Habíamos dado la tarde
libre a los chicos, un par de horas por el centro para que hicieran
compras en los tenderetes de la Piazza dei Pitti o en los alrededores
del Ponte Vecchio. En Roma no nos habíamos atrevido a hacerlo, pero
las dimensiones de Florencia y su relativa seguridad permitían una
mayor libertad. Además, la concentración del centro y su principal
atractivo para ellos, las tiendas de recuerdos presentes en cada
esquina, ejercían una atracción casi magnética sobre nuestros
estudiantes, que no podían dejar pasar ni una sin olisquear dentro.
Sus incursiones les permitían ejercer una habilidad que muchos de
ellos acababan de descubrir: el poder orgiástico del regateo, que
les llevaba a comprar cosas que ni querían por el simple reto de
bajar su precio.
Y para disfrutar con
tranquilidad de cada tiendecita y de cada puesto, los alumnos
necesitaban tiempo suficiente; así que cuando les propusimos
encontrarnos a las seis y media en la puerta del Duomo, no esperaron
a que termináramos la retahíla de recomendaciones y consejos que
les soltábamos a cada paso, y salieron corriendo a comprar imanes,
postales y camisetas de recuerdo. Nos quedamos solos los cuatro,
Carmen, Inma, Pepe y yo, y decidimos que nos pasearíamos
tranquilamente por las calles menos turísticas, admirando la
arquitectura y los palacios que se escondían en cada recodo de la
ciudad.
Carmen nos llevó a
contemplar en la Via della Vigna Nuova el palacio Rucellai, diseñado
por Alberti y que había servido de modelo al resto de palacios del
quattrocento de la ciudad, aunque ninguno había logrado
superar su elegancia y equilibrio; hicimos multitud de fotografías,
aunque ninguna conseguía reflejar la perfección del edificio, su
sutil adecuación al espacio y la bella simplicidad de su diseño,
nada que ver con la grandiosidad suntuosa del Palazzo Pitti o del
Palazzo Medici Riccardi.
Callejeamos por los
alrededores, recorrimos callejones estrechos que se abrían a vías
peatonales con tiendas de diseñadores de moda, librerías de viejo y
hoteles de lujo. Dimos entonces con una iglesia al doblar una
esquina, con una escalinata de mármol en la entrada y una fachada de
piedra cuyo tonalidad contrastaba con las esculturas de mármol que
adornaban su fachada. Siguiendo nuestra tendencia durante el viaje a
entrar en todo espacio que fuera gratis (premisa esencial cuando se
viaja con estudiantes, que se niegan a pagar por algo que consideran
un castigo), atravesamos el dintel de la iglesia, que se llamaba San
Gaetano.
Por un segundo la
oscuridad nos aturdió. Las recias puertas de madera no dejaban pasar
la luz, y la escasa iluminación natural provenía de unas ventanas
en la galería alta de la iglesia. El rosetón del altar mayor
parecía cegado, pues ninguna claridad entraba en las naves a través
de él. Prueba de ello eran varias velas que estaban encendidas para
permitir ver en el interior; la pintura gris de las paredes tampoco
ayudaba, y la penumbra cayó sobre nosotros haciéndonos creer que
resultaba más densa de lo que en realidad era. A ello contribuía el
incienso que inundaba el templo, con su humareda voluminosa y
blanquecina que flotaba en el aire con una densidad fantasmagórica. El contraste con la
algarabía del exterior era notable, y también el cambio de
temperatura.
En un primer momento
creímos que se estaba celebrando misa por el murmullo de voces que
resonaba, y yo di un paso atrás, dispuesto a franquear la puerta de
nuevo por respeto a la celebración, pero poco a poco, a medida que
nuestros ojos se acostumbraron al cambio de luz, comprobamos que se
trataba del rezo de rosario, que una monja sentada en el primer banco
se encargaba de llevar; así que permanecimos dentro. Había dos o
tres monjas sentadas en posiciones equidistantes de la bancada, y
también entonces, tras unos segundos de aclimatación, reconocimos
otra silueta en la capilla lateral de la derecha. Una novicia,
reconocible por la toca blanca, rezaba de espaldas ante una Virgen
sonrosada que por cantidad de ramos que se desplegaban a su alrededor
debía contar con el fervor del barrio.
El tono de voz de la
monja, al contrario de la habitual monotonía salmódica del rosario
a la que estábamos acostumbrados, sonaba acelerado, bronco y un
tanto agresivo. En lugar de rezar, la monja parecía estar
recriminando a todos los presentes sus pecados. Las demás apenas
respondían con un susurro, como si se sintieran cohibidas por la
furia de la monja. Fue entonces cuando reconocí a una sexta monja,
que hasta ese momento había estado camuflada entre los tonos
grisáceos de las paredes, petrificada en un lateral de la iglesia a
modo de columna. Cuando empezó a moverse por el pasillo en dirección
a nosotros, algo inusual en su forma de moverse llamó nuestra
atención, aunque no supimos muy bien qué. Como nos había ocurrido
desde que habíamos entrado en la iglesia, nada se manifestaba con
claridad hasta que no pasaban unos instantes, y te acostumbrabas a
unos estímulos que no eran los esperados. En esta ocasión ocurrió
igual. No fue hasta que la monja había avanzado la mitad de la
distancia que nos separaba que nos dimos cuenta de que no caminaba.
Es decir, no se apreciaba el movimiento alternativo de sus piernas
debajo de su habito, sino que éste se mantenía rígido hacia
abajo, con una leve oscilación hacia atrás producto del
desplazamiento de la monja hacia delante, como si se deslizara sobre
el suelo en lugar de andar. No se asomaban tampoco unas zapatillas al
borde del suelo de manera acompasada como cabría esperar, sino que
el avance de la mujer, constante e imperturbable como el primer motor
inmóvil, la hacía parecer un autómata en lugar de una persona. Mi
impulso repentino fue dar la vuelta y salir de la iglesia, pues en el
acercamiento de la religiosa había algo perturbador y agresivo. Miré
a Carmen, a Inma y a Pepe, y por su expresión comprendí que estaban
de acuerdo conmigo. Habíamos interrumpido algo con nuestra entrada
intempestiva, hecho que había molestado en cierto modo a la
congregación. La monja seguía su avance impertérrito por el
pasillo y desde la penumbra de su cofia sus ojos parecían
amenazarnos.
Sin embargo, la mujer se
detuvo a escasos metros de nosotros, a la altura de la novicia que
rezaba delante de la Virgen. Al llegar allí se colocó a su lado y
musitó una palabras mirándonos. La otra salió de su recogimiento y
frunció el ceño, contrariada por algo.
El tono de voz de la
monja que gritaba el rosario subió aún más (si aquello era
posible), y empezó a confundirse con el aullido de un animal
congregando a la manada. El efluvio del incienso, que seguíamos sin
saber de dónde procedía, aumentó su caudal y se volvió más
denso, y lo vimos deslizarse por el suelo de mármol hacia nosotros.
De forma instintiva retrocedimos para que el humo no nos alcanzara y
nuestras espaldas chocaron con la puerta de entrada. Giramos el pomo
de la puerta inútilmente y la empujamos en vano, en un intento
desesperado por salir de allí. Del atrio habían surgido más
hermanas que habían permanecido ocultas hasta entonces o que
acababan de entrar por otro acceso desconocido. El ensordecedor grito
del rosario se hacía más y más violento y vimos que la monja que
se movía se caminar se dirigía directa a nosotros. Cuando estuvo a
escasos centímetros de nosotros se detuvo. Y sonrió...