste: debe buscar medicinas para ella. Ante su firmeza, la madre le da permiso y el chico parte con el profesor. En el segundo acto, la expedición, formada por varios estudiantes, el profesor y el chico, se detiene antes de pasar la cresta superior de la montaña. El chico está agotado por la ascensión, y los estudiantes temen que esté enfermo. De ser así, no podrá pasar la cresta, estrecha y de difícil tránsito. El chico murmura que está cansado y el profesor le contesta con cierto desagrado que ya sabía de antemano que se trataba de un viaje muy duro. El chico empeora; los estudiantes intentan en vano cruzar la cresta llevándolo en brazos pero no lo consiguen. No pueden avanzar pero tampoco pueden quedarse allí con el chico pues deben ir en busca de las medicinas. El dilema les lleva al cumplimento de una costumbre conocida por todos: cuando alguien enferma y no puede seguir al grupo, es dejado atrás para no perjudicar a los demás. Pero antes se le plantea al enfermo una pregunta, que tradicionalmente se contesta siempre de forma afirmativa: ¿Estás de acuerdo en que te abandonemos? El chico responde que sí; los estudiantes explican que no deben dejar al chico moribundo en la montaña. La costumbre establece que hay que arrojarlo al profundo valle para darle muerte. Así lo hacen y lo cubren de piedras planas y terrones de tierra antes de seguir su camino.

Musicalmente, la obra presenta una sobriedad que contrasta con otras obras de Weill; aunque se aprecia el gusto del músico por los ritmos marcados (el coro de entrada sirve de ejemplo)  la mayor parte de la ópera se basa en el canto y en el obstinato de un instrumento que sirve de apoyo; la orquestación es muy sencilla, sustentada principalmente en el acompañamiento de piano y viento (flauta, clarinete y saxofón alto). La orquesta al completo se reserva para las intervenciones del coro y los concertantes que coinciden con los momentos más dramáticos (los finales de los dos actos). Las intervenciones del chico (papel cantado por un niño soprano) son muy emotivas por su simplicidad y lirismo; las del coro, de raigambre clásica, comentan con gran efectismo los acontecimientos (el accidentado viaje, el heroico final del chico precipitado al vacío).

La escucha de esta pequeña "ópera escolar" sobrecoge por la crueldad de su planteamiento. Las enseñanzas de origen budista que encierra (el sacrifico en favor de la comunidad, la aceptación de las costumbres como leyes inmutables, la necesidad de aplicarlas sin ningún tipo de reflexión) hacen pensar en el auge de los totalitarismos que seguirán unos años después. Brecht recibió duras críticas y por ese motivo la revisó, dulcificando su contenido (el argumento aquí resumido corresponde a la segunda versión), y  la completó con otra obra, Der Neinsager ("El que dice no") que sirve como antítesis de la anterior. Sin embargo, la segunda pieza nunca fue musicalizada por Weill.     

El asunto presenta no pocos puntos de discusión; como analiza Erika Hughes (2010), la primera polémica es la traducción del texto. Pensemos que la obra original, Taniko ("El lanzamiento al valle"), escrita en el siglo XV,  poseía un fuerte contenido religioso;  los miembros de la expedición eran peregrinos que iban camino de un templo en la montaña. La costumbre que debían seguir era un rito de purificación: ningún enfermo podía alcanzar la cima porque se trataba del dominio de los dioses, limitado únicamente a los seres puros. El peregrino que se arroja al valle realiza un acto de auto-sacrificio pues no cumple la condición necesaria. La obra concluía con la oración del resto de los peregrinos, que pedían la salvación del chico. Su plegaria era escuchada, y un Espíritu se elevaba llevando el cuerpo del muchacho, premiando su sacrificio. Este pasaje final desaparece en la traducción inglesa de Waley, que lo limita a una nota a pie de página; la intención del inglés era resaltar la crueldad de ciertas normas religiosas, tesis que contiene su versión. Cuando Brecht, a partir de la traducción de Hauptmann, escribe su propia versión de la historia, elimina de ella cualquier referencia religiosa.  Nada queda de los peregrinos, ni del templo, ni de los dioses ni  del Espíritu salvador. La Religión ha sido sustituida por la Ciencia (los médicos y las medicinas) aunque no quede clara cuál es el sustento ideológico que justifica la existencia de la costumbre. 

Esa "costumbre" se convierte en la Ley que hay que cuestionar en Der Neinsager, obra complementaria de la primera y que Brecht presenta como antítesis siguiendo la dialéctica hegeliana. La obra es idéntica a la anterior, con la única diferencia de que, cuando llega el momento de responder a la fatídica pregunta ("¿Estás de acuerdo en que te abandonemos?"), el chico responde no. Entonces los estudiantes y el profesor discuten qué hacer. El chico explica que las circunstancias han cambiado y propone seguir una nueva costumbre: reflexionar en cada situación para decidir cómo actuar según las circunstancias. Convencidos por las palabras del chico, el grupo vuelve al pueblo con el enfermo, sin importarles el escarnio o las burlas que puedan hacer de ellos al llegar. 

Brecht no presentaba esta segunda versión como la definitiva; siguiendo sus ideas marxistas, debían cuestionarse ambas posturas, tanto el sí como el no, para llegar a una síntesis final donde el juicio propio determinara cuál es la respuesta correcta. En ello además jugaba un papel fundamental su idea de "teatro didáctico". Según Brecht, el "teatro didáctico" es un método de aprendizaje perfecto, pues los estudiantes participan en la creación de la obra al tiempo que la observan. El "teatro didáctico" se basa en el ensayo, pues la representación ideal es una continua revisión del proceso, del que se aprende y con el que se sigue trabajando. Por ese motivo, del mismo modo que se cuestiona la dialéctica actuación-dirección, audiencia-actor, o lectura-representación, que se diluyen con este método, también se puede discutir la antítesis sí-no contenida en ambas piezas. Se pueden leer los diversos artículos dedicados al tema y los propios textos teóricos de Brecht dedicados al "teatro didáctico", sobre lo que no me quiero extender demasiado. Pero lo que está claro es que una cosa son las intenciones teóricas de Brecht, muy interesantes desde el punto de vista pedagógico y teatral, y otra muy distinta la percepción del público y de la crítica. Ese mismo año Brecht realizaría otra obra en colaboración, La medida (Die Massnahme), una "cantata didáctica" con música de Hanns Eisler, con quien se sentía más afín tras las desavenencias con Weill y Hindemith, con quien también había colaborado. En este caso, las críticas lanzadas a Der Jasager, que se relacionaban con la sumisión personal a las divisas comunistas, están más que justificadas: cuatro camaradas de viaje a China deben asesinar a otro compañero para cumplir su misión. La ejecución y posterior ocultamiento del cadáver (plan en el que colabora la propia víctima), ensalza la desaparición del individuo en favor de la colectividad, exaltando una de las máximas estalinistas. No toda la crítica está de acuerdo en relacionar el argumento y sentido de las dos piezas, pues según una explicación posterior de Brecht, la costumbre que se debe cuestionar en Der Jasager / Der Neinsager es el orden burgués, aunque cualquier espectador con cierto sentido crítico podría replicar que la obra puede dirigir su parábola contra todo modo de autoritarismo, sea burgués o proletario, más allá de la intención originaria de su autor.

Como decía al principio, la escucha de la obra sobrecoge por el mensaje que contiene; pensemos además que tuvo un éxito enorme, más de trescientas representaciones en los tres años siguientes en colegios e institutos (pues fue la condición que pusieron Weill y Brecht para ceder los derechos de la pieza por muy poco dinero), llevadas a cabo por grupos de escolares. Fue una pieza bien conocida por la juventud de comienzos de la década de los 30, y el mensaje de sumisión, aceptación de las normas impuestas y disolución de la identidad propia calaron en los adolescentes, como se demostró desgraciadamente unos años después.

Sin ir más lejos, al terminar de escuchar la pieza, me vino a la memoria uno de los pasajes más estremecedores del musical Cabaret, el momento en que un chico canta un himno en un merendero campestre, rodeados de familias que disfrutan del día de descanso. Lo que comienza como una espontánea muestra de alegría se convierte en una manifestación de euforia colectiva con visos de locura, ante la mirada aterrada de la única persona que no se levanta ni participa en el canto, un anciano con gafas. Puedes ver el fragmento aquí. No es difícil imaginar que ese adolescente habría podido ser aleccionado unos años antes con la representación de Der Jasager en el colegio, que no le hizo cuestionarse la ideología burguesa como pretendía Brecht sino que le hizo ver el atractivo de pertenecer al grupo y acatar sus normas sin cuestionarlas. La relación entre Der Jasager y Cabaret no es tan descabellada si pensamos que Kander y Ebb, los compositores del musical, se inspiraron en Weill y en la república de Weimar al adaptar la novela Adiós a Berlín de Isherwood de la que se extrae el argumento. 

La intención didáctica de la ópera escolar no consiguió el efecto deseado, pues aleccionó a los jóvenes alemanes en el sacrificio que muchos realizarían en la década siguiente, como el fragmento de la película refleja fielmente. La crítica debería tal vez replantearse la recepción que tuvo en su época, ya que la aparente "lección" de Der Jasager fue apoyada por grupos contrarios a la república que alimentarían la ascensión del nazismo. Sintomático es que, a pesar de su calidad musical, la obra no haya sido apenas repuesta después de 1945 y no se ha recuperado para el repertorio, como sí ha ocurrido con otras obras de Weill. Por algo será.  

domingo, 17 de agosto de 2014

jueves, 15 de mayo de 2014

Razonamiento irrefutable


PROFESOR.- El examen será el miércoles.
ALUMNA.- (zalamera) Profesor, por favor, el martes tenemos un examen de inglés muy difícil y hay que estudiar un montón, y no nos va a dar tiempo. ¿Por qué no lo pone la semana que viene?
PROFESOR.- Llevo diciendo lo del examen desde hace dos semanas. Hay que ser un poco más previsores. Cuando yo tenía vuestra edad a veces había dos o tres exámenes el mismo día y nadie se moría.
ALUMNA.- (molesta) A mí me da igual lo que hiciera cuando estaba en el instituto.
PROFESOR.- (sonriente) Y a mí me da igual tu examen de inglés. El miércoles tenemos el final y no hay discusión.

viernes, 14 de febrero de 2014

El lector de fuentes secundarias


Albert Dummkopf era un lector muy serio. La misma seriedad con que se comportaba en su vida diaria se reflejaba en su manera de vestir, sus costumbres y sus hábitos. Siempre vestía de gris o de negro, y las únicas notas de color que se permitía era el burdeos de sus gafas de pasta. Albert nunca sonreía; daba por sentado que la risa y sus variantes eran un signo de volubilidad, y por ello las rechazaba de pleno. A lo sumo, se permitía enarcar la ceja las pocas veces que emitía un comentario irónico, aunque mejor sería decir sarcástico, pues su carácter era más proclive a la censura implícita del sarcasmo (emparentado también con la soberbia) que a la liviana crítica que acompaña a la ironía, mucho más amable y humana.

Como decíamos, Albert era un hombre muy serio. No veía la televisión, leía solo las noticias políticas y económicas de los periódicos y se saltaba los ecos de sociedad, las páginas deportivas y aquellas dedicadas al ocio. Nunca se lo veía asitir a fiestas populares, celebraciones o festejos, que consideraba vulgares, de poca clase y carentes de interés. Consideraba que su intelecto estaba por encima de tales manifestaciones del sentir de la plebe, básicas y primitivas, alejadas por completo de su posición moral privilegiada, desde la cual oteaba el horizonte y negaba con la cabeza ante la inagotable estupidez humana.

Las lecturas de Albert, lógicamente, participaban de su superioridad intelectual. Jamás lo vieron leer un best seller, o una novela policíaca, o un libro de auto ayuda; todos ellos entraban dentro de la categoría de basura para su rígida estructura mental. Tampoco las memorias o biografías de personajes intrascendentes podían ocupar su valioso tiempo, así que ignoraba las oportunistas y farrulleras obras que se publicaban coicidiendo con inesperadas exequias o con una fama repentina (deportistas, cantantes, actores, famosos de tres al cuarto, miembros de la realeza, políticos), de manera que solo aquellas figuras que pasaban el severo filtro de la trascendencia podían ser objeto de una lectura por parte de Albert; así, podía leer una biografía de Napoleón o de Alejandro Magno, pero no de Vichy o Nixon; sí de Churchill o Guillermo II pero no de Merkell o Sarkozy; sí de Marie Curie pero no de Steve Jobs.

Semejante escrupolosidad se manifestaba del mismo modo en sus lecturas literarias, que seleccionaba con la precisión de un bisturí, con la particularidad de que, movido por su rígida concepción de las obligaciones, había desarrollado un complejo sistema de lecturas que intentaba demostrar la innecesaria dependencia con respecto a las fuentes primarias. Es decir, Albert no leía a Shakespeare sino lo que Harold Bloom decía de Shakespeare; no leía a Baudelaire sino lo que Sartre o Benjamin decían de Baudelaire, no leía a Hölderlin sino lo que Heidegger decía de Hölderlin. Como consecuencia de ello, siempre regaba con suculentas citas su conversación, citas que causaban la admiración de sus oyentes: "como dice Heidegger, la esencia de la poesía que instaura Hölderlin es histórica en grado supremo, porque anticipa un tiempo histórico. Pero como esencia histórica es la única esencia esencial", o "según Bourdieu, la radical originalidad de Flaubert, y lo que confiere a su obra un valor incomparable, radica en la relación que entabla, por lo menos negativamente, con la totalidad del universo literario en el que está inscrito". Después de soltar sus lapidarios comentarios, Albert, fingiendo humildad, cambiaba de tema para resaltar aún más el efecto.

De hecho, su hábito se convirtió en tendencia entre sus conocidos y entre aquellos que querían reflejan una sombra de su elegante seriedad; la lectura de fuentes secundarias se disparó en la ciudad, que empezó a interesarse por los comentarios de Gide sobre Dostoyevski, leían la tesis doctoral de Deleuze sobre Spinoza o agotaban la voluminosa edición del ensayo sobre las imágenes del mal en la literatura romántica de Mario Praz. El buen tono y la sofisticación impusieron la cita y el comentario como elementos fundamentales en cualquier conversación, elementos sin los cuales se consideraba que los interlocutores carecían de cultura y savoir faire

Lo que muchos desconocían, o mejor dicho, lo que nadie sospechaba, era que esa manía de Albert respondía a una razón muy poco sofisticada: si el adusto caballero leía tantas fuentes secundarias se debía únicamente a un simple error de interpretación. Sin la ayuda de los críticos, de los exégetas, de los comentaristas y glosadores, Albert habría sido incapaz de entender el verdadero sentido de La montaña mágica, las referencias en Ulises, la calidad de un verso de Darío, el significado profundo de los cuentos borgianos o la sutileza de Tarkovski. Solo después de leer a los otros, podía atreverse a decir: "Con ese plano Bergman quiso reflejar la quiebra del yo del personaje", o "la égloga III de Garcilaso contiene los mejores endecasílabos del Renacimiento español", o "Es imposible entender El anillo del nibelungo sin haber leído a Shopenhauer". Después de sus sesudas afirmaciones, de sus aportaciones antológicas, se internaba en nuevos territorios, nuevos temas completamente diferentes, para evitar posibles confrontaciones dialécticas que serían imposible defender por su parte. Esa evasiva actitud, que muchos tomaban por modestia, ocultaba su ausencia de juicio y su absoluta carencia de gusto. Cuando volvía a casa, se encerraba durante horas en su gabinete, rodeado de nuevos volúmenes de crítica, mientras las obras completas de Rimbaud o los sonetos de John Donne languidecían cubiertos de polvo dentro de la librería acristalada.

miércoles, 5 de febrero de 2014

"Una lectora nada común" de Alan Bennett


Había visto este libro varias veces en las librerías, reseñado en algunas revistas, pero nunca me había tomado la molestia de hojearlo; de haberlo hecho antes, es muy posible que hubiera escrito esta humilde crítica mucho antes, pues ha sido coger el libro y no soltarlo hasta terminar sus escasas cien páginas, pues desde la primera, donde la pequeña conversación sobre Genet y el primer ministro francés establece el tono de toda la obra, la historia atrapa con su ingeniosa suposición: ¿qué pasaría si la Reina de Inglaterra se convirtiera en la lectora voraz pasados los setenta años?

El día que los perros de su Majestad se escapan al jardín coincide con la llegada al Palacio de la Biblioteca Ambulante de Buckingham, que visita el recinto todos los miércoles, lo que provoca la inesperada visita de la Reina al vehículo. Lo que comienza siendo una trivial anécdota acaba transformándose en una naciente pasión por la lectura, en la que será guiada por un joven miembro del servicio, Norman, un chico desgarbado y poco atractivo, que pasará de las cocinas a la antecámara de la Reina, ocupando una posición incómoda dentro del rígido statu quo del protocolo palaciego.

Esta pequeña fábula de Bennett (fábula en su sentido más narratológico del término) es una nouvelle con un gran sentido del humor que tras su aparente simplicidad esconde una reflexión muy inteligente sobre los hábitos lectores, la evolución y transformación de nuestras lecturas a medida que maduramos y la consecuencia lógica de todo proceso receptivo: la formulación de una respuesta. 

Más allá de los chistes literarios que contiene (irónicos y sutiles en algunos casos, como el destino de los libros - autores - en manos de los perros) el libro también es una invitación a la lectura, hábito (o vicio) para el que nunca se es demasiado mayor, como nos testimonia la propia Reina; aunque la historia no sea más que una ficción (proverbial es la indiferencia de la Reina de Inglaterra por los libros, a no ser que sean sobre caballos) Bennett ha construido un artefacto (como él mismo define a la literatura en la obra) muy efectivo, un cuento entretenido e iluminador sobre el poder de la "república de las letras", mundo mucho más libre y democrático que el encorsetado y rígido de la Monarquía del que la protagonista acabará desvinculándose. ¿Y cómo? Para eso será necesario leer el libro...

jueves, 9 de enero de 2014

"Todo lo que era sólido" de Antonio Muñoz Molina y "En la orilla" de Rafael Chirbes


                   

El último libro de Muñoz Molina es un texto que hay que asimilar despacio, como un guiso espeso que requiere una larga digestión. De hecho, he esperado unas semanas (o meses) antes de escribir sobre él, porque necesitaba reposar toda la información recibida.

La crítica ha alabado la sinceridad del escritor, destacando la autocrítica que incluye (que es un valor ausente en la mayoría de nuestros intelectuales) y su neutralidad, pues Muñoz Molina no se casa con nadie: ni con los comunistas de su juventud, ni con los socialistas de los ochenta, ni con la derecha y la izquierda actual, tan desdibujadas. Quizás se echa también de menos una reflexión sobre su papel al frente del Instituto Cervantes neoyorquino, teniendo en cuenta que es historiador y nunca ha ejercido de profesor de lengua, pero tampoco ese es el tema del libro. Su visión desengañada de lo que somos los españoles, y el tan traído tópico de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades articulan un examen de conciencia exhaustivo, minucioso y que deja muy mal sabor de boca, como un plato muy amargo que insiste en repetirse. De hecho, mientras lo leía, muchas noches me iba a la cama con una sensación de impotencia difícil de disipar. La falta de responsabilidad de nuestros políticos, el inexistente sentido cívico que nos caracteriza y la cutrez que preside la mayor parte de nuestra historia reciente transita por el libro reflejando un panorama un tanto desolador.

Algo parecido me está ocurriendo con En la orilla, la nueva novela de Rafael Chirbes, que no había publicado ninguna desde la elogiada Crematorio que ganó el Premio Nacional y se convirtió en una serie de televisión de gran éxito. Me queda poco para terminarla, pero de nuevo se trata de un plato fuerte, un guiso castellano (a pesar de desarrollarse en Levante) con mucha carne, tocino y condimentos, denso y espeso donde la cuchara se clava y no se hunde. El estilo recargado de Chirbes invita a la meditación: con sus frases largas e hipnóticas lo mismo explica en un par de páginas el sentido de la vejez y la decadencia del cuerpo que la acompaña como se detiene a analizar de que manera la corrupción se puede  extender a campos tan dispares como las revistas vinícolas o el mundo de los grandes chefs. A través de un largo monólogo con forma de discurso indirecto libre, Esteban, el narrador, establece distintas conversaciones con los personajes de su vida, sus amigos, su padre impedido, la inmigrante que lo cuida, la amante que lo abandonó, los trabajadores de su carpintería, sus compañeros de los juegos de carta que ocupan sus tardes. La muerte que planea desde el arranque de la historia (un marroquí encuentra unos cadáveres descomponiéndose en las marismas, muertes que se explican en la larga analepsis que constituye el grueso de la novela), es una amenaza constante que nos recuerda el inevitable fin del ser humano a través del desolado ajuste de cuentas que Chirbes hace con nuestros años de "milagro económico" y euforia desmedida. Una lectura amarga, dura, que ofrece un panorama  oscuro de nuestro presente. Un ejercicio necesario de contrición y, por qué no, de catarsis colectiva. Un libro que hay que leer aunque cueste hacerlo, del mismo modo que cuesta reconocer los errores cometidos.