jueves, 31 de diciembre de 2015

Verde


Así que no les quedó más remedio que vender la antigua casa familiar.
La noticia fue recibida por todos con una callada hostilidad que se fue haciendo más y más notoria a medida que se evidenciaba que el silencio era la única respuesta posible. Su madre daba vueltas a uno de sus anillos con la barbilla levantada, su padre los miraba a todos y su tía, que agachó la cabeza en un primer momento, fue la primera en atreverse a musitar a su hermano:
-Menos mal que mamá ya no está aquí para ver esto.
Su madre no dijo nada, pero Nadja sabía que en el fondo culpaba a su marido. Los miró a los dos. Él buscaba ansioso cierto apoyo en alguna de las tres mujeres sentadas a la mesa y ella seguía concentrada en su anillo, evitando volverse hacia él porque sería incapaz de ocultar la recriminación que afloraría en el momento que él intentara de alguna manera justificar su actuación: sus inversiones bursátiles arriesgadas, la premura por recuperar las pérdidas del año anterior, la frenética actividad económica en un momento en que se aconsejaba prudencia y contención, la arrogante negativa a aceptar consejos de nadie, la terca insistencia en arriesgarlo todo para finalmente quedarse sin nada. Podrían haber vendido la casa del lago, prescindido de dos o tres de los coches y acostumbrado a un ritmo de vida más austero. Menos viajes, menos gastos, menos comidas multitudinarias, menos cuentas abiertas en boutiques y sastrerías. Pero su padre no podía permitirlo. Era un insulto a su apellido, a su labor como consultor, a su hombría. Una humillación pública inconcebible. Pero por evitar una salida digna en el momento idóneo no habían salvado nada de la quema y ahora se enfrentaban a la bancarrota sin paliativos. Tenían que prescindir de parte del servicio, abandonar el club de campo y vender la gran casa familiar, el orgullo de tres generaciones. La hombría de su padre estaba ahora debajo del felpudo.
Nadja no tenía nada que decir al respecto; era pragmática en extremo. Vender la gran casa que había pertenecido a la familia de su padre desde comienzos del siglo pasado se presentaba como la solución más lógica para escapar del descalabro absoluto. Recibirían varios millones por ella, saldarían todas las deudas y se trasladarían a una nueva residencia, más humilde pero decorosa, en un barrio más asequible, quizás en las afueras. Dejarían de ser ricos (al menos tan ricos) y solo perderían la casa con el cambio de estatus. Aparte de la dignidad, por supuesto.
Su madre parecía más afectada. A pesar de que no se trataba de la casa de su infancia (como sí le sucedía a los restantes integrantes de la familia, que habían vivido en ella desde que nacieron), ni de la residencia de su familia desde hacía más de cien años, su madre la había asumido como propia desde el momento en que se había convertido en la suya al casarse, y la había cuidado, mimado, reparado y atendido con el mismo primor y entusiasmo con que se había dedicado a su hija, a su marido y a toda su familia política, de la que ya solo sobrevivía su cuñada Anna. También esta se mostraba ofendida por las toscas intrigas de su hermano, que habían llevado el antiguo esplendor de la familia a aquella claudicación ominosa. En el silencio pesado que se había apoderado del comedor, su frase había quedado flotando en el aire y creciendo cada vez más hasta ocupar todo el espacio, repitiéndose maquinalmente en la cabeza de los presentes, hasta que Anna apostilló con una coda aún más hiriente:
-Ni papá tampoco, Walter. Le habría dado un infarto.

Los acontecimientos siguieron su curso. Apareció un comprador interesado que aceptó el precio propuesto y en tres semanas la casa había sido vendida y sustituida por otra más pequeña en las afueras. La mudanza se realizó deprisa, sin apenas tiempo para reflexionar ni lamentarse. La madre fue quien peor lo pasó; más que por la casa, a causa del jardín, del que había hecho su santuario. Siempre había tenido mano con las plantas y pasaba las horas muertas cuidando de los rosales, plantando flores de temporada, podando los espinos blancos o las hierbas aromáticas, regando el pequeño huertecillo de frutos rojos que había instalado en un rincón junto a la fuente. “Un jardín es fruto de la paciencia y la constancia”, repetía su madre a menudo, y su trabajo lo constataba. No bastaba con plantar una semilla: había que regarla, verla crecer, arrancarle las malas hierbas, podarla para que creciera fuerte y protegerla de las heladas. Quizás por ese motivo su madre estaba tan afectada. Más allá del apego que pudiera haber tenido por aquellas habitaciones de techos altos que había ido redecorando con tanto mimo a lo largo de los años, y por todos los muebles, adornos y cuadros que las habían vestido (objetos que se habían marchado con ellos a su nuevo alojamiento), lo que más sentía su madre como pérdida era la privación del jardín. Cierto que la nueva casa poseía un pequeño jardín en la parte trasera que resultaba mínimo en comparación con el que habían abandonado, pero que al menos le permitiría seguir ejerciendo su afición. Era un nuevo comienzo, un jardín por crear que abría grandes expectativas. Nadja, con toda su buena voluntad, le regaló unos bulbos de una variedad de narcisos que habían ganado un concurso internacional, pero su madre no se mostró muy entusiasmada con el proyecto.
No fue hasta unos meses después que Nadja comprendió el verdadero alcance de la pérdida.

Najda había tenido que acudir a su antiguo barrio por motivos de trabajo, y acabó pasando por delante de la casa. Recorrer la acera exterior a la casa era algo nuevo para ella, pues cuando vivían en ella, normalmente salían y entraban en coche y no pisaban la calle. El robusto muro que protegía el jardín no dejaba ver la casa, ni los ventanales de cristal que se abrían en aquella fachada del edificio. Nadja acarició la verdina que crecía en el muro, oculta tras la hiedra que caía en cascadas desde la parte superior. Recordó por un momento que la hiedra no había estado allí siempre; su madre la plantó hacía más de quince años para “vestir un poco el muro”, según sus propias palabras, que ofrecía una inhóspita apariencia con su frialdad de piedra. Era cierto: antes de la decisiva intervención de su madre, el muro, principal tarjeta de presentación de la casa y de la familia (dado que el edificio solo se podía entrever desde las rejas italianas del portón de entrada), desalentaba con su desagradable contundencia cualquier intento de acercamiento. Su rotunda presencia los mantenía alejados de las miradas curiosas de los extraños, pero también ofrecía una imagen distante y altanera de la familia, que evitaba con aquel telón granítico el contacto con los demás. Y ellos eran más humanos, más cálidos, más cercanos que esa muralla aplastante sobre la que no crecía ni un ápice de vida. Su madre le dio humanidad al muro por medio de la hiedra, y por extensión, a toda la casa.
Una lagartija salió corriendo al mover Nadja la rama donde se escondía y ella siguió su desplazamiento gracias al movimiento de las hojas por donde pasaba. Sí, una muestra más de vida. Pero la hiedra no había sido la única producida por su madre. Por encima del muro verdecido la copa de un sauce asomaba sus crestas despeinadas como la cabeza de una niña recién levantada. Exacto, recién levantada. La comparación era justa, su madre la usaba a veces cuando Nadja bajaba a desayunar sin haberse peinado: “te pareces a tu sauce”. Porque aquel era su sauce, lo habían plantado el día que nació. Tenía la misma edad que ella, y su madre se encargaba de repetírselo cuando estaban sentadas en el jardín frente a él.
-Ese sauce lo plantamos cuando naciste tú, y como te pasa a ti, cada año está más grande y más frondoso; lo tendrás toda la vida a tu lado si lo cuidas y no lo dejas enfermar. Cuando seas muy mayor, podrás descansar a su sombra y acariciar esas ramas, que tendrán tu edad.
Durante su adolescencia había sido muy sensible a esa relación, y le arrancaba las hojas secas y preguntaba a su madre si había llegado el momento de la poda. De alguna manera, había conseguido transmitirle su amor por la naturaleza y la jardinería, aunque en los últimos años estuviera aletargado. Seguía latente, a la espera de que llegara el momento de renacer.
Y fue entonces cuando comprendió todo el dolor de su madre. Un jardín es fruto de la paciencia y de la constancia, y aunque en el nuevo pudiera recuperar su afición, había dejado atrás su trabajo de toda una vida, un terreno que había moldeado hasta adquirir su apariencia actual, árboles y arbustos que habían tardado años en crecer, esquejes que no habían arraigado y que habían sido sustituidos por otros que en un principio no se había planteado pero que habían resultado ser los adecuados, combinaciones de colores en las plantas, gradaciones de tonos que había ido probando temporada tras temporada hasta alcanzar la configuración buscada. Un nuevo comienzo no le permitiría repetir todo aquello, pues no podía recuperar todo lo vivido. Atrás quedaban las hortensias de Anna, los rosales que había plantado la abuela y que su madre se había encargado de mantener, los setos de boj que rodeaban el banco preferido de su padre, su sauce despeinado. Un sauce bajo el que ya no se sentaría jamás.
Sintió la pérdida entonces, como quien recuerda que se ha dejado un objeto querido en un hotel tras un largo viaje, consciente de la incapacidad de recuperarlo. Se había dejado atrás su sauce al hacer su equipaje. Las ramas del árbol, movidas por el viento, ondulaban por encima del muro, y Nadja las miraba con los ojos húmedos por primera vez desde que vendieron la casa. Las hojas brillaban con cada nuevo movimiento, y su color resplandecía y contrastaba con el de la hiedra que se interponía entre ellos. Del color de las uvas, del color de la hierba del vecino.



Verde.


martes, 29 de diciembre de 2015

"La ley del menor" de Ian McEwan


Ian McEwan es uno de los escritores ingleses actuales que hay que leer. Al igual que Martin Amis, al igual que Julian Barnes, al igual que Jeanette Winterson. Cierto que hablamos de autores consagrados, no de sorpresas editoriales, pero a pesar de ello, son novedades que no podemos dejar pasar, como ocurre año tras año con Woody Allen. Hagan lo que hagan, hay que prestarle atención a cada nueva aportación.

En el caso de Ian McEwan (dejados atrás los gloriosos Amsterdam y Expiación), su ultima novela, La ley del menor (que además se ha colado en alguna de las listas de los mejores de 2015), es un libro que merece la lectura. El inglés es un maestro de la verosimilitud, que consigue transmitir en perfectas construcciones de mundos como el de la medicina (en Sábado), el de los científicos (en Solar) o en este caso, el de los tribunales británicos. El autor siempre testimonia en sus epílogos el agradecimiento a profesionales que le han ayudado a reflejar de forma veraz esos entornos laborales para hacerlos creíbles y auténticos para el lector medio. Sin ser su principal virtud no deja de ser destacable ese talento del que carecen muchos escritores y es causa de no pocos espectáculos demenciales en muchas novelas recientes.

La ley del menor se desenvuelve en el mundo de la justicia. Su protagonista, Fiona Maye, es una jueza del Tribunal Superior especializada en familias, inmersa en un polémico caso: un adolescente de diecisiete años y medio, enfermo de leucemia, requiere una transfusión de sangre.; pero los padres y el propio chico, testigos de Jehová, se niegan al tratamiento. Ella, como jueza, tendrá que dirimir la pertinencia o no de la medida recomendada por el equipo médico. Este eje argumental articula una narración en la que aparecen la infidelidad (tema recurrente en el autor), la reflexión sobre el paso del tiempo y el fin de la vida (su lectura me trae a la memoria en algunos momentos al Manuel Vázquez Montalbán de Erec y Enide, y por diversos motivos), las dudas de la juventud y el peso de la religión en la sociedad actual. Este último aspecto se cuela además desde distintas fuentes; además del caso de fondo, el sumario de los causas llevadas por la jueza al comienzo de la novela nos da cuenta de los problemas derivados sobre este asunto con las distintas religiones: matrimonios de inmigrantes musulmanes que luchan por la custodia de sus hijas para que las chicas vuelvan a los países del padre para ser casadas, judíos ortodoxos con concepciones tradicionales de la educación de los hijos que limitan sus posibilidades de futuro, junto a otros ejemplos que muestran a las claras cuál es la posición del autor sobre el asunto. Al igual que en la reciente Sumisión de Houellebecq (aunque sin su mordacidad y su extremismo), la obra plantea una serie de preguntas sobre el peso que la religión debe ocupar en las sociedades occidentales, laicas y tolerantes, pero que en ocasiones chocan con los preceptos de diferentes creencias.

Más allá de este tema, capital en la novela, el libro es también una radiografía de un matrimonio hastiado, que se mantiene sobre la rutina y que acaba dando muestras de agotamiento. El final de la narración, que no adelantamos, establece una doble lectura que permite al lector sacar sus propias conclusiones, curiosa dualidad que recuerda al final de la mítica cinta británica Breve encuentro.

Ian McEwan tiene una habilidad natural para introducirnos en la historia en un par de páginas y también es un experto en la puesta en escena, lo que le permite desarrollar la historia con pulso casi diríamos teatral (algo que se evidenciaba en la intensa Sábado, que se desarrollaba en un solo día). La novela, al igual que la mayoría de las películas de Hollywood, puede articularse en los tres actos al uso que organizan el desarrollo argumental de forma coherente y ordenada, correspondiendo a la presentación del conflicto y los personajes la primera parte, el encuentro de Fiona con el joven y el juicio posterior el segundo, y la conclusión, con ese melodramático recital que venía preparándose desde el comienzo de la historia como punto culminante del drama. Hay en la historia sutiles muestras de sentimiento (algo poco frecuente en el autor) que nos recuerdan al Barnes de El sentido de un final, como son las referencias en el concierto o el cierre fantástico del capítulo 3, que en pocas palabras muestra al lector (y a la propia protagonista) cuáles son sus verdaderos sentimientos. 

Un novela para disfrutar poco a poco (los detalles son abundantes y no solo con la intención de crear ambiente) y también para meditar, como nos tiene acostumbrados el autor en sus últimas obras, lejos ya de la provocación de sus primera etapa. Uno de esos libros que no te puedes quitar de la cabeza una vez que has terminado la lectura, lo que da muestra de su interés. Muy recomendable.

domingo, 18 de octubre de 2015

Viajar con lluvia



Contrariamente a la opinión general de la gente, a mí sí me gusta conducir con lluvia. En carretera, claro: en ciudad se vuelve un caos. Aquellos que no cogen el coche a diario lo cogen el día que llueve; hay más atascos, más ruido, menos visibilidad, más nervios, más accidentes. 

Pero en carretera es distinto. Nos volvemos más prudentes, y si no es necesario, no salimos el fin de semana. Nos quedamos en casa, la lluvia y la carretera son un binomio que invita a la pereza y a la inmovilidad. Y en la carretera se nota esa ausencia. Los conductores reducen la velocidad, se adelanta menos, se muestra algo de prudencia.

Y se puede disfrutar del olor, del frío y de la humedad de la mañana; del ritmo tranquilo del camino, que vacío adquiere un aspecto inusual. Viajar con lluvia es un placer. Eso sí, siempre tras el cristal de mi asiento de copiloto, que reduce los riesgos. En estos momentos, ¿quién no comparte la emoción de Machado viajando en tren?

jueves, 27 de agosto de 2015

La impresión. "Réserve" en el Centro Pompidou de Málaga.



Estamos acostumbrados a que la música nos emocione. El arte más abstracto de todos puede hacernos llorar con una melodía o unos acordes de piano sin que exista una razón clara para ello. La música moldea nuestra percepción del mundo y ayuda a nuestro sistema nervioso, como nos recuerda Robert Zatorre. Otras manifestaciones artísticas también nos conmueven; ocurre con la poesía, con el cine y con la pintura. Todos hemos llorado (de emoción o tristeza) con una novela o una película, y también con la contemplación de una obra de arte. En mi caso, el Panteón, el Guernica o la Venus del espejo han sido obras ante las que no he podido evitar un escalofrío.

La última de estas impresiones la he tenido en el Centro Pompidou de Málaga, pero por motivos muy distintos. En algunos casos la emoción viene motivada por la grandiosidad, por la belleza o la dificultad de la ejecución; en otros casos, es resultado del horror y el miedo.

Dentro del recién inaugurado Centro Pompidou de Málaga se encuentra una instalación del artista francés Christian Boltanski que se titula Réserve. Se trata de una habitación, de unos tres metros de ancho por cuatro de largo, al que se accede por una puerta estrecha. Dentro, las paredes están cubiertas por ropas y vestidos antiguos, colocados por capas, hasta cubrirlas por completo. La luz, escasa y cenital, aporta un ambiente oscuro y enfermizo al espacio, como si tratara de una buhardilla o almacén antiguo. Al entrar, la sensación que me embargó fue un tanto claustrofóbica; la calma del interior me angustiaba porque no parecía el resultado de una quietud buscada, sino más bien consecuencia de un abandono repentino. La escasa claridad tampoco ayudaba, y la impresión venía potenciada por un elemento fundamental: el olor. Dentro de la estancia olía a ropa usada, a ropa vieja, al armario de mi abuela. Y una pregunta me atenazó en ese momento: ¿de quién era toda esta ropa? ¿Dónde estaban? Inmediatamente, encontré la respuesta: pertenecía a gente muerta. Di un paso atrás y salí de la sala.

Me tuve que sentar fuera unos instantes, estaba temblando. Intenté acercarme a la entrada de nuevo pero no pude cruzar el umbral. Solo me atreví a leer el nombre del artista y de la obra. Y esa tarde busqué información sobre ella.

Efectivamente, Christian Boltanski es conocido por sus instalaciones y trabaja sobre conceptos como la presencia, la ausencia, el recuerdo y la memoria. Sus orígenes judíos hacen inevitable la referencia al Holocausto en su obra, y Réserve, obra de 1990, está relacionada con otras realizadas por aquella época como Le lac des morts o Réserve Canada, que también tratan el mismo tema a partir de la idea de la ropa como envoltorio, como resto que queda de alguien al desaparecer. El hecho de incluir el componente olfativo forma parte de la intención de Boltanski para potenciar la sensación del espectador, acercándolo al referente humano al que remiten las ropas abandonadas. La soledad, la desolación y el olvido flotan en medio de esa sala que remite a los almacenes donde los nazis guardaban las posesiones de los deportados. Una experiencia aterradora que me dejó durante días una sensación de ansiedad difícil de olvidar. Y que ojalá nunca olvidemos.


martes, 18 de agosto de 2015

Joseph Roth, lectura de verano


Reconozco que el Imperio Austrohúngaro y su disolución es una de mis debilidades... Aunque es cierto que no se trataba de un mundo ideal como Stefan Zweig intenta reflejar en El mundo de ayer, no se puede negar que fue un período de ebullición creativa: Zweig, Ödön von Horváth, Schinitzler, Kafka, Hermann Broch, Robert Musil, Rilke, Mahler, Schönberg, Alban Berg, Webern, Zemlinsky, Schreker, Korngold, Krenek, Klimt, Schiele, Kokoschka, Otto Wagner, Josef Hoffmann, Freud, Wittgenstein... y Joseph Roth.

Joseph Roth es el bardo de ese mundo perdido; escritor prolífico, periodista de gran fama durante su vida, ha pasado a la historia de la literatura como el autor de La marcha Radetzky, novela centrada en la disolución del Imperio. Sin duda se trata de una de las lecturas fundamentales del siglo XX, pero su obra no acaba ahí: en su trepidante carrera como autor, que arranca en 1923 con la publicación de la novela La tela de araña, y se extiende hasta 1939, año de su muerte prematura en París como consecuencia de su alcoholismo, escribió quince novelas, varias novelas cortas y relatos, dos ensayos que despertaron gran interés (Judíos errantes y El Anticristo), y miles de artículos periodísticos. Su condición de judío lo llevó a abandonar Austria ante el auge del nazismo en Alemania (antes incluso de que se pudiera pensar en el Anschluss de 1938) y la prohibición de sus libros en el Tercer Reich fue sin duda una de las causas de su penuria vital y económica que desembocó en su muerte a los cuarenta y cuatro años.

Había leído algunas de sus novelas, pero ha sido la lectura del epistolario entre Roth y Stefan Zweig (los epistolarios son otra de mis perdiciones) la que me ha llevado a dedicar este verano a la lectura pormenorizada de su obra. La editorial Acantilado está realizando una labor encomiable en la recuperación del autor en nuestro país, del que había algunas ediciones en Anagrama y Edhasa pero del que existía un vacío preocupante. Se trata de una narrativa ágil, que destaca por la maestría de Roth para pintarnos, con muy pocos detalles, el carácter de sus personajes. La conflictiva situación del mundo germánico en el período de entreguerras es uno de los temas principales de su producción, junto con ese canto de cisne por la desmembración del Imperio y la problemática judía, especialmente desde la perspectiva del judaísmo oriental (recuerda en esto a algunas novelas de Irène Némirovsky). También los dos volúmenes editados por Acantilado que recopilan, por un lado, sus artículos de prensa publicados en Viena entre 1919 y 1922 (Primavera de café) y aquellos escritos en su exilio parisino (La filial del infierno en la Tierra) son, en el primer caso, un magnífico testimonio de su talento para reflejar la pintoresca realidad vienesa de la posguerra desde una perspectiva siempre humana, y en el segundo caso, una tremenda muestra de sus cantos de Casandra ante el horror que se cernía sobre Europa y que muy pocos supieron ver con antelación.

Un autor muy recomendable que merece una recuperación en toda regla. 

domingo, 2 de agosto de 2015

La carretera


Víctor salía todos los días de su casa a las siete y diez. Años de minuciosa observación y de cálculo del tiempo le habían llevado a reconocer que era el momento más idóneo para salir de su barrio. Si apuraba cinco minutos más, la rotonda donde confluían las calles más transitadas de la zona estaba atestada de coches, y ese primer retraso desencadenaba toda una serie de incidentes (atascos en el puente viejo, comienzo del turno de mañana en la fábrica de salazones, embotellamiento en los nudos que comunicaban con las ciudades dormitorio del extrarradio...) que se podían evitar con un breve adelanto. Esos cinco minutos eran vitales. Más de cinco resultaban innecesarios, porque salir a las siete, o a las siete menos tres, sólo significaba llegar al trabajo diez o trece minutos antes. Lo había comprobado en suficientes ocasiones como para afirmar rotundamente, con categórica determinación empírica, que las siete y diez era la hora exacta en que debía atravesar la puerta de su casa para montarse en el coche aparcado en la puerta. Llegaba al trabajo con el margen suficiente como para tomarse un cortado en la máquina de su planta, ordenar un poco su mesa y empezar a trabajar a las ocho y media. 

Ni que decir tiene que semejante orden en los horarios parecía reflejar la personalidad de un hombre metódico y escrupuloso que evitaba los imprevistos y que seguía un esquema repetitivo a diario. Víctor dejaba preparada todas las noches la ropa que vestiría al día siguiente, el café listo dentro de la cafetera, la taza de leche sobre la mesa de la cocina junto a los cubiertos y la servilleta, su maletín en la puerta con las llaves del coche encima. Le gustaba que todo estuviera donde tenía que estar, encontrar las cosas donde las había dejado, guardar todo en su lugar y que nada se quedara por medio. El desorden, la impuntualidad, los imprevistos representaban el caos, y el caos era desequilibrio, aturdimiento, intranquilidad, miedo. Consciente de que la vida se compone de numerosas variables que no podemos controlar,  Víctor procuraba, en la medida de lo posible, no  dejar nada al azar.

Por ese motivo, su rutina y todos los elementos que formaban parte de ella colaboraban en crear un efecto de falso equilibrio que le ayudaba a vivir cada día y le permitía establecer un mapa mental con puntos fijos que servían de referencia: el vecino que salía a la misma hora que él y al que saludaba con un educado buenos días, la cafetería en la esquina del puerto que empezaba a abrir cuando él pasaba por su puerta, el tiempo que duraba cada semáforo en rojo y la concatenación de su temporalizadores, que determinaba en cuáles tendría que parar y en cuáles no, el guardia de seguridad en la puerta del hospital, la luz encendida en la ventana de un edificio donde siempre veía las sombras de sus inquilinos... Eran el término independiente, siempre fijo, en la compleja ecuación de su existencia. 

Como parte de ese plan estático se encontraba el recorrido diario para llegar a la oficina. Nunca lo alteraba, ni decidía tomar rutas alternativas. El comportamiento gregario del ser humano alcanzaba en esto sus cotas más altas. Nada lo sacaba del camino aprendido, de los baches que nunca dejaban de estar en el mismo punto, de las intersecciones mal reguladas y las incorporaciones incómodas. Quizás hubiese una alternativa más rápida o mas cómoda, pero Víctor ya había dedicado tiempo a la observación empírica y había optado por ese trayecto imperturbable. Nada le hacía cambiar de rumbo.

Lo que nadie podía imaginar era que esa rígida disposición vital no correspondía en realidad a ningún rasgo de su carácter, sino que se trataba de una medida de autocontrol impuesta por el propio Víctor. En el fondo, Víctor era un hombre anárquico, impulsivo, de pensamiento desordenado y excesivamente emocional. Si dejase que sus inclinaciones internas se manifestaran, perdería el control de todo aquello que le habia costado años construir, ese armazón de normas, hábitos y repeticiones que contenía a la fiera amorfa que le bullía dentro.

Justo antes de llegar a su oficina, Víctor debía recorrer un trecho por carretera, saliéndose de la circunvalación. Era apenas medio kilómetro, y en el último recodo, un cruce lo obligaba a torcer a la izquierda para volver a la ciudad, al cuadrante, a la simetría. En ese corto trecho, el aire se volvía más puro, podía oírse el canto lejano de algún pájaro desconocido y Víctor se sentía por un minuto libre de ataduras. Se trataba de una sensación muy peligrosa porque aquella paz hacía tambalear su estricto equilibrio; cuando ese sentimiento de tranquilidad y desprendimiento se agudizaba, pisaba el acelerador y en la bifurcación dejaba atrás el paraje, incorporándose de nuevo al trazado urbano.  Por unos segundos fantaseaba con la posibilidad de seguir por aquella carretera en lugar de dirigirse al trabajo:  imaginaba los paisajes que contemplaría desde la ventanilla y aventuraba entre conjeturas a dónde llevaría ese camino que nunca se había planteado tomar. La fuerza de su voluntad era demasiado férrea como para permitírselo, pero la ensoñación le servía para tranquilizarse, recuperar el pulso y relajarse unos segundos antes de aparcar.    

Esos breves cinco minutos de circulación por la carretera eran la única evasión que Víctor se permitía, pero teniendo en cuenta su natural inclinación, habría sido preferible cortar de raíz la debilidad buscando otra vía de acceso al trabajo, aunque fuera menos eficiente o menos cómoda para sus rígidos criterios. A pesar de tratarse de un trayecto corto que se recorría en un abrir y cerrar de ojos, el hechizo que ejercía sobre Víctor iba poco a poco invadiendo toda su rutina. Muy pronto se descubrió imaginando a dónde llevaría esa carretera, y mentalmente se repetía el breve trayecto en su imaginación, cambiando el final del recorrido, que continuaba adelante en lugar de girar hacia la izquierda en dirección al trabajo. Algunas noches esas imágenes se repetían en su cabeza al acostarse y le daban vueltas y vueltas hasta que caía dormido en la plácida entrega.

Su inquietud fue creciendo hasta el punto de desembocar en palpitaciones cada vez más violentas en el momento que se incorporaba a la carretera. Se establecía entonces una lucha contra sí mismo, entre su parte racional y su parte emotiva, entre deber y querer, una lucha que cada vez le deparaba más inquietudes. Llegaba al trabajo empapado en sudor y con el triste convencimiento de haber hecho lo correcto, aunque aquello no lo animara. La responsabilidad dejaba a veces un gusto muy amargo.

Un día especialmente anodino, en una semana de poco trabajo y tan parecido al anterior que era difícil precisar su fecha, Víctor dio el paso. Siguió carretera adelante, sin dubitaciones, ignorando las indicaciones del cruce. Unas carcajadas incontrolables le llenaron el pecho. Bajó las ventanillas y respiró el aire fresco de la mañana. Lo había hecho. Había seguido adelante. No sabía qué iba a ocurrir a continuación, no tenía nada preparado, pero le daba igual. No iría a trabajar, dejaría que la carretera lo guiara; llevaba dinero encima, no necesitaba más. El aire en la cara, la luz tenue que comenzaba a colarse por entre los árboles, un camino nuevo que había recompuesto en su cabeza miles de veces y que por primera vez descubría. Estaba exultante.

Siempre había imaginado que la carretera seguía recta entre árboles durante varios kilómetros, adentrándose en un bosque tupido, pero lo cierto fue que la sombra de las ramas desapareció en poco más de ochocientos metros y el camino empezó a serpentear entre campos de cereales. Ya no había vegetación que lo protegiera de la luz del sol, y tuvo que ponerse las gafas de sol. Estaba contento, aquello no se parecía a lo que había soñado. Tantos años preguntándose por el aspecto de la carretera y resultaba algo completamente distinto a lo que había ido creando en su cabeza.

Un cartel anunció un desvío hacia la derecha que indicaba "Polígono industrial" y Víctor lo pasó de largo. Entonces la calzada cambió un poco; se estrechó y la calidad del asfalto disminuyó. Baches y socavones le hicieron reconocer que en realidad la principal era la que llevaba al polígono y que se había salido de su idealizada carretera, pero daba la mismo. Se había dejado llevar por el impulso del instinto, por la llamada de lo desconocido. Y eso era lo más importante.

La nueva carretera zigzagueó entre arbustos y se fue acercando a unas edificaciones bajas. Cuando se quiso dar cuenta, Víctor se vio entre edificios que le resultaban familiares pero que no conseguía reconocer. Aquello le sonaba, le eran conocidas aquellas construcciones de color ocre sucias. Solo cuando desembocaron en una rotonda se percató de dónde estaba: en la puerta de su trabajo. Había accedido por el otro extremo de la rotonda, precisamente por esa incorporación que siempre le hacía preguntarse de dónde venía aquella carretera. Ahora ya lo sabía: del camino de sus sueños.

Hizo el giro con prudencia para incorporarse, entró y aparcó en su plaza de aparcamiento. Solo eran las ocho y veinte. Aún le daba tiempo de tomarse su cortado. Bajó del coche.


miércoles, 15 de julio de 2015

La tesis (y III)


Por un momento pensé que aquello era una broma. Miré a la librera, que esperaba pacientemente mientras yo hojeaba los libros.
-Esto... esto no es posible. Este libro... ¿ de cuándo es?
La mujer tomó el volumen de mis manos y abrió la última página, donde se leía "Este libro se terminó de imprimir el 11 de enero de 2015".
-A principios de año.
-Ya veo- respondí como si aquello lo aclarara todo. Leí por encima el primer capítulo y reconocí mis palabras en esa parte que ya tenía terminada. Sin embargo, al avanzar en el libro, vi que había capítulos que yo aún no había ni siquiera empezado, pero que seguían el esquema y las ideas que tenía esbozados. Las oraciones expresaban a la perfección conceptos e imágenes mentales que yo no había verbalizado pero que estaban en mi cabeza en bruto, aún por pulir, como parte del trabajo previo  de organización, conceptualización y análisis. Reconocía mi estilo en ellas pero también me percataba de que eran el resultado de una calculada reflexión. ¿Quién había escrito que libro? O mejor dicho, ¿quién había escrito "mi" libro? En lugar de preguntarle de nuevo a la librera, que me contestaría alguna obviedad, abrí la solapa del libro, en donde una fotografía en blanco y negro de mí en pose pensativa e intelectual me contestó de forma gráfica. Abajo, unas breves líneas resumían mi trayectoria académica y profesional (qué triste, que tu vida pueda simplificarse en cuatro o cinco datos puntuales). Sin lugar a dudas, sin saber muy bien cómo ni por qué, yo era el autor del libro.
Agradecí a la librera su ayuda y me llevé todos los libros que me había mostrado, sin detenerme demasiado a mirarlos, huyendo casi como un ladrón con su botín a cuestas. El plan que empezaba a urdirse en mi cabeza me hizo sentir culpable, pero por mucho que intenté disiparlo, volvía a formarse como un nimbo denso que el viento no consigue arrastrar.
Cuando llegué a casa esa noche, tras un intenso viaje en tren que me permitió volver a repasar las maravillas que había comprado, encendí el ordenador y abrí la tesis por la página en la que me había quedado atascado unos días antes, punto en el que no conseguía expresar de forma correcta una apreciación sobre el estilo del autor que no quería que se tomara de manera categórica pero que me serviría para desarrollar el razonamiento posterior. Cogí mi libro, el que acababa de comprar, y busqué la misma página.
Allí estaba la frase perfecta. La que había estado buscando durante más de una hora sin conseguirlo y que fluía con sencillez en la página, ajena a la dificultad que había supuesto crearla. Transmitía a la perfección mi intención, dejando ver que se trataba de una suposición pero que parecía justificada, y enlazaba con la explicación que la seguía como si fuera parte del mismo desarrollo lógico. Eso era lo que yo había querido decir, y de hecho lo había dicho, pues escrito estaba. Así que sin rubor y convenciendo a mi conciencia de que no existía ningún dilema ético, fusilé el párrafo con la seguridad de que no vulneraba ningún derecho de autor más allá del mío.
Ni que decir tiene que no me detuve en aquel párrafo y que seguí hasta copiar el capítulo entero y los posteriores. Tuve que detenerme en ocasiones y buscar las referencias que se apuntaban y las obras que se citaban para comprender algunos pasajes, pero siempre, tras aclarar los comentarios y las alusiones, tenía que admitir que eran las mismas aportaciones que habría hecho yo mismo y las conclusiones a las que habría llegado.
Al terminar de copiar (y de entender) la parte final del trabajo tras una semana de intenso trabajo, hice lo mismo con todo lo anterior, ya que encontré algunas adicciones y correcciones que se me habían pasado por alto pero que mi libro sí contenía. Qué suerte tenerte a ti mismo para hacer ese trabajo tan pesado y agotador como es revisar una tesis.
Mi directora se sorprendió de que le presentara tres capítulos de golpe, y también de encontrar pocos comentarios que hacerles. Muchas de las cosas que se le ocurría apuntar aparecían dos líneas más abajo o en el párrafo siguiente, al igual que las referencias bibliográficas que me aconsejaba revisar para un apartado o sección concreta: ya estaban recogidas en las notas a pie de página o en el cuerpo del texto. Me felicitó por el trabajo y me informó de que estaba listo para defenderla.

Dicho todo esto, y sabido de antemano todo el trabajo que supone emprender un proyecto como este, recomiendo a cualquiera que esté pensando en el descabellado propósito de escribir una tesis que, antes de meterse de lleno en el proceso, se pase por la librería de Madrid por si encuentra su trabajo ya publicado y se ahorra así gran parte de la tarea.


lunes, 13 de julio de 2015

La tesis (II)


Recientemente estuve en Madrid para consultar en la Biblioteca Nacional algunos volúmenes para la tesis. Aproveché la ocasión para recorrer algunas de esas librerías maravillosas que ya conocía de visitas anteriores y varias librerías de viejo donde comprar obras del período en que estaba trabajando. En uno de esos paseos me encontré con una en la que jamás había entrado. Se encontraba en una bocacalle de la calle del Pez, oculta en un estrecho recodo entre un bar y una pequeña tienda de ultramarinos. Me llamó la atención porque los volúmenes expuestos en el escaparate no eran los más vendidos del momento sino clásicos en cuidadas ediciones, ensayos de historia y filosofía, libros ilustrados para niños de un gusto exquisito y una cuidada selección de libros antiguos de títulos atrayentes. Así que me decidí a hacerle una visita rápida.
Al entrar en la librería, me sorprendió la engañosa ilusión del escaparate, que por su estrechez hacía pensar en un local diminuto; pero en los edificios antiguos, el trazado irregular de los solares permite la existencia de insospechados espacios de una profundidad angosta e inabarcable, como si la tienda hubiera crecido sin control invadiendo el espacio disponible en edificios colindantes. Había estanterías que llegaban hasta el techo, y la disposición anárquica de los anaqueles, sin orden y aprovechando el más mínimo espacio libre, creaba una sensación de horror vacui que me resultaba placentera por deberse al alud de libros que la provocaba. Una anciana señora de mirada torva leía un libro de aportas en francés detrás del mostrador, y levantó los ojos del libro con parsimonia, convencida de que la llegada de un hipotético cliente no era motivo suficiente para abandonar la lectura.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
-¿Qué desea?
-No conocía esta librería- comencé de un modo estúpido, un poco cohibido por su pregunta seca y directa.
-Llevamos aquí más de cien años. ¿Busca algún libro en concreto? No tenemos muchos libros de literatura actual, no sé si podremos satisfacerle.
Me ofendió que pensara que yo era un consumidor de novelas de piscina, y respondí a la defensiva:
-Ya me he dado cuenta, por eso he entrado.
Solo entonces se quitó ella las gafas y me miró por primera vez con interés, como si yo fuera realmente una persona. Quizás sí me trataba de un cliente potencial.
-¿Sí? ¿Y qué busca usted?
-Pues, básicamente, bibliografía sobre teatro.
-¿Sobre historia del teatro, práctica teatral, teoría teatral, semiótica teatral, un período concreto, un autor determinado? ¿En español, en inglés, en francés, en alemán, en italiano, en portugués?- preguntó la retahíla sin pausa pero sin aceleración, repitiendo un listado bien aprendido que le aburría reproducir.
-Pues... sobre teatro de principios del siglo XX en España.
-¿En castellano o catalán?
-En castellano. Teatro simbolista y de inicios de la vanguardia. Teatro renovador, pero nada de Lorca ni de Valle, por supuesto.
-¿Autores?
-Pues... si tuviera algo de José Francés y Tomás Borrás... También me serviría bibliografía sobre Martínez Sierra, Manuel Abril, Sassone...  
-Déjeme ver.
Se dio la vuelta y me dejó ante el libro abierto que acababa de soltar. Mi deformación profesional me hizo fijarme en él: estaba escrito en griego con explicaciones en francés, y me entretuve intentando descifrar el texto visto del revés. A punto estaba de comprender la primera línea cuando la señora se presentó con una pila de libros que le ocultaban la cara. No dio muestras de costarle trabajo transportarlos, y los depositó en el mostrador sin esfuerzo. 
La mayoría eran ediciones desconocidas para mí, tan desconocidas como que hasta entonces había pensado que aquellas piezas nunca se habían editado y que habían quedado inéditas en vida de sus autores. Busqué los años de edición y se remontaban a la época de mayor producción de sus autores. Me temblaban las manos y la mujer me preguntó:
-¿Le interesa alguno?
Asentí sin mirarla, puesta toda mi atención en aquellas portadas descoloridas por el tiempo y en su contenido desconocido e ignorado por mí hasta un minuto antes.
-Tengo también varios volúmenes de crítica y teoría que tal vez le interesen.
Volví a asentir, apenas consciente de lo que me decía, y a los poco minutos se presentó con una nueva pila. Teatro simbolista en España. Los grandes desconocidos, El otro teatro modernista, La escuela del Teatro del Arte. (1916-1925). Autores y obras... Estaban publicados en editoriales que no había oído en mi vida, pero el contenido era muy valioso. Muchos de los autores me eran desconocidos, pero sus trabajos venían prologados por especialistas indiscutibles en la materia. Contenían abundante bibliografía, mucha de ella reciente, notas a pie de página ¡y todos los volúmenes estaban indexados! Eso facilitaría mi búsqueda una barbaridad, se agradecía enormemente. ¿De dónde habían salido aquellos libros? ¿Por qué no habían aparecido en las listas de novedades que me llegaban a diario al correo? ¿Cómo no había saltado ninguna alarma ni los había encontrado en las exploraciones que regularmente realizaba en la bases de datos? Pero la sorpresa mayor me la deparó el último volumen. Se titulaba Tendencias renovadoras del teatro español del primer tercio del siglo XX: José Francés y Tomás Borrás. El mismo título que mi tesis. Pero no acababan ahí las coincidencias. El autor era yo mismo.


Seguirá...


sábado, 11 de julio de 2015

La tesis (I)


Escribir una tesis tiene mucho de novela negra. Uno tiene que investigar, encontrar referencias, hallar pistas e indicios de otros autores, leer mucha bibliografía, seguir rastros que llevan a un callejón sin salida, volver al camino recorrido y observar de nuevo lo que tienes ante los ojos con una perspectiva distinta que te permita descubrir algo que en una primera lectura había pasado desapercibido. Y en muchos casos se consigue, tras mucho indagar, descubrir al asesino.

Una parte importante del proceso (una de las que más, precisaría yo), es la búsqueda de una bibliografía adecuada. Para encontrarla, se puede recurrir a tres métodos:

a) La recomendación de un entendido en la materia, que suele ser la más canónica y con la que habitualmente se comienza cualquier investigación. El director (o directora, que ya sabemos que el masculino es el género no marcado), sugiere una bibliografía básica para comenzar el trabajo ("toma, léete todo esto") y uno corre a la biblioteca a sacar todos los títulos listados, que suelen ser más de veinte.

b) Las citas que aparecen en la bibliografía con la que trabajamos, que nos permite ir ampliando la red de referencias que se urde a partir de las primeras que tuvimos (la lista inicial) a modo de esquema arbóreo, pues de cada volumen salen bastantes referencias útiles y libros y artículos que se pueden consultar. Sin embargo, este esquema se va complicando a medida que avanza nuestra investigación y se convierte en un diagrama de flujo complejo donde en algunos acasos las citas se cruzan, las llamadas se repiten y el entramado de vuelve confuso con tanto ir y venir de líneas; además, llega un momento en que es difícil abrir nuevas ramas en un sistema tan centrado en sí mismo que se retroalimenta de sus propias partes (i.e., el mundo académico). Es por ello que se hace necesario volver a la recomendación de un entendido que permita un injerto en nuestro esquema que le aporte savia nueva o bien pasar al tercer método.

c) La búsqueda aleatoria, libre, aterradoramente amplia. Escribir "Lope de Vega" en el catálogo de la universidad e ir revisando uno a uno todos los volúmenes, todos los artículos indexados, todas las actas de congresos que aparecen, y luego repetir el proceso en buscadores de publicaciones especializados, en otras bibliotecas, en bases de datos digitales, en repositorios universitarios, en la Biblioteca Nacional, en google, y cómo no, la última opción, la búsqueda de campo en las librerías.

Ir a las librerías en busca de bibliografía se parece a ir de rebajas. No se puede ir con una idea preconcebida ni con la firme determinación de comprarse un pantalón de vestir azul marino sin pinzas (por poner un ejemplo); solo con una mente abierta, dispuesta a aceptar que podemos encontrar cualquier cosa, permite salir airoso de una situación semejante. El concepto es "a ver qué me encuentro". Y así se encuentran tesoros inesperados.

Hay librerías donde por definición no se entra cuando se está inmerso en estas exploraciones de campo porque en ellas no se puede encontrar nada útil para nuestra investigación. Son las típicas librerías bien iluminadas, funcionales y modernas, adecuadas para adquirir el último éxito del verano, la novela histórica de moda, libros de cocina surgidos de un programa de televisión o autobiografías de famosos [sic]. En estas librerías difícilmente se encuentra algo que nos sirva para descubrir nuevas pistas. 

Son en cambio un filón las pequeñas librerías especializadas, las atestadas de libros, con poca ventilación, en calles poco transitadas y con un ingente depósito en un almacén escondido al fondo, que se estira y amplía como el estómago de Gargantúa. Encontrar por casualidad uno de estos establecimientos alegra el corazón: es una joya oculta que invita a la exploración.

Una de estas librerías ha sido fundamental para la finalización de mi tesis, pero ya hablaré de ella en la próxima entrada.


Diez meses y once días

Ha sido una ausencia larga; las circunstancias lo requerían. Acabar la tesis era una prioridad, y aunque no he dejado de leer (eso es innegociable), sí he dejado de escribir por aquí. Que no de escribir, pues se trata de una necesidad y no puede controlarse. Además, la tesis también cuenta, aunque no sea ficción (o sí), ni reseña de un libro, ni de una película, ni nada parecido. Solo que no es lo más adecuado para este rincón.

Eso sí, mi lista de escrituras pendientes es larga. He ido anotando cosas sobre las que necesito hablar, relatos, cuentos y demás. Irán apareciendo poco a poco, y recuperaremos el ritmo habitual (¿una entrada a la semana no sería perfecto?). Mi propósito para el verano es desempolvar el blog, desentumecerlo y devolverlo a la vida. Y seguir con Hiperión. Quienes lo conocéis, ya sabéis de qué se trata. El resto, ya lo verá.

Un placer estar de vuelta.