viernes, 14 de febrero de 2014

El lector de fuentes secundarias


Albert Dummkopf era un lector muy serio. La misma seriedad con que se comportaba en su vida diaria se reflejaba en su manera de vestir, sus costumbres y sus hábitos. Siempre vestía de gris o de negro, y las únicas notas de color que se permitía era el burdeos de sus gafas de pasta. Albert nunca sonreía; daba por sentado que la risa y sus variantes eran un signo de volubilidad, y por ello las rechazaba de pleno. A lo sumo, se permitía enarcar la ceja las pocas veces que emitía un comentario irónico, aunque mejor sería decir sarcástico, pues su carácter era más proclive a la censura implícita del sarcasmo (emparentado también con la soberbia) que a la liviana crítica que acompaña a la ironía, mucho más amable y humana.

Como decíamos, Albert era un hombre muy serio. No veía la televisión, leía solo las noticias políticas y económicas de los periódicos y se saltaba los ecos de sociedad, las páginas deportivas y aquellas dedicadas al ocio. Nunca se lo veía asitir a fiestas populares, celebraciones o festejos, que consideraba vulgares, de poca clase y carentes de interés. Consideraba que su intelecto estaba por encima de tales manifestaciones del sentir de la plebe, básicas y primitivas, alejadas por completo de su posición moral privilegiada, desde la cual oteaba el horizonte y negaba con la cabeza ante la inagotable estupidez humana.

Las lecturas de Albert, lógicamente, participaban de su superioridad intelectual. Jamás lo vieron leer un best seller, o una novela policíaca, o un libro de auto ayuda; todos ellos entraban dentro de la categoría de basura para su rígida estructura mental. Tampoco las memorias o biografías de personajes intrascendentes podían ocupar su valioso tiempo, así que ignoraba las oportunistas y farrulleras obras que se publicaban coicidiendo con inesperadas exequias o con una fama repentina (deportistas, cantantes, actores, famosos de tres al cuarto, miembros de la realeza, políticos), de manera que solo aquellas figuras que pasaban el severo filtro de la trascendencia podían ser objeto de una lectura por parte de Albert; así, podía leer una biografía de Napoleón o de Alejandro Magno, pero no de Vichy o Nixon; sí de Churchill o Guillermo II pero no de Merkell o Sarkozy; sí de Marie Curie pero no de Steve Jobs.

Semejante escrupolosidad se manifestaba del mismo modo en sus lecturas literarias, que seleccionaba con la precisión de un bisturí, con la particularidad de que, movido por su rígida concepción de las obligaciones, había desarrollado un complejo sistema de lecturas que intentaba demostrar la innecesaria dependencia con respecto a las fuentes primarias. Es decir, Albert no leía a Shakespeare sino lo que Harold Bloom decía de Shakespeare; no leía a Baudelaire sino lo que Sartre o Benjamin decían de Baudelaire, no leía a Hölderlin sino lo que Heidegger decía de Hölderlin. Como consecuencia de ello, siempre regaba con suculentas citas su conversación, citas que causaban la admiración de sus oyentes: "como dice Heidegger, la esencia de la poesía que instaura Hölderlin es histórica en grado supremo, porque anticipa un tiempo histórico. Pero como esencia histórica es la única esencia esencial", o "según Bourdieu, la radical originalidad de Flaubert, y lo que confiere a su obra un valor incomparable, radica en la relación que entabla, por lo menos negativamente, con la totalidad del universo literario en el que está inscrito". Después de soltar sus lapidarios comentarios, Albert, fingiendo humildad, cambiaba de tema para resaltar aún más el efecto.

De hecho, su hábito se convirtió en tendencia entre sus conocidos y entre aquellos que querían reflejan una sombra de su elegante seriedad; la lectura de fuentes secundarias se disparó en la ciudad, que empezó a interesarse por los comentarios de Gide sobre Dostoyevski, leían la tesis doctoral de Deleuze sobre Spinoza o agotaban la voluminosa edición del ensayo sobre las imágenes del mal en la literatura romántica de Mario Praz. El buen tono y la sofisticación impusieron la cita y el comentario como elementos fundamentales en cualquier conversación, elementos sin los cuales se consideraba que los interlocutores carecían de cultura y savoir faire

Lo que muchos desconocían, o mejor dicho, lo que nadie sospechaba, era que esa manía de Albert respondía a una razón muy poco sofisticada: si el adusto caballero leía tantas fuentes secundarias se debía únicamente a un simple error de interpretación. Sin la ayuda de los críticos, de los exégetas, de los comentaristas y glosadores, Albert habría sido incapaz de entender el verdadero sentido de La montaña mágica, las referencias en Ulises, la calidad de un verso de Darío, el significado profundo de los cuentos borgianos o la sutileza de Tarkovski. Solo después de leer a los otros, podía atreverse a decir: "Con ese plano Bergman quiso reflejar la quiebra del yo del personaje", o "la égloga III de Garcilaso contiene los mejores endecasílabos del Renacimiento español", o "Es imposible entender El anillo del nibelungo sin haber leído a Shopenhauer". Después de sus sesudas afirmaciones, de sus aportaciones antológicas, se internaba en nuevos territorios, nuevos temas completamente diferentes, para evitar posibles confrontaciones dialécticas que serían imposible defender por su parte. Esa evasiva actitud, que muchos tomaban por modestia, ocultaba su ausencia de juicio y su absoluta carencia de gusto. Cuando volvía a casa, se encerraba durante horas en su gabinete, rodeado de nuevos volúmenes de crítica, mientras las obras completas de Rimbaud o los sonetos de John Donne languidecían cubiertos de polvo dentro de la librería acristalada.

miércoles, 5 de febrero de 2014

"Una lectora nada común" de Alan Bennett


Había visto este libro varias veces en las librerías, reseñado en algunas revistas, pero nunca me había tomado la molestia de hojearlo; de haberlo hecho antes, es muy posible que hubiera escrito esta humilde crítica mucho antes, pues ha sido coger el libro y no soltarlo hasta terminar sus escasas cien páginas, pues desde la primera, donde la pequeña conversación sobre Genet y el primer ministro francés establece el tono de toda la obra, la historia atrapa con su ingeniosa suposición: ¿qué pasaría si la Reina de Inglaterra se convirtiera en la lectora voraz pasados los setenta años?

El día que los perros de su Majestad se escapan al jardín coincide con la llegada al Palacio de la Biblioteca Ambulante de Buckingham, que visita el recinto todos los miércoles, lo que provoca la inesperada visita de la Reina al vehículo. Lo que comienza siendo una trivial anécdota acaba transformándose en una naciente pasión por la lectura, en la que será guiada por un joven miembro del servicio, Norman, un chico desgarbado y poco atractivo, que pasará de las cocinas a la antecámara de la Reina, ocupando una posición incómoda dentro del rígido statu quo del protocolo palaciego.

Esta pequeña fábula de Bennett (fábula en su sentido más narratológico del término) es una nouvelle con un gran sentido del humor que tras su aparente simplicidad esconde una reflexión muy inteligente sobre los hábitos lectores, la evolución y transformación de nuestras lecturas a medida que maduramos y la consecuencia lógica de todo proceso receptivo: la formulación de una respuesta. 

Más allá de los chistes literarios que contiene (irónicos y sutiles en algunos casos, como el destino de los libros - autores - en manos de los perros) el libro también es una invitación a la lectura, hábito (o vicio) para el que nunca se es demasiado mayor, como nos testimonia la propia Reina; aunque la historia no sea más que una ficción (proverbial es la indiferencia de la Reina de Inglaterra por los libros, a no ser que sean sobre caballos) Bennett ha construido un artefacto (como él mismo define a la literatura en la obra) muy efectivo, un cuento entretenido e iluminador sobre el poder de la "república de las letras", mundo mucho más libre y democrático que el encorsetado y rígido de la Monarquía del que la protagonista acabará desvinculándose. ¿Y cómo? Para eso será necesario leer el libro...