martes, 5 de febrero de 2008

Crónica de la desolación



El molinillo eléctrico estaba vacío. La noche anterior, los noctámbulos de últimas hora, búhos y mochuelos de bufandas gruesas y bronquitis crónica, habían recalado en el bar para tomar el carajillo de las dos, ése que se toma para acostarse con el regusto amargo del café en la boca y entonarse un poco el cuerpo antes de volver definitivamente a casa, y por una extraña casualidad, la afluencia, más abundante de lo habitual, había agotado las cargas de café molido. Así que ahora había que poner en marcha la máquina para que todo estuviera listo antes de las ocho.
Pulsó el interruptor y el zumbido molesto del motor fue enseguida ahogado por el de los granos al ser pulverizados y convertidos en el serrín parduzco y grasiento, que iba cayendo lentamente, en montones apelmazados, al cajón de plástico transparente. El nivel subía poco a poco, y se veía aumentar los copos de café en el interior, mientras el cilindro relleno de granos se vaciaba al mismo ritmo acompasado, con el crujido ocasional de alguno, más rebelde a la manufacturación. El cajón, de reducidas dimensiones, pronto estuvo lleno; pero ninguna mano propicia apagó el interruptor, y las aspas siguieron cumpliendo su fatídica misión, moliendo los granos que caían desde la tobera superior, ajenas ellas a la falta de espacio. Muy pronto, la tapa del cajón se levantó ante la presión interior ejercida por la masa ondulante de café molido, y una lengua oscura cayó sobre el mostrador de aluminio, y luego otra, y otra más, que fueron componiendo un archipiélago de montículos sobre la fría superficie del metal. El archipiélago de montículos se convirtió pronto en una inmensa montaña que acabó sobrepasando los límites de la horizontal y empezó a precipitarse al suelo, en un lento fluir en cascada que cubrió el suelo y salpicó los cajones, las botellas de whisky y los cascos de vidrio listos para ser reciclados. Nadie habría podido imaginar que los granos de café que se almacenaban en la parte superior del molinillo pudiesen dar lugar a una producción tan abundante, ni que sólo unos minutos bastaran para convertir el orden silencioso de una triste barra que apenas sale del sueño en un caos de posos inservibles y de minúsculas partículas de café triturado que ni el más hábil camarero conseguiría eliminar del todo. Aunque limpiaran concienzudamente, seguirían hallando migajas entre las más mínimas rendijas, en los rincones, en las pequeñas irregularidades del suelo, enredadas en los flecos de la fregona y en los pelos de la escoba. Y la máquina siguió funcionando, y el flujo de magma siguió manando, y con la misma rapidez imperceptible, el molinillo quedó semisepultado entre sus propios desechos, ahogándose el traqueteo de la molienda bajo el manto aislante de las capas superpuestas de café molido. La carga se acabó y el sonido se volvió más claro cuando las aspas descansaron; el único ruido perceptible entonces fue el ronroneo cansino del motor, que suplicaba en vano ser apagado: acabado ya el proceso de destrucción, no tenía sentido seguir funcionando. Nada quedaba por moler, y se había llegado a la máxima entropía posible.
Entonces volvió de la cocina, donde se había entretenido reponiendo las bajas nocturnas en la nevera, y se quedó paralizado ante un desorden creado en apenas cinco minutos, pero que tardaría horas en paliar sin tener seguridad alguna de que su esfuerzo acabara resultando efectivo. Avanzó como pudo hacia la barra y apagó el interruptor, y el motor enmudeció en un murmullo agradecido. Se apartó sacudiendo los pies, manchados irremediablemente, y reprimió unas lágrimas, que enturbiaron la visión plena de la desolación, que se había apoderado de aquel bar a las ocho menos diez de la mañana.

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