lunes, 9 de diciembre de 2013

París, el síndrome de Stendhal y el nuevo síndrome


Uno de mis mejores amigos se encuentra ahora mismo en París de vacaciones, y gracias a la tecnología (¡oh maravilloso whatsapp, único testigo de nuestra existencia!) nos está contando a tiempo real sus primeras impresiones.

Medio en broma (y en parte porque lo conozco) le he dicho que se prepare para diversos ataques del síndrome de Stendhal, porque la ciudad tiene suficientes rincones y monumentos para provocarlos. Y con ello no me estoy refiriendo solo a los evidentes, sino a los que nos sorprenden a la vuelta de la esquina.

El síndrome de Stendhal, que tiene más de literario y de autosugestión que de otra cosa, posee además una historia muy curiosa, como nos recuerda Julian Barnes en Nada que perder. En su viaje por Italia en 1811, Stendhal (que por entonces no había adoptado el seudónimo y se llamaba Beyle) visitó la la ciudad de Florencia. Más tarde escribiría sobre ello en el relato Roma, Nápoles y Florencia (1826); para entonces, Stendhal había idealizado la experiencia para darle un aspecto mucho más literario: contó cómo, a su llegada a la ciudad, ve desde el carruaje la cúpula de Brunelleschi; admirado por la visión, se apea del vehículo dejando en él su equipaje para entrar a pie en la ciudad. Se dirige a la Basílica di Santa Croce, que se encuentra a las afueras. Los frescos de Giotto que decoran las capillas lo impresionan muchísimo, especialmente los contenidos en la capilla Niccolini, y al salir al pórtico de la iglesia sufre un desvanecimiento, consecuencia de haber alcanzado "el grado supremo de sensibilidad en que las divinas sugerencias del arte se mezclan con la apasionada sensualidad de la emoción". Aquí tenemos el famoso síndrome, al que no se pondrá nombre hasta el siglo XX.

Pero Stendhal, además del relato contenido en Roma, Nápoles y Florencia, también dejó constancia de aquello en su diario, escrito en 1811 cuando aún no era un escritor famoso y se llamaba Beyle (como siempre, los escritores tienden a escribir demasiado o a no saber destruir ciertos textos que enturbian su mito). En el diario, Beyle no describe el efecto sobrecogedor que le causa la cúpula de la catedral porque llega tarde a la ciudad, cuando anochece, y está mojado después de una tormenta. Se va directo a una pensión, el Auberge d'Anglaterre, donde se acuesta para reponerse del viaje y pide que lo despierten dos horas después. Ya descansado, no corre a ver las pinturas de Giotto, sino que acude a la posta para reservar una plaza para Roma. No queda ninguna libre hasta dos días después, motivo por el que no le queda más remedio que permanecer en la ciudad tres días, lo que le obliga a visitarla.


Visitó la Santa Croce, pero en su diario no dice nada de los Giottos; sí menciona la capilla Niccolini, pero los cuadros contenidos en ella pertenecen a Volterrano, un pintor del Barroco que nada tiene que ver con el estilo del maestro del Trecento.  De hecho, el cuadro que más le admira según recoge en el diario es un descendimiento de Cristo al limbo de Bronzino. "Casi se me saltaron las lágrimas", recoge en 1811 "Nunca he visto nada tan hermoso... La pintura nunca me ha dado más placer". Pero el diario nada recoge del desmayo en el pórtico, ni de las palpitaciones, ni de la emoción incontenible; el síndrome de Stendhal no existe en 1811 pero sí en el relato "autobiográfico" de su viaje por Italia de 1826. Barnes afirma con sibilino acierto que ello no quiere decir que Stendhal no lo sintiera o que no lo sintiera retrospectivamente; como dijo García Márquez en su famosa cita "la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla". El poder fabulador de la memoria es prodigioso.


Así que el famoso síndrome (que mucha gente cree que nació por la contemplación de Florencia cuando en realidad lo "causó" la visita a una iglesia en las afueras) tuvo mucho de literario (en el sentido de que su origen fue ficcional) aunque eso no contradice que en la actualidad individuos hipersensibles sigan sufriéndolo ante obras de arte, paisajes o cualquier grandioso monumento artístico. Y para ver hasta qué punto la sugestión es importante (y el poder de la ficción) habría que hablar de un nuevo síndrome que, curiosamente, se llama "de París".

El síndrome de París (Pari shōkōgun en su versión original japonesa)  es un desorden psicológico transitorio detectado en turistas de visita en la ciudad de París. Se caracteriza por una serie de síntomas como estados de aguda desilusión, alucionaciones, manía persecutoria, desrealización, despersonalización y manifestaciones psicosomáticas tales como mareos, sudoración y taquicardia. Lo más interesante del asunto es que los japoneses son los más susceptibles de sufrir este mal, y en parte se explica por la fama y la apreciación que la capital francesa tiene en la cultura nipona; constituye el primer destino turístico internacional para los japoneses y es un verdadero reclamo publicitario para ellos asociado con las grandes marcas de la moda y el diseño.

Pero lo más paradójico del tema es que varios médicos sostienen que el síndrome, detectado por primera vez en 1986, se ha multiplicado en los últimos años a consecuencia de la publicidad que los medios de comunicación japoneses le han dado, de manera que han creado una predisposición en los turistas a sufrirlo. Y como los periódicos y revistas se retroalimentan de los nuevos casos, eso conlleva que tal vez aumenten mucho más. Curiosidades de lo psicosomático y del poder de la creación: nos bastará pensar que vamos a sufrir el síndrome de París para que, nada más bajarnos del taxi que nos ha llevado al Boul' Mich', empecemos a sentir una sudación misteriosa en la manos y un temblor inesperado, acompañado de unas lágrimas que no podemos contener y una extraña sensación de trascendencia. Porque todos podemos ser Stendhal.

martes, 26 de noviembre de 2013

"Naturaleza de la novela" de Luis Goytisolo


El último Premio Anagrama de Ensayo ha sido un suflé que poco a poco se deshincha a medida que pasa el tiempo desde que lo sacamos del horno. La concesión del premio antes del verano levantó cierta revuelta por las ideas que contenía, entre las que se encuentran la muerte de la novela, el cambio experimentado en el género y el futuro que le aguarda. Hemos tenido que esperar hasta septiembre para leerlo, y siento cierta decepción como es habitual en este tipo de casos: la polémica no es tal y los comentarios de Goytisolo se mueven en torno al tópico "cualquier tiempo pasado fue mejor".

El ensayo, de apenas 170 páginas, se compone de cinco capítulos y un epílogo. A lo largo del texto, el autor va desgranando la historia de la novela desde su fundación en el Renacimiento donde coinciden una serie de circunstancias propicias (invención de la imprenta, el desarrollo del Humanismo y la lectura privada de la Biblia), analizando su origen con respecto a la literatura grecolatina y el Texto Sagrado y va poco a poco explicando y justificando su evolución, valiéndose para ello de abundantes citas; la mitad del ensayo son extensos fragmentos que Goytisolo emplea para mostrar los cambios en el narrador, el estilo, el punto de vista, loa temas: Divina Comedia, Decamerón, Don Quijote, Pantagruel, Rojo y Negro, Madame Bovary, Guerra y Paz, En busca del tiempo perdido, El Gran Gatsby, Manhattan Transfer, y un largo etcétera componen la nómina de obras citadas.

El breve repaso de Goytisolo no por conocido resulta menos interesante. El escritor no puede negar que sabe de lo que habla, y el don de la síntesis y la claridad se agradecen en una obra que se plantea un objeto tan inabarcable como es la novela occidental. Abundan las citas lapidarias, de ésas que queda muy bien soltar en medio de una conversación ("Tal vez el país más regular a través de los siglos desde un punto de vista literario haya sido Inglaterra", "Es mucho más lo que la novela ha aportado al cine que viceversa"), pero uno termina ese rápido repaso por la historia del género con la sensación de ser una lección ya conocida que solo aporta la virtud de la brevedad y la ausencia de retórica hueca. 

Pero mi decepción llega por otros motivos: la tan cacareada crítica de Goytisolo, localizada en el ultimo capítulo y en el epílogo, se justifica por el actual dominio del best-seller en el consumo literario y la ausencia de un hábito lector que pueda asegurar la pervivencia del género como tal, donde lo importante para él es la calidad literaria, piedra de toque que explica la novela. Goytisolo en esto sigue la estela de los apocalípticos, como muy bien diagnosticara Umberto Eco, que ven en los nuevos tiempos la eterna sombra de la decadencia. El gran escritor olvida que, muchos de esos grandes escritores alcanzaron la posición que ocupan después de muertos (como Kafka) o que pasaron la vida luchando por alcanzar un éxito que consideraron mediocre por no cumplir sus expectativas (como Henry James). La evolución del género y sus grandes hitos nada tienen que ver con los hábitos de lectura, pues siendo sinceros, ¿quién ha leído Ulises en Europa (por no decir Finnegans Wake)? Ese gran hito de la novela fue un libro minoritario, por mucho que se haya convertido en un clásico, y tuvo que ser la dueña de la librería parisina Shakespeare & Co. quien la editara, ante la negativa de numerosas editoriales anglosajonas. Ahora forma parte del catálogo de todas las grandes editoriales, en ediciones anotadas, profusas en estudios introductorios y análisis textuales. Goytisolo admite que él mismo es un autor minoritario, y olvida que todos los grandes narradores españoles de los últimos cuarenta años lo son: Benet, los Goytisolo o Julián Ríos, por decir algunos. ¿Quién ha leído la maravillosa Larva, nuestro particular Ulises patrio?

Goytisolo olvida que a lo largo del siglo XX se han leído en España muchas novelas del Coyote, muchos folletines, muchos libros de Corín Tellado y de la editorial Harlequín. ¿Es literatura? Sí; ¿de poca calidad? También, pero literatura a fin de cuentas, como demostró Amorós en su Sociología de una novela rosa y en Subliteraturas. No debería llevarse las manos a la cabeza porque la gente lea best-sellers y novelas fantásticas de elfos y enanos, porque la gran literatura nunca ha contado con un público mayoritario salvo contadas excepciones, que generalmente corresponden a obras que en su momento no fueron tomadas como literatura sino como eso que Goytisolo desprecia (y el ejemplo más flagrante, nuestro Quijote). Los hábitos de lectura han cambiado, es cierto, pero también es verdad que los libros electrónicos están consiguiendo que una inmensa mayoría empiece a recuperar una costumbre olvidada. A ello se une que la mayor parte de los clásicos no cuentan con derechos de autor, lo que de manera indirecta está influyendo en su recuperación, especialmente la narrativa  decimonónica.

El gran novelista incurre en el error de ignorar un elemento fundamental a la hora de reconocer la valía de una obra: el paso del tiempo. Esas grandes novelas que él echa de menos en el panorama actual puede que ya hayan sido publicadas, pero en editoriales minoritarias, y que no hayan contado con la publicidad que otros autores disfrutan. Lo que deberíamos hacer (él y todos los lectores) es seguir leyendo para descubrir esas joyas ocultas que serán los clásicos de mañana y esperar que críticos perspicaces preocupados por la literatura y no por las modas estén atentos a las auténticas novedades. El tiempo se encargará de poner a cada cual en su lugar.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Tutoría

-¡Deje de enseñarle ideas subversivas a mi hija! ¿Igualdad de derechos?, ¿de qué está hablando?
-Viene en la Constitución.
-¡La Constitución dice muchas tonterías! ¡Me importa un rábano lo que escribieran en ella unos rojos hace treinta años! 
-Bueno, su hija está estudiando Derecho, es normal que lea la Constitución, el Código Civil, las Leyes...
-¡Debería estar leyendo Cásate y sé sumisa! ¡Se lo regalamos el mes pasado y aún no lo ha empezado con tanta Constitución y tantos derechos y deberes! 
-¿Por qué la han animado entonces a que vaya a la Universidad?  Me dijo el otro día que sus padres le habían insistido mucho.
-¡La Universidad es el sitio perfecto para encontrar marido! ¿Dónde cree que conocí a mi mujer? ¡En esta misma Facultad! Y en cuanto nos hicimos novios, ella anuló la matrícula. ¡Eso es lo que tiene que hacer mi hija, en lugar de pensar que tiene igualdad de oportunidades, un futuro por delante! ¡Me la está convirtiendo en una indignada! ¿Puede imaginar algo más vergonzoso? 
-Lo cierto es que sí.
-Su madre encontró el otro día un pañuelo palestino en su armario! ¡Lleva llorando desde entonces! 
-Como usted comprenderá, yo no tengo nada que ver en eso.
-¡Déjese de monsergas y de justicia! ¿Por qué no dedica sus clases a algo más útil? Enséñeles valores, que se están perdiendo. ¿Ha leído el Kempis?
-No he tenido el gusto.
-¡Pues debería! Voy a presentar quejas ante el rector de esta Facultad. Todos los hombres somos iguales ante la ley... ¡Qué demagogia! Menos manifestaciones y más civismo. El Manual de Buenas Costumbres, eso es lo que tendrían que enseñar. ¡Y Santas Pascuas!
-Ha sido un placer charlar con usted.

domingo, 3 de noviembre de 2013

"La Turista" de Sam Shepard


Sam Shepard escribió La Turista en 1967 y constituye una de las obras más complejas de su primera etapa. Fue su primer obra en dos actos y la primera también que Shepard decidió reescribir, pues en ella se encuentran algunos de los temas y obsesiones que reaparecerán en sus trabajos posteriores.

El argumento de la obra es sencillo; en el Primer Acto, que se desarrolla en México, un matrimonio americano (Salem y Kent) sufre las consecuencias de la exposición al sol en su habitación de hotel, donde también comienzan a sufrir "la turista" (diarrea del viajero). Kent parece mucho más afectado, y su mujer llama a un médico; en la habitación se cuela un niño mexicano que se apodera del lecho del enfermo, su ropa e incluso su identidad. Cuando el médico llega, acompañado de su hijo, resulta ser un brujo de ascendencia maya que realiza un ritual mágico para alejar a los malos espíritus. Simultáneamente, Salem pide al niño que se quede con ellos, pero el chico responde que va a salir en busca de su padre que lo espera en una carretera, y que no volverá.

En el Segundo Acto, Salem y Kent están ahora en un hotel de Estados Unidos el día previo a su marcha a México, a donde pretenden viajar para descansar de sus ajetreadas vidas. Pero una extraña enfermedad ha atacado a Kent que, postrado en el lecho, parece sumido en un sueño perpetuo. Se presentan un médico sureño y su hijo (interpretados por los mismos actores que el brujo maya y el chico del acto anterior), que con un lenguaje muy técnico y científico explican a Salem que su marido sufre una extraña enfermedad (encefalitis letárgica) cuyo único tratamiento en una fuerte medicación y mantener al paciente despierto para que no caiga en coma. Salem y el hijo del doctor se encargan de levantar a Kent y pasearlo por la habitación para reanimarlo, lo que provoca en él que recupere unos recuerdos perdidos de su infancia; el relato de esos acontecimientos pasados provoca además que Kent y Salem comiencen a sospechar que existen motivaciones ocultas por parte del doctor, que no ha acudido en su auxilio por convicción sino porque quiere realizar un experimento con Kent a la manera del doctor Frankenstein. El médico acaba enfrentándose con la pareja y los amenaza con un revólver. En la escena final, Kent y el doctor se encaran en unos parlamentos cruzados que acaban con la huida del hombre de la escena por medio de una cuerda por la que escala, poniéndose así a salvo y dando fin a la pieza.

La obra se estrenó en el teatro neoyorquino American Place Theater el 4 de marzo y la reacción del público y de la crítica fue muy desigual, como atestiguan las críticas aparecidas en el New York Review of Books. Algunos espectadores sagaces interpretaron que la obra era una simbólica representación de la situación de Estados Unidos en el mundo; así, México sería en realidad Vietnam, y ese niño que invade la habitación representaría al pueblo vietnamita. Los roles se van adaptando según avanza la acción, de manera que el final de ese acto supone el encuentro final entre el niño (Vietnam del Sur) con su padre (Vietnam del Norte), lo que significaría la unificación final del territorio. (Esta es la lectura que ofrece Helen Easton en el artículo del New York Review que hemos señalado), que se amplía con la lectura política del Segundo Acto). Sin embargo, la crítica de la publicación, Elizabeth Hardwick, aunque reconoce la ingeniosa teoría de la espectadora, le niega cualquier validez universal. Partiendo en este sentido de la tesis pregonada dos años antes por Susan Sontag en su famoso Contra la interpretación, Hardwick reconoce que la comprensión literal de una obra de arte no es el objetivo del autor, además de puntualizar que no se deben utilizar las mismas aproximaciones al teatro de Ibsen o Arthur Miller que al de un creador como Shepard. Pero la consecuencia de ello no se debe ignorar tampoco: el público tiende a buscar esta estructura coherente escondida detrás del aparente caos de la obra, y admite que el esfuerzo llevado a cabo por la compañía y el dramaturgo para alcanzar la perfecta expresión de la obra puede no ser reconocida por el espectador, que espera una explicación. Compara La Turista con el gran éxito de la temporada en Brodway, la obra You know I can't hear you when the water's running, compuesta por cuatro piezas independientes de carácter cómico que no posee ningún viso de modernidad pero que en cambio entretiene a la audiencia, y no parece hecha únicamente "para la gente de Brodway". Al igual que el "arte para artistas" o la "música para músicos" (como muchos llaman a la ambiguamente denominada "música contemporánea") el "teatro para dramaturgos o actores" no puede contar con el mismo reconocimiento que esas otras manifestaciones pues se basa en una economía de mercado que sostiene el público. 

De hecho, La Turista es una obra de las obras de Shepard más leídas y comentadas pero también es una de las menos representadas. ¿A qué se debe esto? ¿El público no estaba preparado para un teatro experimental? El éxito de las obras de Pinter, o de los clásicos Ionesco y Beckett señalan lo contrario.  ¿De qué manera resume el propio Shepard el argumento de su obra?

"Una crónica de las experiencias de dos desagradables americanos, encerrados en México con "la turista" (diarrea del viajero). Salem y Kent son don viajeros profundamente antipáticos, poseídos por una característica combinación de indefensión y arrogancia, que están hundiéndose más y más en un mundo sombrío e incoherente. A medida que la obra avanza y su desesperación crece, reciben la ayuda de unos desconocidos cada vez más raros para librarse de su enfermedad". 

Evidentemente, su descripción no profundiza en el sentido de la pieza, pero sí deja clara su posición con respecto a los personajes, a los que considera desagradables, antipáticos y arrogantes. Y en esto quizás resida parte de la dificultad de la obra. Ninguno de los personajes despierta la simpatía del público (y los protagonistas menos que ninguno), pero en el inevitable proceso de identificación tampoco podemos aceptar el papel de jueces que pueden ejercer el doctor y su hijo o el niño mejicano. No hay comprensión para ninguno de ellos porque el autor se sitúa muy por encima de ellos. Podemos pensar que Ionesco se ríe del señor y la señora Smith, o que Beckett actúa de forma condescendiente con su Winnie enterrada en arena, pero siempre hay un fondo de humanidad en ello, a pesar de la indiscutible perspectiva distanciadora. Shepard  no concede ni siquiera la muerte a su incómodo matrimonio, que podría entenderse como un justo castigo a su comportamiento (¿el colonialismo?, ¿la guerra de Vietnam?,  ¿el intervencionismo estadounidense?) lo que  daría cierta coherencia a los personajes antagonistas. Pero no hay nada de ello; incluso juega con la ruptura de la cuarta pared en esa huida final que cierra La Turista como si el autor se tratara de un Deus ex machina capaz de poner punto y final a la trama.

¿Es la interpretación el problema? En absoluto; el cine de los últimos cuarenta años se ha encargado de demostrarlo, empezando por Kubrick y siguiendo con Lynch, Haneke, Ki-duk o Carax. Al público no le preocupa tanto la comprensión (aunque puedan salir del cine preguntándose qué cuernos han visto) como que esa incomprensión haya conseguido transmitirle algo, algo que a pesar de los muchos aciertos de Shepard en La Turista no consigue hacer, algo que sí logra en su trilogía familiar, sus guiones cinematográficos o en piezas previas como La madre de Ícaro

No podemos por tanto ignorar que se trata de una obra de juventud con no pocos momentos brillantes (la conversación inicial sobre los tipos de quemaduras, el prejuicio inicial de Salem  que ignora que el niño entiende el inglés, la curación mágica del brujo, la parodia interna con el médico del segundo acto) pero que no alcanza la grandeza y fuerza que Shepard mostrará en obras posteriores y que le han ganado un puesto en el repertorio  dramático del siglo XX.

lunes, 28 de octubre de 2013

Camino del olvido


El poeta camina despacio por el paseo del Prado con pasos irregulares.

Como todas las mañanas, ha desayunado en un pequeño café cercano a su casa, en la calle Huertas. Ha pasado mala noche, recitándose versos que escribió hace mucho y que apenas recuerda. Le cuesta trabajo conciliar el sueño y recita para arrullarse a sí mismo con el sonido de las palabras. Pero las lagunas mentales, textos incompletos que buscan su conclusión, lo desvelan más que calmarlo. Hace no tantos años era capaz de repetir de memoria casi todos sus poemas (que no son pocos), y aun aquellos ajenos que lo han acompañado toda la vida. Garcilaso, el gran Lope, Espronceda, Zorrilla, Campoamor, Bécquer, Núñez de Arce, Machado... Horas y horas de endecasílabos, silvas arromanzadas, liras, sonetos, romances heroicos. Pero ha perdido la mayoría. Al alba, cansado ya de los bultos de su colchón, se encierra en su biblioteca y repasa ese verso que se le ha atravesado a medianoche, ese cuarteto que había desaparecido como por ensalmo de su cabeza. Los años no perdonan.

Se detiene un momento en uno de los pocos bancos que encuentra libre en el paseo. Los museos de la zona atraen a gran cantidad de turistas y ya no es tan fácil sentarse a meditar en paz mientras pasa la gente, como hacía antes. Después del desayuno, y armado con su vieja libreta, subía y bajaba el paseo componiendo mentalmente sus versos. Cuando creía haber hallado uno, se sentaba en uno de aquellos bancos hoy repletos y tomaba notas. Se cruzaba de vez en cuando con mujeres que iban a trabajar, caballeros que lo saludaban llevándose una mano al sombrero o algún pilluelo vendiendo picadura de tabaco. Ahora el panorama ha cambiado: hay muchos niños, adolescentes estruendosos que vienen por primera vez al Prado o al Reina Sofía, autobuses cargados de extranjeros pertrechados con cámaras de fotos o esos ordenadores tan modernos que son finos como un cuaderno, grupos organizados llenos de vitalidad, visitas concertadas de jubilados que no saben cómo llenar su tiempo libre. Un galimatías de gritos y confusión que lo aturde y le impide disfrutar de la calle.

Tres niñas escandalosas que se han sentado junto a él han acabado echándolo con sus gritos y su molesta conversación. El poeta no entiende a los jóvenes. Sabe que están en la edad de la rebeldía y que todo el mundo ha tenido quince años, pero no admite que los adolescentes se hayan transformado en los nuevos dioses. Se acatan sus decisiones, hay que concederles todo lo que piden, ¡se tienen en cuenta sus opiniones! Si su padre levantara la cabeza... Aquello habría resultado una herejía hace sesenta años, cuando la correa era la única medida educativa que conocían los progenitores. Cómo cambia el mundo en unas décadas. El tiempo lo pone todo patas arriba.

El poeta sigue caminando, y dirige sus pasos hacia la cuesta de Moyano. La última vez que se pasó por las librerías de viejo encontró varios volúmenes de la colección de Clásicos Ebro que conformaban su biblioteca juvenil, y le hizo mucha ilusión recuperar algunos de ellos que se habían perdido a lo largo de años de múltiples mudanzas.  Rinconete y La ilustre fregona, El condenado por desconfiado, El Cantar del Mio Cid. La compra no llegó a los cinco euros, una verdadera ganga. Y espera repetir la experiencia con más títulos.

Algunos puestos están aún cerrados. El poeta olvida que madrugar no obliga a los demás a levantarse temprano y que es habitual en él llegar demasiado pronto a sitios donde nadie le espera. Lo escuchó una vez en una canción. Es un síntoma más de que se ha hecho viejo. "Ya formidable y espantoso suena", decía el insigne poeta. Sí, a la vuelta de la esquina le espera, pero aún puede evitarlo por un tiempo. Gracias a la lectura, a la actividad y al recuerdo.

Se acerca a uno de los primeros puestos abiertos. Tebeos antiguos y libros del Coyote. No, no es eso lo que busca. Entrecierra los ojos para fijar la vista unos metros más allá: la tienda de su viejo amigo Andrés tiene levantada su persiana, párpado ciclópeo que marca el despertar del negocio. El poeta se aproxima despacio, seguro de que allí sí encontrará lo que busca.

Un chico joven ordena libros en los expositores del fondo. No es Andrés ni tampoco su hijo. Es alguien desconocido. Ansioso, temiendo alguna desgracia, el poeta pregunta al joven:

-¿No está hoy Andrés? - pregunta a pesar de la obviedad de la respuesta, como si formularla contuviera algún hechizo mágico que pudiera traerlo de vuelta.

El chico se vuelve con cara de pocos amigos. Ojos hinchados, marcas en la cara, piel enrojecida. Se acaba de levantar y no tiene ganas de conversación.

-Han traspasado el puesto.

-¿Cuándo? Estuve aquí no hace ni un mes.

-Hace tres semanas.

-No me dijeron nada...

-Yo no sé nada, caballero. Sólo sé que ahora la tienda es mía - hizo un gesto con el hombro hacia los tenderetes del exterior, pues sus manos estaban ocupadas con libros de bolsillo- Estamos dando salida a las existencias, tenían un almacén enorme de libros y queremos deshacernos de ellos.

Ese "nosotros" no hace referencia a nadie, pues el chico acaba de decir que él es el dueño. Otro con ínfulas de grandeza. Tanto plural mayestático no es más que un síntoma de inseguridad. El poeta se vuelve hacia los libros amontonados.

-Sí, esos de allí. Écheles un vistazo, están de oferta.

El poeta, azuzado con el cebo de los libros, se olvida de preguntar por su amigo librero, por su repentina desaparición y la manera de localizarlo. Vira despacio como un buque de gran calado y encalla en la pila de volúmenes.

Comienza a repasar los títulos. Son casi todos de poesía. Editoriales minoritarias especializadas en el género, otras completamente desconocidas, nombres habituales en su juventud como Rafael Soto Vergués, Mariano Roldán, Jorge Campos o Rafael Laffón. En su tiempo fueron bastante conocidos, premios Adonais y alguno fue Premio Nacional de Poesía, si no le falla la memoria... Están a dos euros el volumen. El poeta elige tres y se acerca a una columna homogénea en tamaño y color. O son libros de la misma colección o se trata de varias copias del mismo libro. Lo más propable es que sea lo segundo: su amigo Andrés era especialista en comprar a las editoriales restos de su catálogo y luego los iba vendiendo poco a poco para dar la sensación de que se trataba de obras difíciles de encontrar. Qué tunante. O qué gran vendedor, habría que decir. 

El poeta toma el primer libro de la torre y se queda boquiabierto. Mira entonces el segundo, y el tercero, y luego el cuarto y el quinto. Sigue por el lateral, leyendo en el canto el mismo título repetido dieciséis veces, Las musas del Jarama. Abre la primera página en busca del precio, pero no hay nada escrito. Levanta una copia en el aire y pregunta al joven:

-¿Cuánto?

El chico tarda un poco en fijar la vista y responder.

-¡Ah, ese! Un euro. En el almacén hay por lo menos cien ejemplares más, no sé por qué el antiguo dueño tenía tantas copias de ese libro. ¿Lo conoce usted?

El poeta abre la solapa del libro y se encuentra con una foto en la que apenas se le reconoce. ¿Cuánto hace ya, cuarenta años? Aún tenía pelo y los ojos no se le habían hundido en las cuencas. Llevaba un jersey de cuello vuelto y unas de esas gafas de pasta negra que usaban todos los escritores de la época. Fue su segundo poemario.

-Sí, lo conozco.

El joven deja de colocar libros en los anaqueles del fondo y se acerca al tenderete exterior.

-¿Y es valioso? ¿Es un libro que puede tener demanda? - pregunta con los ojos brillantes. Al final ha despertado.

El poeta mira la portada, sobria, con un gran cuadrado irregular de color verdoso sobre el que se destaca el título con una tipografía pasada de moda. Cuando se publicó tuvo cierto éxito; las revistas especializadas lo recibieron con reseñas elogiosas donde se le auguraba un futuro prometedor. Aquel librito le abrió muchas puertas y le permitió conocer a mucha gente, amén de conseguirle un puesto en una revista literaria. Se puede decir que fue lo más cerca que estuvo de un triunfo público, pues sus libros posteriores apenas si recibieron eco en los medios.

Sonríe y le enseña el libro al tendero:

-No creo que tenga mucha demanda. ¿Conoce usted al autor?

El joven mira la portada y niega con la cabeza.

-No, no me suena. ¿Es conocido?

El poeta ríe con ironía socrática. ¿Qué podría esperar de un librero tan joven? ¿Que conozca a las viejas glorias, a los segundones, a los figurantes que sirven de relleno? No se imagina Andrés el daño que le ha hecho guardando aquellos libros tantos años.

-No demasiado. Uno del montón, como tantos - deja el volumen junto a los otros con un gesto de cansancio - Me da la impresión de que le va a costar venderlos. Está pasado de moda.

Y antes de añadir nada más, saca un billete muy bien doblado que guarda en su cartera y se lo entrega al chico.

-Me voy a llevar estos otros.

Y tras recibir su vuelta, el poeta se aleja despacio sin que nadie se preocupe por él.

  

viernes, 27 de septiembre de 2013

"The Grandmaster" (2013), de Wong Kar-wai


Los seguidores de Wong Kar-wai estamos de enhorabuena; hacía nueve años que el director no dirigía una película en chino desde 2046 (2004); aparte dejo la experiencia americana de My blueberry nights (2007), que causó cierta decepción a la crítica y a mí mismo. También es verdad que una segunda oportunidad dada a la película me hizo apreciar algunos detalles que me habían pasado desapercibidos (como siempre ocurre en el cine de este autor tan minucioso), pero sigo pensando que su estilo y el distanciamiento que imprime a sus personajes es inequívocamente oriental, y no resulta tan convincente en Las Vegas o California.

Cuando escuché que Wong Kar-wai estaba dirigiendo una película de artes marciales, al principio me extrañé, pero luego recordé su Ashes of time, que no es para nada adscribible al género de manera ortodoxa pero que es una película fantástica. Aunque el argumento de su nuevo proyecto girara en torno a la vida de Ip Man, uno de los padres de wing chun moderno (que fue maestro de Bruce Lee), sabía que no se trataría de una película de "kung-fu" al uso. 

La película sigue sin estrenarse en España, y no se tiene fecha prevista de estreno. Ya ha sido vista en Francia, Estados Unidos, Alemania, Canadá, y en Italia se estrenó la semana pasada. Ante este vacío, se impone buscar alguna alternativa para no perdernos esta cita ineludible con el autor chino. Eso sí, es importante hacer una puntualización: la versión estrenada en China para uso "nacional" dura 130 minutos; la versión presentada en el Festival de Berlín de este año, 123 minutos; y la que se ha lanzado al mercado internacional, ha quedado en 108 minutos. Ni que decir tiene que, al igual que ocurría en In the mood for love, muchas escenas no adquieren su verdadero significado en una versión reducida, por lo que se recomienda ver la copia china (que siempre es mejor por otra parte porque los doblajes de estas películas a veces son complicados de encajar...).

La experiencia no me ha decepcionado: el impecable estilo visual, la cuidada producción, la banda sonora, las luchas rodadas a cámara lenta, el característico movimiento de cámara del autor, las elipsis narrativas, la repetición de planos...  Todas las marcas de la casa acompañadas además del actor fetiche del director: Tony Leung, que por una vez parece un hombre un poco menos atormentado de lo habitual (tras Happy together, In the mood for love y 2046) pese a que su sempiterna sonrisa a lo largo de la historia oculta una tristeza contagiosa, y un plantel de grandes estrella chinas, entre las que sobresale Zhang Ziyi, que demuestra una vez más su increíble capacidad para transmitir de forma sutil las mayores emociones.

Ni que decir tiene que cuando la estrenen iré a verla en pantalla grande, pero mientras tanto, y ante la posibilidad de que pase directamente a DVD, sugiero que no os la perdáis. 

domingo, 8 de septiembre de 2013

El escritor que hizo la comunión conmigo


Sí, sí, sí, así es. Como se lo estoy contando. No deja uno de sorprenderse ante tanto descaro, pero ocurrió así. Como para fiarse de alguien... Y mire que ha pasado tiempo desde entonces.

Yo hice la comunión con aquel chico que luego se ha hecho escritor. Era uno más del grupo, tampoco es que yo tuviera una amistad con él, lo típico en una clase. Hablábamos en los recreos, alguna vez jugamos a las canicas, tiramos piedras a las ventanas del director... Vamos, lo que cualquier niño de esa edad. Cuando dejamos el colegio le perdí la pista; yo fui a un instituto, él a otro, y como tampoco éramos de la misma pandilla, no lo volví a ver. 

Pero dio la casualidad que yo hice la comunión con él, y nos sentaron juntos en la iglesia. Durante los ensayos nos asignaron un sitio a cada uno y a nuestras familias, para que luego no hubiera peleas por los bancos (por tener un buen sitio para las fotos de su niño la gente es capaz de cualquier cosa). Y caímos el uno junto al otro. En los ensayos la cosa fue muy bien, hasta que llegó el día de la celebración. Cada uno de nosotros debía tomar parte de una forma u otra: uno hacía una lectura, otro leía una oración, y a mí me tocó leer unos agradecimientos al final. Claro, a mi compañero le tocó la primera lectura, y en cuanto la hizo, se relajó y se sentó a mi lado. Pero a mí me entraron los nervios, y como no salía hasta el final, estuve toda la ceremonia atacado. Y cuando me pongo así, me da por hablar. Así que me pasé toda la comunión hablando. En voz baja, claro, para que no me llamaran la atención. Él no decía nada, sólo escuchaba. Y como teníamos a un lado el banco de mi familia, me puse a contarle la historia de cada uno de ellos: mi tía Margarita, que tenía un altar en su dormitorio con cerca de cincuenta santos a los que pedía cada noche que le encontraran un novio; mi abuelo, aficionado al vino y que a veces desaparecía un par de días provocando el llanto de mi abuela (yo entonces no entendía el significado de aquellas desapariciones y simplemente me reía, pues encontraba muy divertido que muy abuelo fuera tan guay); mi primo Luis, de quien mi madre decía en secreto cuando creía que yo no escuchaba que lo había pillado un par de veces vistiendo la ropa de su hermana; el nuevo novio de mi tía Ana, que tenía un tic muy raro en la cara que unos años más tarde descubrimos a qué se debía... Vamos, que le conté todos los secretos e intimidades de mi familia. Y no paré hasta que llegó el momento de recitar los agradecimientos que me había aprendido de memoria. 

Me había olvidado por completo de aquello hasta que hace unas semanas vi en un escaparate la nueva novela de mi compañero. No me gusta mucho leer, y la verdad es que no me había leído ninguna de sus novelas, pero me dio el punto de comprarla para tener una idea de lo que escribía. Así que empecé a leerla, y cuál no sería mi sorpresa al ver en ella la historia de mi tía Margarita, la de mi tía Ana, la de mi primo, eso sí, con otros nombres (Olegaria, Carmecita, Lorenzo) y en los años cuarenta en lugar de en los ochenta, porque están de moda las novelas de posguerra. Me indigné y llamé a la editorial, y les amenacé con denunciarlos por plagio. Ellos me respondieron que el plagio sólo se considera si se copia parcial o totalmente el contenido de una obra, y que como yo no había escrito ninguna novela con la historia de mi familia, no se podía considerar un atentado contra la propiedad intelectual. ¿Se lo puede creer? ¡No existe el plagio si se copia la realidad pero sí si se copia de una novela mamarrachosa! Además, insistieron en que al tratarse de otros nombres y de otra época (vamos, como si fuera tan difícil cambiar unos nombres por otros y adelantar una historia cuarenta años), que no se podía considerar un atentado contra la intimidad personal y familiar. Yo no daba crédito, y lo que más me indignaba era recordar la cara de pan que había puesto el día de la comunión mi compañero, como si aquello que yo le estaba contando le estuviera entrando por un oído y saliendo por el otro, cuando el muy cabrón (con perdón) estaba grabándolo todo para emplearlo veinte años después. ¿Se lo puede creer? ¡Uno ya no va a poder hablar de nada!

Así que por eso estoy aquí, porque creo que tenemos que ponernos en contacto con todas las personas que han tenido trato con este individuo. Algo me dice que esto no es un caso asilado, y me da a mí que si rebuscamos lo suficiente, veremos que todas sus novelas no son más que otro plagio de la realidad, como esta porquería de Años de paz, que tendría que llamarse Años de poca vergüenza... No vea usted la cara que puso mi primo Luis, que es ahora fiscal, cuando le conté lo que pasaba... Sobre todo porque no sé quién se ha encargado de insinuar en varios foros de internet el origen de la historia. Vamos, una desfachatez en toda regla. ¡Para fiarse de los escritores! Si es mejor no abrir la boca delante de ellos...



lunes, 26 de agosto de 2013

"Los tres usos del cuchillo" de David Mamet



Decíamos ayer que en Le mépris el número tres adquiría una importancia capital y lo mismo habría que decir en este ensayo de Mamet. El dramaturgo, director de cine y escritor vertebra su ensayo en tres partes que identifica con los tres actos de una obra teatral. La obra, muy fácil de leer y con un estilo ameno y directo, disecciona con mucho acierto la estructura, el ritmo y la organización de una pieza dramática.

Y cuando hablamos de una pieza dramática, no sólo nos referimos a una obra teatral. Una película también lo es, al igual que una campaña política, un relato o una afirmación con la que intentamos "dramatizar" la realidad.  La primera parte del ensayo explica este concepto y de qué manera el ser humano subjetiviza los sucesos de su quehacer diario para hacerse protagonista de la obra dramática que es su vida: "Hoy he estado esperando el autobús más de treinta minutos, ¿te lo puedes creer?" (este es uno de los ejemplos con que ilustra Mamet su explicación).

A partir de esta introducción, el escritor determina el contenido y sentido de cada uno de los actos de una obra teatral, que se analizan en las tres partes del ensayo. Utilizando casos, citas y justificaciones   accesibles, Mamet nos hace reflexionar de una manera inteligente sobre la significación de cada una de las secciones, mostrando múltiples ejemplos (en muchos casos de ámbitos que nada tienen que ver con el teatro), pero que ilustran a la perfección la exposición.

En mi caso, llevo más de diez años escribiendo una obra de teatro que no termina de cuajar. Me asaltaban dudas sobre la perspectiva, sobre la forma de planificar y presentar la situación dramática. Tal y como Mamet explica muy bien, en el teatro todo ese trabajo previo, "montar" la obra en la cabeza (o en bocetos, anotaciones, cuadernos de ideas), construirla, determinar su estructura interna, es el verdadero trabajo del dramaturgo. Luego solo hay que ponerlo por escrito.  Hace un par de años decidí que había llegado el momento de terminarla: me senté y en tres semanas estaba lista. Evidentemente, la obra necesitaba retoques, y unos cinco meses después, tras una relectura detenida, modifiqué de manera sustancial el último tercio de la obra. La leyeron algunos amigos, escuché sugerencias y críticas, y llegué a la conclusión de que seguía incompleta. Había cosas que fallaban, pero me costaba reconocer dónde estaba el elemento desestabilizador. Y ha sido el ensayo de Mamet el que ha encontrado la raíz del problema.

Lo bueno de Los tres usos del cuchillo es que no se trata de un ensayo farragoso, denso, dirigido a especialistas. Al contrario, su tono divulgativo (pero no por ello exento de contenido), hace del libro una lectura recomendada para cualquiera: los aficionados al teatro descubrirán algunas cosas, los escritores otras, el simple curioso encontrará varias anécdotas jugosas.

Así que mientras algunos se sumergen en el libro de Mamet (cuyo título no pienso explicar pues para ello es necesario leerlo), yo me pondré a revisar la obra de teatro, eterno work in progress que más parece un poema (porque los poemas no se acaban, se abandonan, como decía Valéry) que una pieza sujeta a los inconvenientes de la temporalidad (la espada de Damocles de toda obra teatral).

Disfruten de la lectura.


Jean-Luc Godard - Le mépris (1963)


Le mépris (El desprecio) es una de las películas más famosas de Godard, basada con cierta libertad en el libro de Alberto Moravia. El film cuenta la historia de Paul (Michel Piccoli), un dramaturgo que es contratado por Prokosch, un productor americano (Jack Palance), para que reescriba el guión de La Odisea, película que Fritz Lang está rodando y que no cuenta con el visto bueno del pragmático productor. La deteriorada relación del escritor con su mujer Camille (Brigitte Bardot) llega a su fin en medio de este proceso, donde la presencia del playboy americano también forma parte del conflicto.
 
Mucho se ha escrito sobre este clásico de la Nouvelle Vague que marca un punto de inflexión en la filmografía de Godard, abriendo el camino para la experimentación de los llamados "años Mao" tras La Chinoise y Week-end, que dirigirá cuatro años después. Toda la película se articula en torno al número tres; se puede dividir en tres actos bien diferenciados (el primero discurre en el estudio de Cinecittà donde se rueda La Odisea; el segundo, la magnífica escena en el apartamento donde el espacio juega un papel fundamental, y el tercero, en la isla de Capri). Tres colores dominan el cromatismo de la película: azul, rojo y blanco (la bandera de Francia y también la de Estados Unidos, como se ha comentado en varias ocasiones). Los colores juegan un papel simbólico en la historia: el azul del mar es también el color de los ojos de Poseidón, escultura que aparece repetidas veces a lo largo de la historia; el rojo es el color de los ojos de Marte, y también el color del sofá y las butacas del apartamento, y cómo no, del Alfa Romeo de Jack Palance: la pasión, los impulsos viscerales, la energeia.  Frente a esto, el blanco que sirve de fondo en el apartamento de Roma y también en la villa Malaparte, representación del vacío, de la falta de significación. El azul, en cambio, es la paz, el descanso eterno: la muerte. No en vano Poseidón estaba enfrentado a Ulises y evitó en la medida de lo posible su vuelta a casa.

Existe un triángulo amoroso (Paul - Camille - Prokosch) que se reflejan en la tríada Ulises - Penélope - sus pretendientes, que a su vez poseen una identificación con tres divinidades: Poseidón, Minerva y Marte, que aparecen al comienzo de la película en las escenas de La Odisea. También son tres las separaciones de Paul y Camille, huidas que presagian la separación final, como también tres son las etapas en la larga discusión que constituye el núcleo de la película. Sin lugar a dudas es dicha escena lo más destacado de Le mépris, como el mismísimo Fritz Lang afirma en la larga conversación que constituye el documental El dinosaurio y el bebé o como testimonian diversos estudios y artículos sobre la escena, como el fantástico artículo que analiza la interacción del espacio del apartamento y la relación de la pareja publicado en la revista sobre arquitectura Interiors, de la que se extrae la siguiente ilustración:

  

En el artículo se estudia detenidamente el movimiento de los dos protagonistas por el espacio del apartamento, que deviene en claustrofóbico encierro a medida que la escena se alarga y se repite una y otra vez la confrontación entre los dos. Godard supo dirigir de manera sublime la improvisación en una escena en la que, pese a la libertad dada a los actores, todo está medido hasta el último detalle: la posición de la cámara en cada momento, los encuadres, la ubicación de los actores a medida que se alejan el uno del otro, la interacción con los objetos... Todo son elementos elocuentes para un creador que afirma que todo cuanto acontece en el film sucede por alguna razón: los movimientos de cámara, los muebles que aparecen, incluso los silencios.  

Aunque hayan transcurrido ya cincuenta años, Le mépris sigue siendo una obra moderna que sorprende por lo visionario de su montaje, la inteligencia de su dirección y la extraordinaria actuación de sus protagonistas. El misterio de la ruptura entre Paul y Camille sigue vigente y sus interrogantes continúan inquietando a cualquier nuevo espectador de este clásico del cine. 


miércoles, 7 de agosto de 2013

Lecturas veraniegas del viaje

El viaje de este verano, como siempre, ha supuesto sobrepeso en el equipaje por culpa de los libros, pero un viaje no sería viaje si no conllevara acopio de ellos. La foto muestra el estado de la cuestión.

De Austria solo me he traído un libro, el catálogo de la exposición que actualmente se exhibe en el Unteres Belvedere, Decadencia. Aspectos del simbolismo austríaco, que merece la pena ver. El catálogo incluye, además de las reproducciones de todas las obras y de otras pertenecientes a distintas colecciones y museos, varios ensayos que cubren diversos aspectos del movimiento artístico, sus ramificaciones y consecuencias.  Evidentemente lo he comprado en inglés porque mi escaso nivel de alemán no me permite otra cosa; de no haber sido así, la pila de libros sería mucho más alta, porque las librerías vienesas son una tentación constante.
 
En Budapest encontré pocos libros en inglés o en francés (por no decir en español) que fueran interesantes, con la excepción de los que vendían en los magníficos museos de la ciudad. En la Galería Nacional compré el volumen de Phaidon dedicado a Dada & Surrealism a un precio excepcional, mucho más económico que en España. Tuve que contenerme para no traer más. Lo mismo me pasó en el Museo de Bellas Artes, donde encontré varios volúmenes de la magnífica colección de libros World of art de los que compré Concepts of modern art y Surrealism (la cabra siempre tira al monte y mi biblioteca sobre vanguardias crece y crece al mismo ritmo que mi novela...). Me habría gustado comprar libros en inglés o francés de algún escritor húngaro que no fueran los habituales (Sándor Márai, Szabó o Kertész están traducidos al español) pero no encontré ninguno para llevarme una impresión del país más allá de lo conocido.
 
En cambio, en Praga sí pude contentarme: además de la famosa biografía de Kafka escrita por Max Brod, un verdadero clásico, me he traído la novela I served the King of England de Hrabal, una de las novelas fundamentales de finales de los setenta, The cowards, de Josef Škvorecký (otra obra maldita por la censura) y una obra de Havel que no es teatral sino política, Disturbing the peace, que permite conocer un poco más del controvertido héroe nacional. Evité a Milan Kundera y a Kafka porque son fáciles de encontrar en España en cualquier idioma. Como apéndice, unas conversaciones con Leoš Janáček que me hicieron recordar su Kát'a Kabanová y su Misa Glagolítica, el primer contacto que tuve con el revolucionario compositor checo. También Kundera y su Los testamentos traicionados tuvieron parte de culpa en ello.

Ya os iré contando a medida que vaya poniéndome al día con las lecturas. La tesis me tiene un poco atrapado, muchas fuentes que consultar y mucha bibliografía sobre la mesa...

viernes, 7 de junio de 2013

"Berberian Sound Studio" de Peter Strickland


Nos quejamos mucho de la calidad de cine actual, pero lo cierto es que estamos viviendo una etapa floreciente en cuanto a propuestas rompedoras. Las fantásticas Holy Motors de Leos Carax o The master de Thomas Anderson son dos ejemplos recientes, y a ellas se une una película que a España ha llegado directamente en versión DVD, lo cual nos permite al menos estar al tanto de muchos proyectos que ni llegan a las carteleras.

Peter Strickland es un joven director inglés que fue nominado en 2009 al Oso de Oro en Berlín por Katalin Verga, una película que rodó en Rumanía con un escaso presupuesto de 28.000 libras. Los avatares del rodaje en la región de Transilvania, donde consiguió estirar el dinero a base de continuos traslados en busca de zonas más baratas sería tema para una película, así como las dificultades vividas para conseguir estrenarla dos años después de la finalización del rodaje, cuando su director había perdido toda esperanza de verla distribuida. El éxito conseguido con ese drama sobre una venganza le permitió continuar con su labor cinematográfica, que a punto estuvo de abandonar.

Berberian Sound Studio cambia completamente de registro; se trata de un thriller psicológico que bebe del giallo italiano de los 70 que parte de la siguiente premisa del director y guionista: Strickland está fascinado con el modo que tiene el sonido de confundirnos y de llevarnos por un camino en el que la sugestión es fundamental. La mítica escena de El show de Truman donde un cínico Ed Harris explicaba los facilones resortes que nos permiten emocionar a la audiencia por medio de la música es un ejemplo de esta gran verdad que se consigue en la sala de montaje con la edición del sonido.

Para ello, Strickland se vale de un apocado ingeniero de sonido inglés (un sensacional Toby Jones) que es contratado para trabajar en Italia en la edición de El vórtice equestre, una película de terror (o mejor dicho, una "película de autor", como subraya un tanto indignado el director cuando el inglés utiliza la primera denominación). Lo más interesante es que en ningún momento vemos una sola escena de la película que están montando (a excepción de los títulos de crédito, un homenaje al género con todos los elementos que lo caracterizan: la música sicodélica, el rojo y el negro, el collage, grabados medievales de temas demoníacos...). Únicamente escuchamos el sonido de la película y unos pocos diálogos que nos sirven para imaginar el argumento de la película.

La primera parte de la película es una exposición magnífica, de una sutileza impecable, de los resortes que se esconden en una mesa de mezclas y de la importancia que tiene el sonido como parte fundamental de una película. Las escenas de las verduras, esos planos fijos, bodegones de naturalezas muertas (nunca mejor dicho), funcionan como metáforas visuales del horror que contiene la película, que nunca se nos muestra pero que se nos consigue transmitir a través del audio. Igualmente, las dos escenas dedicadas a los dobladores más inquietantes (la mujer que pone voz a la bruja y el hombre que hace lo mismo con el demonio) consiguen alterarnos por medio de esos primeros planos donde los rostros se animalizan, se deforman grotescamente como en un cuadro de Goya y nos sumergen en el terror animal de El vórtice equestre (la labor de casting es también destacable en ese sentido).

Junto a estas escenas, la obsesiva repetición de los planos donde podemos observar las distintas pistas que constituyen el sonido de la película: la voces de los actores, la música, los efectos de sonido, los ruidos distorsionados. El mapa del sonido funciona a modo de partitura, donde unos sonidos suceden a otros, donde las capas se superponen, se dan entrada, se ceden el paso. Los códigos de colores, la indicaciones de tono e intensidad recuerdan a las partituras de músicos de vanguardia como Stockhausen o Boulez:



Esa insistencia en las diferentes pistas tiene su sentido, especialmente si analizamos la segunda parte del film. A medida que avanza el trabajo de Gilderoy (completamente fuera de lugar en Italia en medio de ese grupo de actores y técnicos que nada tienen que ver con él, cohibido por el productor, acobardado por el director, ninguneado por la secretaria y prevenido por la única actriz que parece compadecerse de su situación), nos vamos adentrando en una historia completamente distinta. El pobre ingeniero de sonido se siente amenazado, y percibimos su miedo y la tensión que subyace en el estudio, espacio claustrofóbico del que no sale ni para dormir (esa extraña habitación en una parte del estudio acentúa la sensación de encierro). Las cartas de su madre son una bocanada de aire fresco en el sofocante ambiente del trabajo. Y poco a poco, la situación se complica, hasta el punto de que Gilderoy descubre que alguien lo ha estado grabando mientras dormía y está proyectando en el estudio la escena recién grabada. Nuevo guiño al espectador, que es el testigo molesto que, con su mirada, ha estado recogiendo cuanto le ocurre al personaje (lo que recuerda a Haneke y a su vídeo fantasma en Caché, donde también era el espectador quien estaba vigilando).

En ese punto se produce la fractura: la película que estamos viendo comienza a traquetear, se mueve en el objetivo y acaba quemándose. Llamada metalingüística de Strickland: esto es una película, nos recuerda que es una ficción. Pero a consecuencia del corte en la pelicula, se ha producido un salto, una disolución de las capas. Al igual que las pistas de sonido, que se nos han repetido hasta la saciedad, la película se conpone de distintos niveles: la Inglaterra natal de Gilderoy (que en ese momento pasa a un primer plano), El vórtice equestre, el trabajo de edición, las tensiones entre los trabajadores de la película. Y todos esos planos se confunden, como pistas de sonido mezcladas en una escena donde unas se superponen a otras. Y vemos a Gilderoy, en una escena anterior de la película, viéndose a sí mismo en la pantalla. Se confunde el tiempo y los estratos de realidad, jugando con los distintos niveles de ficción, con la realidad y los trucos que hasta ese momento nos han estado enseñando: lo que se hace con le sonido también se puede hacer con la narrativa fílmica, con el espacio, con los personajes. El director y el montador, jugando a ser Dios, tienen en sus manos el poder de alterar la historia, cambiarla, retrocederla, destruirla.

Compleja reflexión no sólo sobre el sonido sino sobre todas las convenciones sobre la que se asienta el lenguaje visual, Berberian Sound Studio es una película que se enriquece con nuevos visionados y que no hay que dejar escapar. Habrá que seguir atentos a su director.

jueves, 6 de junio de 2013

La obra


Todo comenzó de la forma más inocente del mundo.

En la casa vecina a la mía habían empezado a hacer unas obras de reforma. Un tarde acababa yo de llegar del trabajo y llamaron a la puerta. Abrí y me encontré con el encargado de la obra que me saludó de muy buenas maneras:

-Buenas tardes, espero no molestarle. Verá, estamos haciendo obras en la casa de al lado, y a lo mejor le cae algo de polvo o desechos en su parcela. Cuando hayamos terminado se lo limpiaremos.

-De acuerdo, no hay problema.

El hombre se despidió y se fue, y yo me quedé gratamente sorprendido de lo correcto que había sido adelantándose a los acontecimientos para evitar conflictos. Así que entré en casa y no volví a pensar en el tema. Era 23 de noviembre.

Una semana después, me encontré en la entrada de mi casa restos de hormigón y cascotes de ladrillos que habían caído de la obra. A pesar de que me habían avisado de aquel posible inconveniente, me molestó bastante encontrarme la entrada sucia, pues la había limpiado dos días antes. Un hombre subido a un andamio al otro lado del muro me saludó:

-Luego si no le importa entraré para limpiarle eso un poco.

-Muy bien.

“Tranquilízate”, me dije a mí mismo. “Esto sólo durará unos días y antes de que te des cuenta, habrá terminado”. Entré en casa y me olvidé del asunto.

Dos días después, al llegar de un turno doble, no encontré trozos de ladrillos o cemento sino que habían dado una lechada a la pared que habían levantado más allá del muro de separación y parte de la lechada había caído en mi patio y en la puerta de la casa. Esta vez no pude evitar soltar una maldición que escuchó uno de los hombres que estaban al otro lado.

-Disculpe usted, se nos ha caído un poco de la lechada, luego pasaré a limpiar.

Y así fue, a última hora de la tarde recogió el desaguisado, o más bien habría que decir que lo aumentó. Más que limpiar extendió la suciedad, y la puerta, que antes tenía manchas blancas localizadas presentaba un aspecto blanquecino por toda su superficie. Pero yo ya había dormido siesta, estaba más descansado e intenté quitarle hierro al asunto. Mientras durara la obra, no tenía sentido limpiar la parte delantera de la casa; ya la limpiaría a fondo cuando acabaran.

Al día siguiente comenzaron los martillazos a las ocho en punto. Yo estaba durmiendo, porque al haber tenido turno doble, entraba por la tarde. Me desperté sobresaltado y miré la hora: no podía decirles nada. Estaban en su derecho, pues se trataba de una hora prudente para hacerlo; pero eso no impedía que mi desagrado hacia la obra aumentara.

Debían estar tirando todos los tabiques de la casa, porque no se entendía la cantidad de ruido ininterrumpido que soporté durante más de tres semanas seguidas. Empezaban a las ocho y a mediodía hacían un descanso para parar. Cuando me tocaba turno de noche, no había forma de descansar. Se lo expliqué al encargado y él me dijo que lo sentía muchísimo, pero que no podía hacer otra cosa, más allá de intentar que sus trabajadores hicieran el menor ruido posible, algo relativamente difícil tratándose de derribar muros. Cuando me tocaba turno de mañana, era la siesta lo que me destrozaban, pues a las tres y media atacaban de nuevo. Empezó a alterarme los nervios, y opté por pasar las tardes fuera de mi casa a pesar de que el invierno no invitaba a ello. Estábamos ya a finales de diciembre. ¿Cuándo acabaría todo?

Tenía vacaciones en Navidad, y me fui a visitar a mis padres a Cádiz, donde se habían trasladado tras jubilarse. Fueron dos semanas de paz, un oasis en medio del estruendo de la obra que en la tranquilidad de la playa me pareció un problema sin importancia. Sin embargo, cuando volví a mi casa en enero, las cosas empeoraron.

Al llegar, decidí hacer limpieza general en el patio trasero, que había desatendido un poco. Fregué las sillas, la mesa, barrí y recogí las hojas caídas, limpié los cristales. Me senté después a disfrutar de la tarde de domingo con un buen café, pues el sol había calentado y se estaba muy a gusto allí. A la mañana siguiente, me fui a trabajar y dejé abierta la ventana de la cocina que comunicaba con el patio para que la casa se ventilara un poco.

Por supuesto que las cosas fueron a peor: al llegar a media tarde me encontré que una película de polvo amarillento cubría la totalidad de mi cocina. Me asomé al patio, y el espectáculo era aún más desagradable: toda mi dedicación de la tarde anterior no había servido de nada. Parecía como si una tormenta de arena hubiera cruzado parte de mi casa. Un segundo después escuché un ruido que me dio la clave: estaban cortando azulejos en la casa de al lado. Vi una nube asomar al otro lado de mi patio que se dirigía a mi cocina. Cerré la ventana y me maldije por haber tenido la genial idea de ventilar. ¿A quién se le ocurría, teniendo al lado la construcción de la Gran Pirámide?

Así que tras recoger el estropicio del interior, me resigné a dejar el de fuera como estaba, pues mientras siguieran con la obra en la parte de atrás tampoco merecía la pena limpiar. La suciedad se había apoderado ya de las partes delantera y trasera de mi casa.

Hablé con el encargado para quejarme, y él me pidió disculpas de forma muy educada, prometiendo que lo limpiaría todo cuando terminara la obra. Dudé de ello, (aún recordaba cómo habían dejado la puerta principal), pero no dije más. Había que esperar.

Unos días después, al volver del trabajo, me encontré un enorme plástico extendido en el suelo de mi patio trasero. ¿Qué hacía aquello allí? Vi que estaban levantando una estructura al otro lado del muro, y comprendí que lo habían puesto para no mancharme el suelo, pero ¿no podían haberme pedido permiso? Sí, cierto que estaba en el trabajo, pero sentía que de alguna manera me estaban toreando. Era ya tarde, con lo cual no había nadie en la obra. Tuve que esperar al día siguiente para recibir nuevas disculpas del encargado, que había intentado ponerse en contacto conmigo pero que no me halló en casa. Le di mi número de teléfono por si volvía a repetirse la situación, y entré en casa con cara destemplada.

Una semana después, mientras estaba en el trabajo, recibí un mensaje en el móvil: “Vamos a colocar un andamio en su patio para terminar el cerramiento. Muchas gracias”. No daba crédito a lo que leía. Hasta que no llegué a casa no me lo creí. Habían entrado saltándose el muro y habían montado un andamio de tres metros en mi patio. Les dije que no me habían pedido permiso y que simplemente me habían informado, y que no me parecía bien. El encargado, que ya no parecía tan educado, me preguntó si yo quería que acabaran las obras, y yo le dije que sí. “Pues entonces no nos haga quitar el andamio; tardaremos más”. Sopesé los pros y los contras, y asentí. No me quedaba más remedio que aguantar.

En días sucesivos, vi cómo rompían algunas macetas del patio (que aseguraban que repondrían), cómo ensuciaban todavía más el sitio (que dejarían impoluto), y cómo ni siquiera en la cocina de mi casa tenía intimidad. Una tarde me di cuenta de que el andamio me impedía abrir la puerta del patio, con lo cual no podía acceder a él. Cada vez estaba más angustiado. La estructura que estaban levantando atrás me impedía abrir la ventana de mi dormitorio (a no ser que quisiera invitar a los trabajadores subidos en el andamio).

Pero sin duda alguna, lo más terrible ha ocurrido esta mañana. Al intentar abrir la puerta de mi casa esta mañana para ir a trabajar, otro andamio, aún mayor, me lo ha impedido. Me he dado cuenta de que hay andamios alrededor de todo el edificio, y que no puedo ni salir por una ventana. Estoy atrapado dentro de mi propia casa. He recibido un mensaje en el móvil. “En tres semanas quitaremos los andamios. Aguántese”. No sé si tengo comida para tantos días…

miércoles, 15 de mayo de 2013

"Ich bin der Welt abhanden gekommen" de Mahler


"Ich bin der Welt abhanden gekommen" es el Lied más famoso del ciclo Rückert-Lieder de Gustav Mahler, y sin duda alguna, es uno de los que más éxitos han cosechado en el repertorio. Tal y como Henry-Louis de la Grange afirma es el "más profundamente sentido y el más autobiográfico", y guarda evidentes concomitancias con el Adagietto de la Quinta Sinfonía, compuesto por la misma época. El contenido expresivo es similar,  así como la meditación etérea, y su emoción contenida, sutil, explica en parte la fama justificada del Lied.

Como todos los Lieder del ciclo, el texto pertenece a un poema de Friedrich Rückert, poeta alemán del siglo XIX que sirvió de inspiración a numerosos compositores, como es el caso de Schubert, Schumann, Brahms, Richard Strauss o Hugo Wolf, por poner algunos ejemplos. Para comprender hasta qué punto era autobiográfico, es necesario entender el significado del texto original:

Ich bin der Welt abhanden gekommen,                         He abandonado el mundo

Mit der ich sonst viele Zeit verdorben,                          en el que malgasté mucho tiempo,

Sie hat so lange nichts von mir vernommen,                 hace tanto que no se habla de mí

Sie mag wohl glauben, ich sei gestorben!                     ¡que muy bien pueden creer que he muerto!


Es ist mir auch gar nichts daran gelegen,                      Y muy poco me importa

Ob sie mich für gestorben hält,                                    que me crean muerto;

Ich kann auch gar nichts sagen dagegen,                      no puedo decir nada en contra

Denn wirklich bin ich gestorben der Welt.                    pues ciertamente estoy muerto para el mundo.

Ich bin gestorben dem Weltgetümmel,                         ¡Estoy muerto para el bullicioso mundo
Und ruh' in einem stillen Gebiet!                                  y reposo en un lugar tranquilo!


Ich leb' allein in meinem Himmel,                                ¡Vivo solo en mi cielo,

In meinem Lieben, in meinem Lied!                             en mi amor, en mi canción!


En 1901, año de composición del ciclo de canciones, Mahler trabajaba como director de la Ópera de Viena. Aunque retrospectivamente se vea aquel período como fundamental para la modernización del teatro (Mahler introdujo grandes novedades en la organización y administración y estrenó en Viena las óperas de Tchaikovsky y Puccini, alterando el tradicional inmovilismo vienés), lo cierto fue que la etapa fue dura para el músico, que vivió una campaña antisemita y acabó renunciando el puesto por un favorable contrato del Metropolitan de Nueva York en 1907. Además, su condición de compositor estaba a principios de siglo en un segundo plano, oprimida por su labor como director musical, cuando constituía la verdadera pasión de Mahler (compárese con el caso de Richard Strauss, compositor con el que siempre mantuvo una relación de amor-odio, que en cambio sí contó con el favor del público desde el comienzo de su carrera y pudo centrarse en la composición). Durante la temporada operística Mahler era incapaz de componer pues no tenía tiempo libre para dedicarse a ello, lo que constituía un continuo sufrimiento. 

Con la llegada del verano, la familia se trasladaba a la aldea de Maiernigg, donde tenían una villa y una pequeña "cabaña de composición" y entonces decansaban del largo invierno y Mahler se entregaba frenéticamente a la composición. Al igual que Thoreau, al igual que Wittgenstein, al igual que Heidegger, Mahler tenía una cabaña en el bosque para pensar, para componer, un espacio privado para crear alejado de todos. Actualmente, la cabaña se ha convertido en un pequeño museo que se puede visitar. En este diminuto espacio, escribió Mahler gran partes de sus Lieder y las Quinta, Sexta, Séptima y Octava Sinfonías.


Debemos por tanto entender el contexto: el "lugar tranquilo" al que hace refencia el Lied es esa cabaña en el bosque, a orilla del Wörthsee, donde el músico se esconde para componer. El mundo lo ha olvidado, parece ignorar esa labor creativa pues prefieren considerar solo al Mahler "director". Al músico le da igual lo que los demás puedan pensar. Él se ha alejado del mundo (el tópico de "la descansada vida") y es feliz con la naturaleza que lo rodea ("el cielo"), su mujer y sus hijas ("mi amor") y por último, en una sutil coda final tras repetir por dos veces el amor ("in meinem Leiben"), su música ("mi canción"), cuya posición final no es gratuita. 

El tono elegíaco, extático, es emotivo pero no melancólico. Mahler no está sufriendo por la ignorancia del mundo; al contrario, es feliz en su rincón, acompañado por las cosas que ama. Mientras le dejen espacio (y tiempo) para la composición, estará satisfecho. Mientras le quede la música, mientras pueda crear, la vida para él seguirá teniendo sentido.   

viernes, 10 de mayo de 2013

"En la casa" (Dans la maison), de François Ozon



Por fin he visto la nueva película de Ozon, que se me escapó en el cine, y el tema no ha podido parecerme más interesante; un profesor de literatura (Fabrice Luchini) descubre a un alumno en su clase (Ernst Umhauer) con dotes para la escritura y lo anima para que desarrolle su talento. Se establece así un juego de realidades entre la familia de un compañero del chico, que sirve de asunto para la elaboración de una novela, y la manera que tiene el chico de reflejarlos en la ficción. La casa a la que hace referencia el título es precisamente el hogar de esa familia donde el protagonista pretende penetrar y buscar su lugar. La película juega con el espíritu voyeur de los espectadores (y de los lectores), al tiempo que es una reflexión sobre los mecanismos narrativos que deben articular cualquier relato (escrito o cinematográfico), una meditación sobre el poder transformador de la ficción, la interrelación de ambos mundos y nuestra capacidad para transformarnos en otros. 

Muchos de estos temas son recurrentes en la filmografía de Ozon, que desde Los amantes criminales o Sitcom hasta la magnífica Swimming Pool (con la que guarda muchas concomitancias) ha desarrollado una carrera excepcional dentro de la llamada corriente del cinéma du corps que le ha valido numerosos premios y el reconocimiento de la industria francesa. De hecho, cada nueva película del director es para mí una cita ineludible que no cuestiono, como ocurre como Woody Allen, Almodóvar o Christopher Nolan; no me gusta saber de antemano de qué tratan. Simplemente voy al cine a verlas. O, si se me escapan, como ha ocurrido con esta, la veo en casa (Y nunca mejor dicho).

Para el escritor (y por extensión, para todos los que se dedican a la creación), la vida diaria es un continuo acicate a su labor. Recientemente, leí en el Diario florentino de R.M. Rilke (que inició mientras vivía en la ciudad italiana en 1898), un pasaje que ejemplifica hasta qué punto el carácter caníbal del autor se alimenta de todo cuanto le rodea. Una anécdota surgida de la observación a través de la ventana de su habitación servirá a Rilke unos meses después para escribir su relato La princesa blanca. Sin remitirnos al naif consejo que se da a la protagonista de Mujercitas ("Escribe sobre lo que conoces"), lo cierto es que la realidad es fuente inagotable de inspiración, y más que su reflejo, la creación funciona como su "transformación". La película muestra muy bien este aspecto. A medida que el joven estudiante se va adentrando en la familia, va escribiendo una versión de ella, como si estuviéramos viviendo en un universo alternativo con diferentes elencos, sucesos y finales posibles (algo que también está de fondo en la emotiva Rabbit hole de John Cameron Mitchell, que pasó un poco desapercibida). Eses furor creativo empuja al chico a revisar lo escrito, a corregir, a reinventar la ficción una y otra vez a medida que el profesor, (figura divinizada por obra y gracia de su conomiento literario), va guiando sus pasos hacia la consecución del relato perfecto.

Más allá de todos los temas que transitan por la obra (el escritor sin talento que se convierte en profesor-crítico ante la imposibilidad de crear, la necesidad de público del autor, el deseo de trascendencia, el espejismo de realidad que se esconde en la literatura) me ha llegado la sutil tristeza que destila la historia a pesar de su aparente comicidad. Una escena lo resume a la perfección: la despedida del chico, Germain, de la madre de su amigo. La escena tiene lugar en un escenario que hasta entonces no había aparecido en la película: la parte de atrás de la casa, donde están los tendederos y la ropa secándose al sol. Allí se dicen adiós y el joven se da cuenta de que la despedida es para siempre. La parte de atrás de la casa simboliza el ámbito de lo privado, de las labores del hogar, de la intimidad de la colada que no se comparte con nadie ajeno a la casa. Ese mundo está vedado para Germain, que lo observa desde lejos y que es rechazado cuando intenta entrar en él. El escritor está condenado al exilio, debe vivir fuera para poder escribir. Si Germain viviera en la casa, no habría nada sobre lo que escribir, no habría vidas que inventar ni ficciones que soñar.

Y no debe entenderse como un destino trágico, sino como una opción vital. Aun en el caso de que el creador esté dentro del cuadro, se sale de él para pintar. Aunque se pinte a sí mismo en el lienzo, lo hace desde fuera. Él no es la fgura retratada (Ceci n'est pas une pipe). Y eso nos llevaría a hablar sobre el marco, sobre el parergon y el ergon. Pero es otra historia de la que hablaremos en otra ocasión.

jueves, 31 de enero de 2013

La transmogrificación




La chimenea apagada seguía ejerciendo su inquietante atracción sobre él. Su impertérrita presencia en medio del salón, como un inmutable y mudo altar perteneciente a algún rito olvidado, lo atraía con sibilino hipnotismo. Incapaz de explicar la fascinación que sentía y de evitar su influjo, todos los días se sentaba frente a la chimenea silenciosa, intentando penetrar en el secreto de su boca oscura y ahumada, como si su concentración sirviera para avivar un fuego inexistente que iluminaría las preguntas sin respuestas. Algo desasosegador reclamaba su atención desde aquel seno interrogante y vacío de información, una mirada perdida de esfinge que nada decía y ocultaba todo.

El hechizo de la chimenea era tan poderoso que muy pronto pasó todas las horas del día frente a ella, inquisitivamente expectante, anhelando un movimiento, un destello, una iluminación, una epifanía que no llegaba a producirse. Y simultáneamente a esta vigilancia enfermiza, se fue produciendo un visible deterioro en sus condiciones físicas. Dejó de comer, dejó de dormir, dejó de asearse. Poco a poco se fue consumiendo como una planta que alguien olvida regar, y a medida que pasaban los días, se fue escurriendo desde la butaca donde se había sentado hasta llegar al suelo, a pocos centímetros de la garganta que subía por las entrañas de la casa. Cuando alcanzó con sus dedos débiles la tarima sobre la que se asentaba la chimenea se dio cuenta de que tenía la respuesta a su alcance. Había adelgazado lo suficiente para ello.

Se arrastró con dificultad y torpeza, y entró en la chimenea. Lentamente, con la decisión y terquedad de un insecto diminuto que sabe lo que quiere y sin pausa persiste hasta conseguirlo, fue escalando por el interior del conducto, arañándose los brazos, rompiéndose las uñas, sintiendo punzadas de dolor por su cuerpo maltrecho y agotado por el esfuerzo. Al llegar al punto más alto, donde su cuerpo no podía seguir, se encogió como un ovillo y empezó a secretar por la boca una pasta viscosa y blanquecina que se endurecía al contacto con el aire. Con ella fue urdiendo a su alrededor una especie de capullo que lo rodeó por completo y lo mantuvo aislado. Al cerrarse la cobertura y quedar herméticamente sellado, dejó de moverse y se durmió en un profundo sueño sin pesadillas ni temores.

Pasadas varias semanas, el capullo había aumentado de tamaño, quedando completamente encajonado en la parte alta de la chimenea. La superficie había adquirido un color parduzco muy desabrido, como si hubiese estado expuesto al sol durante años. Daba la impresión de que la vida había desaparecido por completo de su interior. Pero unos días más tarde, se demostró lo contrario. Unos ligeros temblores comenzaron a agitarlo desde dentro, y unas griegas diminutas empezaron a resquebrajar su superficie rugosa.

Una niña que paseaba en ese momento por la calle vio como un espeso humo verdoso que parecía más ligero que el aire y más tangible que las nubes salía de una chimenea para perderse en el cielo, arriba, arriba, muy arriba hasta desaparecer. 

martes, 22 de enero de 2013

El fin de "Fringe"


Y de nuevo, otra serie llega a su fin. Han sido cinco temporadas de desigual calidad (en mi opinión, la cuarta fue la más endeble, y la mejor, la tercera) en la que hemos asistido a la evolución del trío protagonista: la agente Dunham, el doctor Walter Bishop y su hijo Peter, que han pasado de ser compañeros de trabajo a convertirse en parte de nuestra familia. Sin duda alguna, el personaje del doctor es lo mejor de la serie, y su actuación en el último capítulo, donde se ajusta tan bien a su papel y se cierran con tanta gracia muchos de los leitmotiven de la historia, es de las mejores que recuerdo.

Para aquellos que nunca la hayan seguido, o para los que la hayan abandonado a lo largo de los cinco años de emisión, les recomiendo que la vean o que la recuperen si la dejaron por el camino. Es una serie que mezcla ciencia ficción y drama y que no puede negar la paternidad de J. J. Abrams. Soy consciente de sus deficiencias: la mezcla de “Expediente X” y “Perdidos” a veces no siempre resulta adecuada, las soluciones pseudos-científicas de la mayor parte de los casos en los que trabajan la división Fringe y sus colaboradores son verdaderos chuscos, la estructura repetitiva de los capítulos en la primera y segunda temporadas hace que nos olvidemos del conjunto ante la similitud de los episodios vistos de forma individual… Pero a pesar de ello es una serie que se ha ido construyendo a sí misma, con su mitología, una fuerte cohesión interna que le da sentido y una identidad indiscutible que la ha convertido en una verdadera serie de culto. Y en parte su atractivo se sostenta en los personajes, en la relaciones cambiantes que se establecen entre ellos y en los giros inesperados que la existencia de dos universos alternativos dan al hilo argumental. No es una serie excepcional pero sí una que ha ido creciéndose con el paso del tiempo; como tampoco hay muchas alternativas por las que decantarse (a la espera de nuevas temporadas de las series que están en marcha) sugiero darle una oportunidad al doctor Bishop y sus adicciones (y por favor, en versión original, a pesar de que la voz de la actriz Anna Torv dé sueño a más de uno. El doblaje no les hace justicia…).

Anoche vi el doble capítulo final que cierra la historia y me dio pena. Despedirse de una serie a la que le has cogido cariño es como despedirse de un viejo amigo que se va a vivir muy lejos y que sabes que no volverás a ver nunca. Quieres posponer la despedida para así quizás posponer la pérdida, como estoy haciendo con la última temporada de “Mujeres desperadas” (una serie tan divertida y con la que me he reído tanto que no me atrevo a verla, pues en el momento que lo haga, ya no habrá más temporadas pendientes). Por supuesto que mi decisión es bastante absurda, pero si hacemos caso al gato de Schrödinger, mientras no la vea, es como si existiera y no existiera una siguiente temporada.

No tengo esta sensación con las películas, y creo que se debe a los hábitos de consumo y a la habitualidad que conlleva el seguimiento de una “serie” (de ahí su nombre). La posibilidad de profundizar en la personalidad, el carácter y la problemática de cada personaje sólo es posible en las series, donde una temporada de 24 capítulos ofrece un espacio incomparablemente más amplio que los reducidos 100 minutos de una película al uso. Esto permite no sólo una mejor caracterización del personaje, haciéndonoslo mucho más creíble y humano, sino que también incide en nuestra identificación con él y en el grado de simpatía que genera en nosotros. Cuando la serie termina, nos entristece separarnos de esos personajes que nos ha acompañado durante cinco años, a los que conocimos en una situación concreta de nuestra existencia y que en nada se parece a la que tenemos actualmente. Me acuerdo a la perfección de las primeras cosas que leí de Fringe (a través de la web metracritic, donde de vez en cuando entro para saber qué se cuece en las nuevas series del televisión, y de la que me fío bastante; gracias a ella, conocí “Breaking Bad” antes de que llegara a España, “The Killing” o “Walking dead”). La puntuación dada al Piloto me decidió a bajar los primeros capítulos, y así empezó todo.

“Fringe” ha sido la última serie que he seguido “a tiempo real”. Con esto me refiero a que más o menos he seguido la emisión de los capítulos con un desfase de dos o tres semanas en el caso de las tres primeras temporadas, y luego he optado por maratones de medias temporadas (coincidiendo con el parón navideño) en el caso de la cuarta. Esta quinta, al ser más breve, no ha hecho necesario partirla en dos. He esperado a las dos últimas semanas de emisión para bajarme los capítulos anteriores y estar al día para el último capítulo. Era algo que les debía. Pero es un hábito que he abandonado con las nuevas series. Ahora solo veo temporadas completas. Esto te permite un consumo más rápido y una menor identificación, algo que mi estado de ánimo agradece.

Hace dos años, me compré “Six feet under”, que me habían recomendado en varias ocasiones pero que nunca me había puesto a ver en serio. Los meses de enero y febrero en San Roque estuvieron acompañados por la serie de HBO, y menos mal que no seguí la serie a un ritmo normal. A pesar del distanciamiento que se consigue viendo las series de manera encadenada, mi ánimo se resintió (¡cómo no hacerlo! La serie es una de las más deprimentes que he visto…), así que no me imagino cómo me habría afectado de haberla seguido poco a poco a lo largo de cinco años.  Todas las series que veo ahora, las cojo en su tercera o cuarta temporadas, o bien ya terminadas (“Los Tudor”, “Cinco hermanos”, “Los Soprano”…). ¿Qué consigo con esto? No perder más amigos que se van a vivir lejos. No recordar con cierta nostalgia el primer capítulo que vi un verano de hace seis años. No permitir que la serie pase a formar parte de mi vida de una manera activa, asociada a épocas o momentos concretos. La ausencia de componente social en mis visionados ayuda a no implicarme: ya no hay quedadas, ya no veo series en compañía de nadie. Solo yo delante del ordenador sin nadie con quien comentar. Puede parecer muy derrotista, pero ya no hay tiempo. Estamos demasiado cansados. Cada cual tiene sus propios horarios y obligaciones. Muchos estamos medio dormidos a las once.

Así que ahora que “Fringe” se ha ido, me esperaré todavía un par de meses antes de ver la octava temporada de “Mujeres desesperadas”, que comenzó como una serie perfecta pero que perdió algo de fuelle, pero a la que defenderé con uñas y dientes (al igual que “Fringe”) del mismo modo que hacemos con los amigos aunque sepamos que tienen sus fallos y no son perfectos, pero son nuestros amigos y eso los hace únicos.