Así que no les quedó
más remedio que vender la antigua casa familiar.
La noticia fue recibida
por todos con una callada hostilidad que se fue haciendo más y más
notoria a medida que se evidenciaba que el silencio era la única
respuesta posible. Su madre daba vueltas a uno de sus anillos con la
barbilla levantada, su padre los miraba a todos y su tía, que agachó
la cabeza en un primer momento, fue la primera en atreverse a musitar
a su hermano:
-Menos mal que mamá ya
no está aquí para ver esto.
Su madre no dijo nada,
pero Nadja sabía que en el fondo culpaba a su marido. Los miró a
los dos. Él buscaba ansioso cierto apoyo en alguna de las tres
mujeres sentadas a la mesa y ella seguía concentrada en su anillo,
evitando volverse hacia él porque sería incapaz de ocultar la
recriminación que afloraría en el momento que él intentara de
alguna manera justificar su actuación: sus inversiones bursátiles
arriesgadas, la premura por recuperar las pérdidas del año
anterior, la frenética actividad económica en un momento en que se
aconsejaba prudencia y contención, la arrogante negativa a aceptar
consejos de nadie, la terca insistencia en arriesgarlo todo para
finalmente quedarse sin nada. Podrían haber vendido la casa del
lago, prescindido de dos o tres de los coches y acostumbrado a un
ritmo de vida más austero. Menos viajes, menos gastos, menos comidas
multitudinarias, menos cuentas abiertas en boutiques y sastrerías.
Pero su padre no podía permitirlo. Era un insulto a su apellido, a
su labor como consultor, a su hombría. Una humillación pública
inconcebible. Pero por evitar una salida digna en el momento idóneo
no habían salvado nada de la quema y ahora se enfrentaban a la
bancarrota sin paliativos. Tenían que prescindir de parte del
servicio, abandonar el club de campo y vender la gran casa familiar,
el orgullo de tres generaciones. La hombría de su padre estaba ahora
debajo del felpudo.
Nadja no tenía nada que
decir al respecto; era pragmática en extremo. Vender la gran casa
que había pertenecido a la familia de su padre desde comienzos del
siglo pasado se presentaba como la solución más lógica para
escapar del descalabro absoluto. Recibirían varios millones por
ella, saldarían todas las deudas y se trasladarían a una nueva
residencia, más humilde pero decorosa, en un barrio más asequible,
quizás en las afueras. Dejarían de ser ricos (al menos tan
ricos) y solo perderían la casa con el cambio de estatus. Aparte de
la dignidad, por supuesto.
Su madre parecía más
afectada. A pesar de que no se trataba de la casa de su infancia
(como sí le sucedía a los restantes integrantes de la familia, que
habían vivido en ella desde que nacieron), ni de la residencia de su
familia desde hacía más de cien años, su madre la había asumido
como propia desde el momento en que se había convertido en la suya
al casarse, y la había cuidado, mimado, reparado y atendido con el
mismo primor y entusiasmo con que se había dedicado a su hija, a su
marido y a toda su familia política, de la que ya solo sobrevivía
su cuñada Anna. También esta se mostraba ofendida por las toscas
intrigas de su hermano, que habían llevado el antiguo esplendor de
la familia a aquella claudicación ominosa. En el silencio pesado que
se había apoderado del comedor, su frase había quedado flotando en
el aire y creciendo cada vez más hasta ocupar todo el espacio,
repitiéndose maquinalmente en la cabeza de los presentes, hasta que
Anna apostilló con una coda aún más hiriente:
-Ni papá tampoco,
Walter. Le habría dado un infarto.
Los acontecimientos
siguieron su curso. Apareció un comprador interesado que aceptó el
precio propuesto y en tres semanas la casa había sido vendida y
sustituida por otra más pequeña en las afueras. La mudanza se
realizó deprisa, sin apenas tiempo para reflexionar ni lamentarse.
La madre fue quien peor lo pasó; más que por la casa, a causa del
jardín, del que había hecho su santuario. Siempre había tenido
mano con las plantas y pasaba las horas muertas cuidando de los
rosales, plantando flores de temporada, podando los espinos blancos o
las hierbas aromáticas, regando el pequeño huertecillo de frutos
rojos que había instalado en un rincón junto a la fuente. “Un
jardín es fruto de la paciencia y la constancia”, repetía su
madre a menudo, y su trabajo lo constataba. No bastaba con plantar
una semilla: había que regarla, verla crecer, arrancarle las malas
hierbas, podarla para que creciera fuerte y protegerla de las
heladas. Quizás por ese motivo su madre estaba tan afectada. Más
allá del apego que pudiera haber tenido por aquellas habitaciones de
techos altos que había ido redecorando con tanto mimo a lo largo de
los años, y por todos los muebles, adornos y cuadros que las habían
vestido (objetos que se habían marchado con ellos a su nuevo
alojamiento), lo que más sentía su madre como pérdida era la
privación del jardín. Cierto que la nueva casa poseía un pequeño
jardín en la parte trasera que resultaba mínimo en comparación con
el que habían abandonado, pero que al menos le permitiría seguir
ejerciendo su afición. Era un nuevo comienzo, un jardín por crear
que abría grandes expectativas. Nadja, con toda su buena voluntad,
le regaló unos bulbos de una variedad de narcisos que habían ganado
un concurso internacional, pero su madre no se mostró muy
entusiasmada con el proyecto.
No fue hasta unos meses
después que Nadja comprendió el verdadero alcance de la pérdida.
Najda había tenido que
acudir a su antiguo barrio por motivos de trabajo, y acabó pasando
por delante de la casa. Recorrer la acera exterior a la casa era algo
nuevo para ella, pues cuando vivían en ella, normalmente salían y
entraban en coche y no pisaban la calle. El robusto muro que protegía
el jardín no dejaba ver la casa, ni los ventanales de cristal que se
abrían en aquella fachada del edificio. Nadja acarició la verdina
que crecía en el muro, oculta tras la hiedra que caía en cascadas
desde la parte superior. Recordó por un momento que la hiedra no
había estado allí siempre; su madre la plantó hacía más de
quince años para “vestir un poco el muro”, según sus propias
palabras, que ofrecía una inhóspita apariencia con su frialdad de
piedra. Era cierto: antes de la decisiva intervención de su madre,
el muro, principal tarjeta de presentación de la casa y de la
familia (dado que el edificio solo se podía entrever desde las rejas
italianas del portón de entrada), desalentaba con su desagradable
contundencia cualquier intento de acercamiento. Su rotunda presencia
los mantenía alejados de las miradas curiosas de los extraños, pero
también ofrecía una imagen distante y altanera de la familia, que
evitaba con aquel telón granítico el contacto con los demás. Y
ellos eran más humanos, más cálidos, más cercanos que esa muralla
aplastante sobre la que no crecía ni un ápice de vida. Su madre le
dio humanidad al muro por medio de la hiedra, y por extensión, a
toda la casa.
Una lagartija salió
corriendo al mover Nadja la rama donde se escondía y ella siguió su
desplazamiento gracias al movimiento de las hojas por donde pasaba.
Sí, una muestra más de vida. Pero la hiedra no había sido la única
producida por su madre. Por encima del muro verdecido la copa de un
sauce asomaba sus crestas despeinadas como la cabeza de una niña
recién levantada. Exacto, recién levantada. La comparación era
justa, su madre la usaba a veces cuando Nadja bajaba a desayunar sin
haberse peinado: “te pareces a tu sauce”. Porque aquel era su
sauce, lo habían plantado el día que nació. Tenía la misma edad
que ella, y su madre se encargaba de repetírselo cuando estaban
sentadas en el jardín frente a él.
-Ese sauce lo plantamos
cuando naciste tú, y como te pasa a ti, cada año está más grande
y más frondoso; lo tendrás toda la vida a tu lado si lo cuidas y no
lo dejas enfermar. Cuando seas muy mayor, podrás descansar a su
sombra y acariciar esas ramas, que tendrán tu edad.
Durante su adolescencia
había sido muy sensible a esa relación, y le arrancaba las hojas
secas y preguntaba a su madre si había llegado el momento de la
poda. De alguna manera, había conseguido transmitirle su amor por la
naturaleza y la jardinería, aunque en los últimos años estuviera
aletargado. Seguía latente, a la espera de que llegara el momento de
renacer.
Y fue entonces cuando
comprendió todo el dolor de su madre. Un jardín es fruto de la
paciencia y de la constancia, y aunque en el nuevo pudiera recuperar
su afición, había dejado atrás su trabajo de toda una vida, un
terreno que había moldeado hasta adquirir su apariencia actual,
árboles y arbustos que habían tardado años en crecer, esquejes que
no habían arraigado y que habían sido sustituidos por otros que en
un principio no se había planteado pero que habían resultado ser
los adecuados, combinaciones de colores en las plantas, gradaciones
de tonos que había ido probando temporada tras temporada hasta
alcanzar la configuración buscada. Un nuevo comienzo no le
permitiría repetir todo aquello, pues no podía recuperar todo lo
vivido. Atrás quedaban las hortensias de Anna, los rosales que había
plantado la abuela y que su madre se había encargado de mantener,
los setos de boj que rodeaban el banco preferido de su padre, su
sauce despeinado. Un sauce bajo el que ya no se sentaría jamás.
Sintió la pérdida
entonces, como quien recuerda que se ha dejado un objeto querido en
un hotel tras un largo viaje, consciente de la incapacidad de
recuperarlo. Se había dejado atrás su sauce al hacer su equipaje.
Las ramas del árbol, movidas por el viento, ondulaban por encima del
muro, y Nadja las miraba con los ojos húmedos por primera vez desde
que vendieron la casa. Las hojas brillaban con cada nuevo movimiento,
y su color resplandecía y contrastaba con el de la hiedra que se
interponía entre ellos. Del color de las uvas, del color de la
hierba del vecino.
Verde.
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