domingo, 5 de febrero de 2017

"Helada" y yo



Conocí a Thomas Bernhard a través de Ricardo Piglia, en uno de esos clásicos trasvases de escritores que te conducen a otros escritores. El curso de doctorado sobre el autor argentino me llevó a leer Respiración artificial, y la búsqueda de sus fuentes estilísticas (el discurso diferido del militar, en un claro homenaje a los diálogos-monólogos del austriaco) me llevó a leer Trastorno, lectura que me impresionó por el estilo dialógico denso y de una intensidad no apta para todos los gustos. 

Años después me compré Helada y fue uno de los libros que vinieron conmigo a San Roque, mi primer destino como profesor en mi año en prácticas. Lo más curioso fue que empecé su lectura después de Navidad, en el momento en que el invierno se volvía más crudo, y el frío y la humedad del pueblo (y de la casa donde vivía) se hacían más patentes. Me hizo gracia descubrir que el libro empieza hablando del período en prácticas en que se encuentra el protagonista, que se traslada a un pequeño pueblo situado en un valle rodeado de minas e industrias muy contaminantes. Las concomitancias con mi propia situación no acababan ahí: en el libro se describían las dolencias que los habitantes de la zona sufrían a consecuencia de la contaminación ambiental, algo que también se producía en San Roque. Varios compañeros que llevaban años trabajando allí me explicaron que todos los recién llegados experimentaban en un momento u otro una crisis provocada por el entorno, que en unos casos duraba días, en otros semanas, y en los más desafortunados, hasta que abandonaban el pueblo. Yo me lo tomé a broma, pero cuando empecé a leer el libro, comencé a sufrir una tos que no me abandonaba y dolores de cabeza, y un frío que no conseguía disipar ni con edredones ni con sábanas de franela.

Empecé a sentir que existía cierta relación entre mi situación y el tétrico valle donde se encontraba Weng, el pueblo de la novela. Un poco mosqueado, decidí abandonar la lectura (algo insólito en mí, que siempre termino los libros que empiezo). A los pocos días me recuperé y decidí no volver a Helada.

Han pasado seis años desde entonces y este enero, cargado de propósitos (como todos los eneros), traía este libro bajo el brazo. De momento no me siento mal (más allá de la sinusitis que me acompaña desde hace meses pero de la que no puedo culpar a Thomas Bernhard), y estoy a punto de rebasar el punto donde abandoné la lectura entonces. Ya os contaré, pero parece que la maldición ha desaparecido. Quizás me falte el estar en prácticas y el olor a refinería. Quién sabe.