Me dio mucha lástima de Pinocho, y no sabía de qué manera animarlo. Si tal y como decía, no había forma de recuperar sus brazos ni sus piernas, era evidente que su problema era de envergadura. Sólo se me ocurría una solución, pero preferí saber qué pensaba él:
-¿Y qué vas a hacer ahora?
-No lo sé. No tiene sentido que vuelva a mi casa. Sin Geppetto, no puedo valerme por mí mismo.
-¿No tienes familia ni amigos?
-No. Tenía un amigo, pero se convirtió en burro. Estoy solo en el mundo.
Miré a Pinocho, y contemplé por unos instantes mi casa vacía. Desde que mi mujer murió, la casa se había quedado muy grande para mí. Había varias habitaciones sin usar, incluyendo aquellas selladas. En la casa podían vivir cinco o seis personas perfectamente; había tres cuartos de baño, un aseo y una amplia cocina. Sabía que se trataba de una gran responsabilidad, pero no me importó plantearlo, porque veía que Pinocho necesitaba un amigo.
-Pinocho, ¿te gustaría quedarte a vivir conmigo?
Los ojillos diminutos de Pinocho se abrieron todo lo que los dos pequeños agujeros negros daban de sí, y su voz, alegre y risueña, exclamó llena de entusiasmo:
-¡Me encantaría quedarme a vivir en esta casa! Es preciosa, y muy luminosa... Además, y eso es lo más importante, tú eres una persona muy amable y atenta. ¡Sería genial vivir aquí en tu compañía!
La energía de Pinocho me contagió. Daba gusto compartir la mañana con alguien que hablaba, opinaba y se exaltaba con tanta facilidad. Hacía tanto tiempo que nadie me hacía sentir bien que me sorprendí al notar como poco a poco mis labios se curvaban, mis mejillas se levantaban y sentía una pequeña tensión en los músculos de la cara: estaba sonriendo.
En ese momento Pinocho me preguntó algo que mi falta de habilidades sociales había pasado por alto:
-Por cierto, ¿cómo te llamas?
Se notaba que llevaba solo mucho tiempo, porque hasta había olvidado presentarme adecuadamente. Remedié el despiste respondiendo al instante:
-Me llamo Barba Azul. Barba Azul Kekszakallu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario