domingo, 24 de febrero de 2008

Los beneficios de viajar en autobús (I)


Viajar en autobús es siempre una experiencia enriquecedora. O al menos, eso es lo que me digo para convencerme, porque no me queda otro remedio. Las falsas promesas de Renfe no me han valido para prescindir del autobús. ¿Descenso considerable de las tarifas AVE? ¿Billetes por 30 euros? ¿Dónde? Ah, sí, olvidé leer la letra pequeña: dos plazas por tren. Agotadas con dos meses de antelación. Me compraré una lupa más gruesa.
Así que me repito como si de un mantra se tratara: viajar en autobús es bueno, viajar en autobús es bueno, viajar...
Debo reconocer que estos viajes me hacen reflexionar sobre diversas cuestiones, como que todos tenemos un precio para sufrir. Yo, por ejemplo, no sufriría el autobús por 70 euros. Pagaría la diferencia con el AVE. Pero mi precio es menor. Y por eso intento evadirme las seis horas de viaje leyendo, escribiendo o intentando dormir. Intentando, porque es algo que no se consigue.
El ser humano se compone de cabeza, tronco y extremidades. Algo que todos sabemos. Por esa razón, en los aviones, en los autobuses, en los coches, existe un artilugio llamado reposa-cabeza que, además de para evitarnos verle la nuca al vecino, sirve para apoyar la cabeza. Pero la cabeza no está exenta, no es un balón de fútbol ni una sandía, sino que está unida al tronco por eso que llamamos cuello. Y esta particularidad es algo que los constructores de reposa-cabezas parecen olvidar.
Exceptuando algunas gratas líneas aéreas, (British Airways, por ejemplo), muy pocos reposa-cabezas cuentan con un mecanismo lateral que se abra o extienda a fin de apoyar la cara cuando queremos dormir. Debemos contentarnos con el tradicional método "espachurro el abrigo" o "espachurro el jersey" para que podamos usarlo como apoyo. Y eso siempre y cuando hayamos tenido la suerte de ir sentado en ventana, porque sin la ayuda magnánima del cristal, no habría ninguna superficie sobre la que apoyarse. Se puede alegar que existen artilugios que, a modo de cuellos ortopédicos, permiten la sujeción de la cabeza. Son pequeñas bolsas de plástico que se hinchan en un minuto y ocupan poco espacio en el equipaje. Seguro que quien lo sugiere no se ha atrevido a usar semejantes aparatos de tortura que aprietan el cuello como el garrote
Otro componente esencial en este conjunto es el respaldo del asiento, que se puede echar para atrás para facilitar el descanso. El problema estriba en que no viajamos solos, y la persona que se encuentra detrás no ha pagado el billete para ser aplastado por nuestro sillón, (o al menos no parece ser ésa la intención primaria). Debemos por tanto, si hacemos uso de este privilegio, ser condescendientes e inclinar sólo dos o tres grados nuestro respaldo para no molestar. Todo ello, por supuesto, partiendo de dos premisas iniciales:
1, Que el botón para abatir el asiento funcione.
2. Que la sujeción del asiento no se halle en mal estado.
Esto es lógico, porque en el primer caso, de no funcionar el artilugio, no podremos alcanzar la consoladora inclinación que, a falta de reposa-cabeza lateral, nos permitiría echar una cabezadita; en el segundo caso, porque entonces la más mínima presión en el respaldo haría que éste se inclinara por completo, con el consiguiente aplastamiento del viajero posterior y tumulto comprensible. No sería la primera vez que esta deficiencia me obliga a permanecer las seis horas de viaje tieso y erguido como John Wayne montando a caballo, con la diferencia de que yo no cuento con el maravilloso corsé que permitía al sexagenario actor cabalgar bien jirocho como si fuera un chaval de veinte años. Yo acabo con dolores por todas partes, y con el cuello, esa maldita parte del cuerpo que de una forma u otra, ha sido creado para dar problemas, cargado por la tensión de ir al trote. Alguien podría decir: ¿y por qué no te cambias de asiento? La evidente respuesta es previsible: porque el día que te ocurre, todos los asientos van ocupados sin excepción. Ley de Murphy.
Un último elemento que no debemos obviar tampoco es la temperatura. Aún no he conseguido descubrir qué móvil oculto justifica las temperaturas polares dentro del autobús. Comprendo que la calefacción es costosa, que debemos luchar contra el calentamiento global y evitar la subida del nivel del mar, pero el aire acondicionado también consume energía. Porque es el aire acondicionado el culpable del frío siberiano. ¿A santo de qué es necesario en febrero? ¿Tendrán un contrato con las principales casas farmacéuticas para aumentar el consumo de antigripales? ¿O será para que en la parada a mitad de camino consumamos cafés, tés, cognacs, y bebidas espiritosas? Bastaría con no encenderlo para que el calor natural de los viajeros caldeara el interior, creando el característico olor a muchedumbre que puebla metros, trenes de cercanías y demás transportes públicos de gran afluencia humana. Pero el conductor, insensible a la temperatura, atérmico, creyendo quizá que cada asiento va provisto de una mantita de guata, sigue escuchando Radio Olé ignorando el castañeo de dientes a su alrededor. Debe ser algo connatural al autobús, porque sea la estación del año que sea, el interior es una verdadera cámara frigorífica. Con lo cual, la presencia del abrigo, lógica en invierno, se hace también necesaria en verano, aunque la gente te mire extrañada al verte con el Loden en la mano a 40 grados. Cuanto más largo sea el abrigo, mejor, porque se pueden cubrir hombros, cuerpo y piernas de una sola atacada. Si quieres conservar la sensibilidad en las piernas, jamás se te ocurra llevar pantalón corto en el autobús al viajar en verano. Por mucho que moleste al salir de casa y hasta llegar a la estación de autobuses, se recomienda pana, calcetines gruesos, y ropa interior de franela para los más frioleros. Después, nadie se arrepiente. Y tanto en verano como en invierno, nada de chaquetas o cazadoras: abrigos y plumíferos largos, de tres cuartos para arriba, y con forros polares. Y para aquellos especialmente sensibles al frio, una manta zamorana de viaje es especialmente recomendable. Por lo que pueda pasar. Y antes de seguir con mi crónica, déjenme que eche un sueñecito, que ya sabemos que la hipotermia produce somnolencia.

martes, 5 de febrero de 2008

Crónica de la desolación



El molinillo eléctrico estaba vacío. La noche anterior, los noctámbulos de últimas hora, búhos y mochuelos de bufandas gruesas y bronquitis crónica, habían recalado en el bar para tomar el carajillo de las dos, ése que se toma para acostarse con el regusto amargo del café en la boca y entonarse un poco el cuerpo antes de volver definitivamente a casa, y por una extraña casualidad, la afluencia, más abundante de lo habitual, había agotado las cargas de café molido. Así que ahora había que poner en marcha la máquina para que todo estuviera listo antes de las ocho.
Pulsó el interruptor y el zumbido molesto del motor fue enseguida ahogado por el de los granos al ser pulverizados y convertidos en el serrín parduzco y grasiento, que iba cayendo lentamente, en montones apelmazados, al cajón de plástico transparente. El nivel subía poco a poco, y se veía aumentar los copos de café en el interior, mientras el cilindro relleno de granos se vaciaba al mismo ritmo acompasado, con el crujido ocasional de alguno, más rebelde a la manufacturación. El cajón, de reducidas dimensiones, pronto estuvo lleno; pero ninguna mano propicia apagó el interruptor, y las aspas siguieron cumpliendo su fatídica misión, moliendo los granos que caían desde la tobera superior, ajenas ellas a la falta de espacio. Muy pronto, la tapa del cajón se levantó ante la presión interior ejercida por la masa ondulante de café molido, y una lengua oscura cayó sobre el mostrador de aluminio, y luego otra, y otra más, que fueron componiendo un archipiélago de montículos sobre la fría superficie del metal. El archipiélago de montículos se convirtió pronto en una inmensa montaña que acabó sobrepasando los límites de la horizontal y empezó a precipitarse al suelo, en un lento fluir en cascada que cubrió el suelo y salpicó los cajones, las botellas de whisky y los cascos de vidrio listos para ser reciclados. Nadie habría podido imaginar que los granos de café que se almacenaban en la parte superior del molinillo pudiesen dar lugar a una producción tan abundante, ni que sólo unos minutos bastaran para convertir el orden silencioso de una triste barra que apenas sale del sueño en un caos de posos inservibles y de minúsculas partículas de café triturado que ni el más hábil camarero conseguiría eliminar del todo. Aunque limpiaran concienzudamente, seguirían hallando migajas entre las más mínimas rendijas, en los rincones, en las pequeñas irregularidades del suelo, enredadas en los flecos de la fregona y en los pelos de la escoba. Y la máquina siguió funcionando, y el flujo de magma siguió manando, y con la misma rapidez imperceptible, el molinillo quedó semisepultado entre sus propios desechos, ahogándose el traqueteo de la molienda bajo el manto aislante de las capas superpuestas de café molido. La carga se acabó y el sonido se volvió más claro cuando las aspas descansaron; el único ruido perceptible entonces fue el ronroneo cansino del motor, que suplicaba en vano ser apagado: acabado ya el proceso de destrucción, no tenía sentido seguir funcionando. Nada quedaba por moler, y se había llegado a la máxima entropía posible.
Entonces volvió de la cocina, donde se había entretenido reponiendo las bajas nocturnas en la nevera, y se quedó paralizado ante un desorden creado en apenas cinco minutos, pero que tardaría horas en paliar sin tener seguridad alguna de que su esfuerzo acabara resultando efectivo. Avanzó como pudo hacia la barra y apagó el interruptor, y el motor enmudeció en un murmullo agradecido. Se apartó sacudiendo los pies, manchados irremediablemente, y reprimió unas lágrimas, que enturbiaron la visión plena de la desolación, que se había apoderado de aquel bar a las ocho menos diez de la mañana.