jueves, 9 de enero de 2014

"Todo lo que era sólido" de Antonio Muñoz Molina y "En la orilla" de Rafael Chirbes


                   

El último libro de Muñoz Molina es un texto que hay que asimilar despacio, como un guiso espeso que requiere una larga digestión. De hecho, he esperado unas semanas (o meses) antes de escribir sobre él, porque necesitaba reposar toda la información recibida.

La crítica ha alabado la sinceridad del escritor, destacando la autocrítica que incluye (que es un valor ausente en la mayoría de nuestros intelectuales) y su neutralidad, pues Muñoz Molina no se casa con nadie: ni con los comunistas de su juventud, ni con los socialistas de los ochenta, ni con la derecha y la izquierda actual, tan desdibujadas. Quizás se echa también de menos una reflexión sobre su papel al frente del Instituto Cervantes neoyorquino, teniendo en cuenta que es historiador y nunca ha ejercido de profesor de lengua, pero tampoco ese es el tema del libro. Su visión desengañada de lo que somos los españoles, y el tan traído tópico de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades articulan un examen de conciencia exhaustivo, minucioso y que deja muy mal sabor de boca, como un plato muy amargo que insiste en repetirse. De hecho, mientras lo leía, muchas noches me iba a la cama con una sensación de impotencia difícil de disipar. La falta de responsabilidad de nuestros políticos, el inexistente sentido cívico que nos caracteriza y la cutrez que preside la mayor parte de nuestra historia reciente transita por el libro reflejando un panorama un tanto desolador.

Algo parecido me está ocurriendo con En la orilla, la nueva novela de Rafael Chirbes, que no había publicado ninguna desde la elogiada Crematorio que ganó el Premio Nacional y se convirtió en una serie de televisión de gran éxito. Me queda poco para terminarla, pero de nuevo se trata de un plato fuerte, un guiso castellano (a pesar de desarrollarse en Levante) con mucha carne, tocino y condimentos, denso y espeso donde la cuchara se clava y no se hunde. El estilo recargado de Chirbes invita a la meditación: con sus frases largas e hipnóticas lo mismo explica en un par de páginas el sentido de la vejez y la decadencia del cuerpo que la acompaña como se detiene a analizar de que manera la corrupción se puede  extender a campos tan dispares como las revistas vinícolas o el mundo de los grandes chefs. A través de un largo monólogo con forma de discurso indirecto libre, Esteban, el narrador, establece distintas conversaciones con los personajes de su vida, sus amigos, su padre impedido, la inmigrante que lo cuida, la amante que lo abandonó, los trabajadores de su carpintería, sus compañeros de los juegos de carta que ocupan sus tardes. La muerte que planea desde el arranque de la historia (un marroquí encuentra unos cadáveres descomponiéndose en las marismas, muertes que se explican en la larga analepsis que constituye el grueso de la novela), es una amenaza constante que nos recuerda el inevitable fin del ser humano a través del desolado ajuste de cuentas que Chirbes hace con nuestros años de "milagro económico" y euforia desmedida. Una lectura amarga, dura, que ofrece un panorama  oscuro de nuestro presente. Un ejercicio necesario de contrición y, por qué no, de catarsis colectiva. Un libro que hay que leer aunque cueste hacerlo, del mismo modo que cuesta reconocer los errores cometidos.