jueves, 14 de septiembre de 2017

"Conjeturas sobre la memoria de mi tribu", último libro de José Donoso



José Donoso es un magnífico escritor, y basta recordar Casa de campo, El obsceno pájaro de la noche o El lugar sin límites para atestiguarlo. Para aquellos que no lo hayan leído, es un autor más que recomendable. Es uno de los grandes olvidados del boom hispanoamericano (si comparamos con García Márquez, Vargas Llosa o Cortázar) que merece un puesto más visible. Durante mucho tiempo, cuando terminaba mis estudios de filología, me planteé muy seriamente dedicar mi tesis a su obra, pero acabé cruzando de vuelta el charco y centrándome en la literatura peninsular, lo que no quita para que Donoso sea uno de mis escritores favoritos.

El año pasado se armó cierto revuelo por la publicación del primer volumen de sus Diarios, donde se confirmaba sin tapujos su homosexualidad, sus problemas para escribir "la gran novela chilena" y sus reflexiones sobre la creación literaria. El texto, centrado en sus primeros años, daba muchas claves para comprender el proceso de elaboración de sus primeras novelas (especialmente documentado en el caso de Coronación), algo inusual en un autor parco en textos de no ficción.

En vida, Donoso solo publicó dos libros que podrían encuadrarse en el género ensayístico: el ya clásico Historia personal del boom, que documenta su experiencia en primera persona en la explosión literaria de los años 60, y este Conjeturas sobre la memoria de mi tribu.  

En la introducción al libro, el autor explica que recién entregada a la editorial su última novela, Donde van a morir los elefantes, una amiga le preguntó si se trataba de su testamento literario. El poco tacto de la pregunta (que de manera implícita asumía que el escritor de 70 años estaba próximo a la muerte) provocó en Donoso la necesidad de empezar a escribir otra obra sin mediar descanso; convenido de que a su edad sí tenía sentido reflexionar sobre su propia vida, su historia y la de su familia, decidió ajustar cuentas pendientes con sus antepasados y con la memoria de Chile.

Sin tratarse de unas memorias al uso, Donoso recorre momentos esenciales de su juventud (su primer viaje en solitario en busca de inspiración artística), los recuerdos de su infancia en la vieja casa familiar, anécdotas de su estancia en España (vivió catorce años en nuestro país), así como de la larga estirpe de los Donoso, presentes en Chile desde los primeros años coloniales. Sin embargo, es en el capítulo más extenso del libro, "Los cueros negros" (ocupa un tercio del volumen), donde Donoso no puede contener su talento narrativo y deja que su imaginación reconstruya un evento del pasado familiar que es narrado de tres maneras distintas para intentar así desvelar la verdad de lo ocurrido. Solo por esas cien páginas merece la pena la lectura, y por el juego entre ficción y realidad que se establece entre la narración del escritor, sus intentos por conseguir información veraz sobre el pasado y sus estrategias narrativas para presentar la historia (procedimiento que recuerda a algunos pasajes metaficcionales de Casa de campo). 

Por desgracia, la agorera insinuación de la amiga del escritor se cumplió, y José Donoso murió en 1996 tras escribir este libro, último que vio publicado en vida. Quizás si la dama hubiera sugerido que aún le quedaban por escribir varias novelas aún lo tendríamos entre nosotros. 

domingo, 5 de febrero de 2017

"Helada" y yo



Conocí a Thomas Bernhard a través de Ricardo Piglia, en uno de esos clásicos trasvases de escritores que te conducen a otros escritores. El curso de doctorado sobre el autor argentino me llevó a leer Respiración artificial, y la búsqueda de sus fuentes estilísticas (el discurso diferido del militar, en un claro homenaje a los diálogos-monólogos del austriaco) me llevó a leer Trastorno, lectura que me impresionó por el estilo dialógico denso y de una intensidad no apta para todos los gustos. 

Años después me compré Helada y fue uno de los libros que vinieron conmigo a San Roque, mi primer destino como profesor en mi año en prácticas. Lo más curioso fue que empecé su lectura después de Navidad, en el momento en que el invierno se volvía más crudo, y el frío y la humedad del pueblo (y de la casa donde vivía) se hacían más patentes. Me hizo gracia descubrir que el libro empieza hablando del período en prácticas en que se encuentra el protagonista, que se traslada a un pequeño pueblo situado en un valle rodeado de minas e industrias muy contaminantes. Las concomitancias con mi propia situación no acababan ahí: en el libro se describían las dolencias que los habitantes de la zona sufrían a consecuencia de la contaminación ambiental, algo que también se producía en San Roque. Varios compañeros que llevaban años trabajando allí me explicaron que todos los recién llegados experimentaban en un momento u otro una crisis provocada por el entorno, que en unos casos duraba días, en otros semanas, y en los más desafortunados, hasta que abandonaban el pueblo. Yo me lo tomé a broma, pero cuando empecé a leer el libro, comencé a sufrir una tos que no me abandonaba y dolores de cabeza, y un frío que no conseguía disipar ni con edredones ni con sábanas de franela.

Empecé a sentir que existía cierta relación entre mi situación y el tétrico valle donde se encontraba Weng, el pueblo de la novela. Un poco mosqueado, decidí abandonar la lectura (algo insólito en mí, que siempre termino los libros que empiezo). A los pocos días me recuperé y decidí no volver a Helada.

Han pasado seis años desde entonces y este enero, cargado de propósitos (como todos los eneros), traía este libro bajo el brazo. De momento no me siento mal (más allá de la sinusitis que me acompaña desde hace meses pero de la que no puedo culpar a Thomas Bernhard), y estoy a punto de rebasar el punto donde abandoné la lectura entonces. Ya os contaré, pero parece que la maldición ha desaparecido. Quizás me falte el estar en prácticas y el olor a refinería. Quién sabe.