lunes, 9 de diciembre de 2013

París, el síndrome de Stendhal y el nuevo síndrome


Uno de mis mejores amigos se encuentra ahora mismo en París de vacaciones, y gracias a la tecnología (¡oh maravilloso whatsapp, único testigo de nuestra existencia!) nos está contando a tiempo real sus primeras impresiones.

Medio en broma (y en parte porque lo conozco) le he dicho que se prepare para diversos ataques del síndrome de Stendhal, porque la ciudad tiene suficientes rincones y monumentos para provocarlos. Y con ello no me estoy refiriendo solo a los evidentes, sino a los que nos sorprenden a la vuelta de la esquina.

El síndrome de Stendhal, que tiene más de literario y de autosugestión que de otra cosa, posee además una historia muy curiosa, como nos recuerda Julian Barnes en Nada que perder. En su viaje por Italia en 1811, Stendhal (que por entonces no había adoptado el seudónimo y se llamaba Beyle) visitó la la ciudad de Florencia. Más tarde escribiría sobre ello en el relato Roma, Nápoles y Florencia (1826); para entonces, Stendhal había idealizado la experiencia para darle un aspecto mucho más literario: contó cómo, a su llegada a la ciudad, ve desde el carruaje la cúpula de Brunelleschi; admirado por la visión, se apea del vehículo dejando en él su equipaje para entrar a pie en la ciudad. Se dirige a la Basílica di Santa Croce, que se encuentra a las afueras. Los frescos de Giotto que decoran las capillas lo impresionan muchísimo, especialmente los contenidos en la capilla Niccolini, y al salir al pórtico de la iglesia sufre un desvanecimiento, consecuencia de haber alcanzado "el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción". Aquí tenemos el famoso síndrome, al que no se pondrá nombre hasta el siglo XX.

Pero Stendhal, además del relato contenido en Roma, Nápoles y Florencia, también dejó constancia de aquello en su diario, escrito en 1811 cuando aún no era un escritor famoso y se llamaba Beyle (como siempre, los escritores tienden a escribir demasiado o a no saber destruir ciertos textos que enturbian su mito). En el diario, Beyle no describe el efecto sobrecogedor que le causa la cúpula de la catedral porque llega tarde a la ciudad, cuando anochece, y está mojado después de una tormenta. Se va directo a una pensión, el Auberge d'Anglaterre, donde se acuesta para reponerse del viaje y pide que lo despierten dos horas después. Ya descansado, no corre a ver las pinturas de Giotto, sino que acude a la posta para reservar una plaza para Roma. No queda ninguna libre hasta dos días después, motivo por el que no le queda más remedio que permanecer en la ciudad tres días, lo que le obliga a visitarla.


Visitó la Santa Croce, pero en su diario no dice nada de los Giottos; sí menciona la capilla Niccolini, pero los cuadros contenidos en ella pertenecen a Volterrano, un pintor del Barroco que nada tiene que ver con el estilo del maestro del Trecento.  De hecho, el cuadro que más le admira según recoge en el diario es un descendimiento de Cristo al limbo de Bronzino. "Casi se me saltaron las lágrimas", recoge en 1811 "Nunca he visto nada tan hermoso... La pintura nunca me ha dado más placer". Pero el diario nada recoge del desmayo en el pórtico, ni de las palpitaciones, ni de la emoción incontenible; el síndrome de Stendhal no existe en 1811 pero sí en el relato "autobiográfico" de su viaje por Italia de 1826. Barnes afirma con sibilino acierto que ello no quiere decir que Stendhal no lo sintiera o que no lo sintiera retrospectivamente; como dijo García Márquez en su famosa cita "la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla". El poder fabulador de la memoria es prodigioso.


Así que el famoso síndrome (que mucha gente cree que nació por la contemplación de Florencia cuando en realidad lo "causó" la visita a una iglesia en las afueras) tuvo mucho de literario (en el sentido de que su origen fue ficcional) aunque eso no contradice que en la actualidad individuos hipersensibles sigan sufriéndolo ante obras de arte, paisajes o cualquier grandioso monumento artístico. Y para ver hasta qué punto la sugestión es importante (y el poder de la ficción) habría que hablar de un nuevo síndrome que, curiosamente, se llama "de París".

El síndrome de París (Pari shōkōgun en su versión original japonesa)  es un desorden psicológico transitorio detectado en turistas de visita en la ciudad de París. Se caracteriza por una serie de síntomas como estados de aguda desilusión, alucionaciones, manía persecutoria, desrealización, despersonalización y manifestaciones psicosomáticas tales como mareos, sudoración y taquicardia. Lo más interesante del asunto es que los japoneses son los más susceptibles de sufrir este mal, y en parte se explica por la fama y la apreciación que la capital francesa tiene en la cultura nipona; constituye el primer destino turístico internacional para los japoneses y es un verdadero reclamo publicitario para ellos asociado con las grandes marcas de la moda y el diseño.

Pero lo más paradójico del tema es que varios médicos sostienen que el síndrome, detectado por primera vez en 1986, se ha multiplicado en los últimos años a consecuencia de la publicidad que los medios de comunicación japoneses le han dado, de manera que han creado una predisposición en los turistas a sufrirlo. Y como los periódicos y revistas se retroalimentan de los nuevos casos, eso conlleva que tal vez aumenten mucho más. Curiosidades de lo psicosomático y del poder de la creación: nos bastará pensar que vamos a sufrir el síndrome de París para que, nada más bajarnos del taxi que nos ha llevado al Boul' Mich', empecemos a sentir una sudación misteriosa en la manos y un temblor inesperado, acompañado de unas lágrimas que no podemos contener y una extraña sensación de trascendencia. Porque todos podemos ser Stendhal.