jueves, 27 de agosto de 2015

La impresión. "Réserve" en el Centro Pompidou de Málaga.



Estamos acostumbrados a que la música nos emocione. El arte más abstracto de todos puede hacernos llorar con una melodía o unos acordes de piano sin que exista una razón clara para ello. La música moldea nuestra percepción del mundo y ayuda a nuestro sistema nervioso, como nos recuerda Robert Zatorre. Otras manifestaciones artísticas también nos conmueven; ocurre con la poesía, con el cine y con la pintura. Todos hemos llorado (de emoción o tristeza) con una novela o una película, y también con la contemplación de una obra de arte. En mi caso, el Panteón, el Guernica o la Venus del espejo han sido obras ante las que no he podido evitar un escalofrío.

La última de estas impresiones la he tenido en el Centro Pompidou de Málaga, pero por motivos muy distintos. En algunos casos la emoción viene motivada por la grandiosidad, por la belleza o la dificultad de la ejecución; en otros casos, es resultado del horror y el miedo.

Dentro del recién inaugurado Centro Pompidou de Málaga se encuentra una instalación del artista francés Christian Boltanski que se titula Réserve. Se trata de una habitación, de unos tres metros de ancho por cuatro de largo, al que se accede por una puerta estrecha. Dentro, las paredes están cubiertas por ropas y vestidos antiguos, colocados por capas, hasta cubrirlas por completo. La luz, escasa y cenital, aporta un ambiente oscuro y enfermizo al espacio, como si tratara de una buhardilla o almacén antiguo. Al entrar, la sensación que me embargó fue un tanto claustrofóbica; la calma del interior me angustiaba porque no parecía el resultado de una quietud buscada, sino más bien consecuencia de un abandono repentino. La escasa claridad tampoco ayudaba, y la impresión venía potenciada por un elemento fundamental: el olor. Dentro de la estancia olía a ropa usada, a ropa vieja, al armario de mi abuela. Y una pregunta me atenazó en ese momento: ¿de quién era toda esta ropa? ¿Dónde estaban? Inmediatamente, encontré la respuesta: pertenecía a gente muerta. Di un paso atrás y salí de la sala.

Me tuve que sentar fuera unos instantes, estaba temblando. Intenté acercarme a la entrada de nuevo pero no pude cruzar el umbral. Solo me atreví a leer el nombre del artista y de la obra. Y esa tarde busqué información sobre ella.

Efectivamente, Christian Boltanski es conocido por sus instalaciones y trabaja sobre conceptos como la presencia, la ausencia, el recuerdo y la memoria. Sus orígenes judíos hacen inevitable la referencia al Holocausto en su obra, y Réserve, obra de 1990, está relacionada con otras realizadas por aquella época como Le lac des morts o Réserve Canada, que también tratan el mismo tema a partir de la idea de la ropa como envoltorio, como resto que queda de alguien al desaparecer. El hecho de incluir el componente olfativo forma parte de la intención de Boltanski para potenciar la sensación del espectador, acercándolo al referente humano al que remiten las ropas abandonadas. La soledad, la desolación y el olvido flotan en medio de esa sala que remite a los almacenes donde los nazis guardaban las posesiones de los deportados. Una experiencia aterradora que me dejó durante días una sensación de ansiedad difícil de olvidar. Y que ojalá nunca olvidemos.


martes, 18 de agosto de 2015

Joseph Roth, lectura de verano


Reconozco que el Imperio Austrohúngaro y su disolución es una de mis debilidades... Aunque es cierto que no se trataba de un mundo ideal como Stefan Zweig intenta reflejar en El mundo de ayer, no se puede negar que fue un período de ebullición creativa: Zweig, Ödön von Horváth, Schinitzler, Kafka, Hermann Broch, Robert Musil, Rilke, Mahler, Schönberg, Alban Berg, Webern, Zemlinsky, Schreker, Korngold, Krenek, Klimt, Schiele, Kokoschka, Otto Wagner, Josef Hoffmann, Freud, Wittgenstein... y Joseph Roth.

Joseph Roth es el bardo de ese mundo perdido; escritor prolífico, periodista de gran fama durante su vida, ha pasado a la historia de la literatura como el autor de La marcha Radetzky, novela centrada en la disolución del Imperio. Sin duda se trata de una de las lecturas fundamentales del siglo XX, pero su obra no acaba ahí: en su trepidante carrera como autor, que arranca en 1923 con la publicación de la novela La tela de araña, y se extiende hasta 1939, año de su muerte prematura en París como consecuencia de su alcoholismo, escribió quince novelas, varias novelas cortas y relatos, dos ensayos que despertaron gran interés (Judíos errantes y El Anticristo), y miles de artículos periodísticos. Su condición de judío lo llevó a abandonar Austria ante el auge del nazismo en Alemania (antes incluso de que se pudiera pensar en el Anschluss de 1938) y la prohibición de sus libros en el Tercer Reich fue sin duda una de las causas de su penuria vital y económica que desembocó en su muerte a los cuarenta y cuatro años.

Había leído algunas de sus novelas, pero ha sido la lectura del epistolario entre Roth y Stefan Zweig (los epistolarios son otra de mis perdiciones) la que me ha llevado a dedicar este verano a la lectura pormenorizada de su obra. La editorial Acantilado está realizando una labor encomiable en la recuperación del autor en nuestro país, del que había algunas ediciones en Anagrama y Edhasa pero del que existía un vacío preocupante. Se trata de una narrativa ágil, que destaca por la maestría de Roth para pintarnos, con muy pocos detalles, el carácter de sus personajes. La conflictiva situación del mundo germánico en el período de entreguerras es uno de los temas principales de su producción, junto con ese canto de cisne por la desmembración del Imperio y la problemática judía, especialmente desde la perspectiva del judaísmo oriental (recuerda en esto a algunas novelas de Irène Némirovsky). También los dos volúmenes editados por Acantilado que recopilan, por un lado, sus artículos de prensa publicados en Viena entre 1919 y 1922 (Primavera de café) y aquellos escritos en su exilio parisino (La filial del infierno en la Tierra) son, en el primer caso, un magnífico testimonio de su talento para reflejar la pintoresca realidad vienesa de la posguerra desde una perspectiva siempre humana, y en el segundo caso, una tremenda muestra de sus cantos de Casandra ante el horror que se cernía sobre Europa y que muy pocos supieron ver con antelación.

Un autor muy recomendable que merece una recuperación en toda regla. 

domingo, 2 de agosto de 2015

La carretera


Víctor salía todos los días de su casa a las siete y diez. Años de minuciosa observación y de cálculo del tiempo le habían llevado a reconocer que era el momento más idóneo para salir de su barrio. Si apuraba cinco minutos más, la rotonda donde confluían las calles más transitadas de la zona estaba atestada de coches, y ese primer retraso desencadenaba toda una serie de incidentes (atascos en el puente viejo, comienzo del turno de mañana en la fábrica de salazones, embotellamiento en los nudos que comunicaban con las ciudades dormitorio del extrarradio...) que se podían evitar con un breve adelanto. Esos cinco minutos eran vitales. Más de cinco resultaban innecesarios, porque salir a las siete, o a las siete menos tres, sólo significaba llegar al trabajo diez o trece minutos antes. Lo había comprobado en suficientes ocasiones como para afirmar rotundamente, con categórica determinación empírica, que las siete y diez era la hora exacta en que debía atravesar la puerta de su casa para montarse en el coche aparcado en la puerta. Llegaba al trabajo con el margen suficiente como para tomarse un cortado en la máquina de su planta, ordenar un poco su mesa y empezar a trabajar a las ocho y media. 

Ni que decir tiene que semejante orden en los horarios parecía reflejar la personalidad de un hombre metódico y escrupuloso que evitaba los imprevistos y que seguía un esquema repetitivo a diario. Víctor dejaba preparada todas las noches la ropa que vestiría al día siguiente, el café listo dentro de la cafetera, la taza de leche sobre la mesa de la cocina junto a los cubiertos y la servilleta, su maletín en la puerta con las llaves del coche encima. Le gustaba que todo estuviera donde tenía que estar, encontrar las cosas donde las había dejado, guardar todo en su lugar y que nada se quedara por medio. El desorden, la impuntualidad, los imprevistos representaban el caos, y el caos era desequilibrio, aturdimiento, intranquilidad, miedo. Consciente de que la vida se compone de numerosas variables que no podemos controlar,  Víctor procuraba, en la medida de lo posible, no  dejar nada al azar.

Por ese motivo, su rutina y todos los elementos que formaban parte de ella colaboraban en crear un efecto de falso equilibrio que le ayudaba a vivir cada día y le permitía establecer un mapa mental con puntos fijos que servían de referencia: el vecino que salía a la misma hora que él y al que saludaba con un educado buenos días, la cafetería en la esquina del puerto que empezaba a abrir cuando él pasaba por su puerta, el tiempo que duraba cada semáforo en rojo y la concatenación de su temporalizadores, que determinaba en cuáles tendría que parar y en cuáles no, el guardia de seguridad en la puerta del hospital, la luz encendida en la ventana de un edificio donde siempre veía las sombras de sus inquilinos... Eran el término independiente, siempre fijo, en la compleja ecuación de su existencia. 

Como parte de ese plan estático se encontraba el recorrido diario para llegar a la oficina. Nunca lo alteraba, ni decidía tomar rutas alternativas. El comportamiento gregario del ser humano alcanzaba en esto sus cotas más altas. Nada lo sacaba del camino aprendido, de los baches que nunca dejaban de estar en el mismo punto, de las intersecciones mal reguladas y las incorporaciones incómodas. Quizás hubiese una alternativa más rápida o mas cómoda, pero Víctor ya había dedicado tiempo a la observación empírica y había optado por ese trayecto imperturbable. Nada le hacía cambiar de rumbo.

Lo que nadie podía imaginar era que esa rígida disposición vital no correspondía en realidad a ningún rasgo de su carácter, sino que se trataba de una medida de autocontrol impuesta por el propio Víctor. En el fondo, Víctor era un hombre anárquico, impulsivo, de pensamiento desordenado y excesivamente emocional. Si dejase que sus inclinaciones internas se manifestaran, perdería el control de todo aquello que le habia costado años construir, ese armazón de normas, hábitos y repeticiones que contenía a la fiera amorfa que le bullía dentro.

Justo antes de llegar a su oficina, Víctor debía recorrer un trecho por carretera, saliéndose de la circunvalación. Era apenas medio kilómetro, y en el último recodo, un cruce lo obligaba a torcer a la izquierda para volver a la ciudad, al cuadrante, a la simetría. En ese corto trecho, el aire se volvía más puro, podía oírse el canto lejano de algún pájaro desconocido y Víctor se sentía por un minuto libre de ataduras. Se trataba de una sensación muy peligrosa porque aquella paz hacía tambalear su estricto equilibrio; cuando ese sentimiento de tranquilidad y desprendimiento se agudizaba, pisaba el acelerador y en la bifurcación dejaba atrás el paraje, incorporándose de nuevo al trazado urbano.  Por unos segundos fantaseaba con la posibilidad de seguir por aquella carretera en lugar de dirigirse al trabajo:  imaginaba los paisajes que contemplaría desde la ventanilla y aventuraba entre conjeturas a dónde llevaría ese camino que nunca se había planteado tomar. La fuerza de su voluntad era demasiado férrea como para permitírselo, pero la ensoñación le servía para tranquilizarse, recuperar el pulso y relajarse unos segundos antes de aparcar.    

Esos breves cinco minutos de circulación por la carretera eran la única evasión que Víctor se permitía, pero teniendo en cuenta su natural inclinación, habría sido preferible cortar de raíz la debilidad buscando otra vía de acceso al trabajo, aunque fuera menos eficiente o menos cómoda para sus rígidos criterios. A pesar de tratarse de un trayecto corto que se recorría en un abrir y cerrar de ojos, el hechizo que ejercía sobre Víctor iba poco a poco invadiendo toda su rutina. Muy pronto se descubrió imaginando a dónde llevaría esa carretera, y mentalmente se repetía el breve trayecto en su imaginación, cambiando el final del recorrido, que continuaba adelante en lugar de girar hacia la izquierda en dirección al trabajo. Algunas noches esas imágenes se repetían en su cabeza al acostarse y le daban vueltas y vueltas hasta que caía dormido en la plácida entrega.

Su inquietud fue creciendo hasta el punto de desembocar en palpitaciones cada vez más violentas en el momento que se incorporaba a la carretera. Se establecía entonces una lucha contra sí mismo, entre su parte racional y su parte emotiva, entre deber y querer, una lucha que cada vez le deparaba más inquietudes. Llegaba al trabajo empapado en sudor y con el triste convencimiento de haber hecho lo correcto, aunque aquello no lo animara. La responsabilidad dejaba a veces un gusto muy amargo.

Un día especialmente anodino, en una semana de poco trabajo y tan parecido al anterior que era difícil precisar su fecha, Víctor dio el paso. Siguió carretera adelante, sin dubitaciones, ignorando las indicaciones del cruce. Unas carcajadas incontrolables le llenaron el pecho. Bajó las ventanillas y respiró el aire fresco de la mañana. Lo había hecho. Había seguido adelante. No sabía qué iba a ocurrir a continuación, no tenía nada preparado, pero le daba igual. No iría a trabajar, dejaría que la carretera lo guiara; llevaba dinero encima, no necesitaba más. El aire en la cara, la luz tenue que comenzaba a colarse por entre los árboles, un camino nuevo que había recompuesto en su cabeza miles de veces y que por primera vez descubría. Estaba exultante.

Siempre había imaginado que la carretera seguía recta entre árboles durante varios kilómetros, adentrándose en un bosque tupido, pero lo cierto fue que la sombra de las ramas desapareció en poco más de ochocientos metros y el camino empezó a serpentear entre campos de cereales. Ya no había vegetación que lo protegiera de la luz del sol, y tuvo que ponerse las gafas de sol. Estaba contento, aquello no se parecía a lo que había soñado. Tantos años preguntándose por el aspecto de la carretera y resultaba algo completamente distinto a lo que había ido creando en su cabeza.

Un cartel anunció un desvío hacia la derecha que indicaba "Polígono industrial" y Víctor lo pasó de largo. Entonces la calzada cambió un poco; se estrechó y la calidad del asfalto disminuyó. Baches y socavones le hicieron reconocer que en realidad la principal era la que llevaba al polígono y que se había salido de su idealizada carretera, pero daba la mismo. Se había dejado llevar por el impulso del instinto, por la llamada de lo desconocido. Y eso era lo más importante.

La nueva carretera zigzagueó entre arbustos y se fue acercando a unas edificaciones bajas. Cuando se quiso dar cuenta, Víctor se vio entre edificios que le resultaban familiares pero que no conseguía reconocer. Aquello le sonaba, le eran conocidas aquellas construcciones de color ocre sucias. Solo cuando desembocaron en una rotonda se percató de dónde estaba: en la puerta de su trabajo. Había accedido por el otro extremo de la rotonda, precisamente por esa incorporación que siempre le hacía preguntarse de dónde venía aquella carretera. Ahora ya lo sabía: del camino de sus sueños.

Hizo el giro con prudencia para incorporarse, entró y aparcó en su plaza de aparcamiento. Solo eran las ocho y veinte. Aún le daba tiempo de tomarse su cortado. Bajó del coche.