jueves, 24 de julio de 2008

La trágica verdad de Gracita Morales (V)

GRACITA.- El niño era moreno y tenía unos ojos enormes, lo que acentuaba la sensación de sentirme observada. No desistió en seguir insistiendo: “Yo la conozco a usted”. “Lo dudo, hijo”. “Usted es la maîtresse”. Lo miré como si hubiera dicho una palabrota. “¿Qué dices que soy?”. “Usted es la doncella, yo la he visto a usted en el cine”. Me quedé a cuadros. ¿Tan famosa era yo que hasta en Francia me conocían? Un poco más calmada, (porque a quién no le gusta que la adulen un poco), me acerqué al niño un poco más: “¿Y en qué cine me has visto tú, cordero?”. “En el teatro Victoria, en el pueblo de mi tía”. “¿Y qué pueblo es ése?”. El niño puso los ojos en blanco y levantó las manos: “¿Pues cuál va a ser? ¡Jerez, tonta!”

GRACITA hace un requiebro melodramático

GRACITA.- Me contuve para no darle un cachete y explicarle que así no se le hablaba a una persona mayor, porque no quería llamar la atención de nadie más en el vagón. Simplemente conté a cinco y sonreí de nuevo. (Para que luego digan que yo no valgo para un papel dramático). “¿Y qué hacías tu en Jerez, tesoro?”. El niño me contestó sin tapujos. “Voy todos los veranos a estar con los abuelos y con la tía Engracia. Mi papá nació en Jerez”. Eso lo explicaba todo. Entonces nadie podía reconocerme aparte de aquel chaval que había tenido la grandísima suerte de ver una de mis películas. La verdad, por un lado me sentí aliviada, pero por otro, mi ego de artista se resintió un poquitín. ¡Por un segundo había soñado con ser la nueva María Casares de Francia! Pero el niño tampoco me dejó reflexionar mucho tiempo: “¿Y qué haces aquí?” “Voy a París”, le expliqué muy correcta. Aunque la contestación del niño, estuvo otra vez completamente fuera de tono: “Claro, tonta, este tren va a París, ¿a dónde ibas a ir si no?” De nuevo tuve que contenerme. Aquel niño le tenía demasiada afición a los insultos. “Voy a París a promocionar una película”. El niño enarcó las cejas antes de añadir: “¿Y por qué no te has quedado en Cannes para promocionarla? Allí es donde la gente va a promocionar películas”. Con una de mis mejores sonrisas, le expliqué que mi querido director estaba en Cannes para dicha labor. Pero el niño no cejaba en su empeño: “Entonces, ¿para qué has venido tú a Francia si ya está aquí el director?“ Aquel niño era peor que el Tribunal de la Inquisición. Había que sorprenderle con una respuesta que no se esperaba. Me atusé el pelo y le hice un mohín con la nariz. “Porque yo pongo el glamour y la elegancia”. El niño me miró de arriba abajo con cara de decepción. “Yo no sabía que las maîtresses tuvieran de eso”. Ya no me pude aguantar más. “Eres un poco impertinente para ser tan pequeño, ¿sabes? Yo soy una actriz, no una chacha”. El niño se cruzó de brazos indignado. “Mentira. Tú no eres una actriz. Tú siempre eres la maîtresse en todas las películas”. Me estaban entrando ganas de agarrotarlo, pero no podía dar un espectáculo (en el sentido metafórico del término, ya me entendéis), porque eso pondría en peligro mi misión. Sólo me quedaba una salida: actuar.


GRACITA sonríe como la baronesa Thyssen

GRACITA.- Le puse una mano en el hombro, y le acaricié la barbilla. “¿Quieres un refresco, tesoro?”. Su respuesta me dejó muerta: “No. Quiero veinte francos”. ¡Veinte francos! Eso era mucho dinero en aquella época, no estamos hablando de moco de pavo… No podía derrochar dinero así como así. “¿Veinte francos? ¡Estás loco! Si quieres un refresco, te invito. Pero no te voy a dar ni un franco”. El niño sonrió malévolamente. “Sí que me los va a dar”. Aquello se pasaba de castaño oscuro. “¿Y por qué iba a tener que dártelos?” Ese demonio, (porque realmente no era niño, un niño no tiene tanta malicia, o al menos no en España), puso cara de mártir. “Para que no abra la boca”. Menudo pájaro el francesito. Empezaba a comprender por dónde iba, pero me hice la sueca. “¿Para no abrir la boca? ¿Y qué tendrías que callarte?” “Pues que la he visto a usted en el tren”. “¿Y por qué no querría yo que me reconociera la gente?”. El niño rio por lo bajini. “Pues porque no he hecho más que insultarla todo el tiempo, y usted no me ha pegado aún. Eso significa que tiene algo que ocultar”. Hay que reconocer que su lógica era aplastante.

lunes, 16 de junio de 2008

El diario


Otto tomó la taza de té y musitó un gracias que se escapó de su boca como el humo de un cigarro. Miep sonrió antes de ofrecerle un diminuto azucarero:
-Tenemos azúcar, ¿quieres un poco?
Otto negó con la cabeza. Ya no estaba acostumbrado a tales lujos. El té en sí suponía una novedad asombrosa. Para no resultar rudo añadió:
-Me gusta sin azúcar.
Miep se encogió de hombros. Aquella conversación estaba resultando difícil. Movió la cucharilla y se quedó mirando el remolino de su taza hasta que desapareció por completo. Otto daba pequeños sorbos a su té y lanzaba miradas furtivas a través de la ventana. Miep lo observaba de reojo. Debía ser extraño sentir de nuevo la libertad.
-Otto, tengo algo para ti. Algo que dejó una de tus hijas.
Sin esperar respuesta, Miep se levantó de la butaca. Las manos de Otto empezaron a temblar, y dejó la taza sobre la mesa. Se había formado un nudo repentino en su garganta y su corazón se estaba acelerando. Sus hijas.
-Tranquilízate.
Miep cogió una lata metálica que había encima de la consola y se la dio a Otto. Era una lata de galletas con una ilustración muy colorida: una niña y un niño sonriendo con dos galletas en sus manos. Se le nubló la vista a tomarla.
-¿Qué es?
-Ábrela, Otto.
No tenía fuerzas para hacerlo. Tras varios intentos, Miep le ayudó. Quitó la tapa y la dejó sobre la mesa.
Había una pila de papeles atados con una cinta roja. Otto tiró del lazo, despacio, y pudo ver cómo el nudo se convertía en un gurruño que acababa desapareciendo.
Reconoció la caligrafía. Respiró profundamente antes de sacar los papeles, y fue pasando páginas y más páginas de letras pulcras y ordenadas. Miep, a su lado, se mordía los labios y lo miraba en silencio.
-Es el diario de Anne.
Otto aceleró el ritmo, y las páginas desfilaron a toda velocidad hasta detenerse en la última entrada. Uno de agosto de 1944. Había un vacío después: lo que su hija no llegó a escribir. Miró a Miep y torció el gesto. No conseguía esbozar una sonrisa.
-Gracias. Al menos, podré leerla.

domingo, 8 de junio de 2008

Síndrome de domingo

Levantarse sin que suene el despertador por primera vez en 15 días: un lujo verdadero. Entrega de trabajos, viajes, clases y compromisos. En la cama a la una como muy pronto en estas dos semanas. Un progresivo avance de las ojeras. El corrector no ayuda mucho. Pierdes peso. Los pantalones empiezan a caerse pero la barriga sigue ahí.
Pero hoy da igual tener barriga. Hoy da igual el viaje de seis horas. Hoy da igual la hoja de reclamación de anoche. Has dormido casi 8 horas. Y eso sí que es un verdadero triunfo.
Te desperezas en la cama. Todo un domingo para ti. Planes para la mañana: desayunar fuera y salir a correr después de seis meses sin hacerlo. Pero antes, vas a disfrutar un minuto más de tu cama. Cierras los ojos. El minuto se convierte en dos horas. Los vuelves a abrir, y son las 11. Media mañana se ha ido. Contrariado, te convences: necesitabas descansar. De vez en cuando es bueno hacer cosas así. El cuerpo te lo pedía, estabas agotado. Sí. Pero ya es tarde para ir a desayunar a la calle. Tomas un cuenco de cereales, los mismos cereales que desayunas desde hace un año. No has tenido un desayuno diferente en tu domingo especial. Pero aún te queda día por delante.
Segundo error de la mañana: enciendes el ordenador. Tienes cuatro nuevos correos. Los contestas, y ya han pasado treinta minutos. Lees las noticias. Atentado en el "El Correo". El lunes comienza la huelga de transporte. Empiezas a pasar de artículo en artículo, de link en link y pasas una hora más leyendo sobre el asunto. No era la forma más divertida de pasar tu domingo, pero siempre es bueno estar informado.
Miras en ese momento la mesa de tu habitación. Más de quince libros amontonados, cartas de banco, recibos de cajeros, tickets de compra, revistas de Círculo y periódicos atrasados, notas, apuntes y postales gratuitas. Quizás sea el momento de arreglarla un poco.
Preparas un café y organizas los libros que estás leyendo. Apartas los que ya has leído. Ordenas en una balda de la librería los que vas a leer a continuación. Te sientas en la cama y terminas 84, Charing Cross Road. Sólo te quedaban 20 páginas. Te acuerdas de W.G. Sebald en ese momento. Otra equivocación. Buscas información sobre él en internet. Lees un artículo de la Universidad de Massachusetts acerca del escritor. Piensas en lo que has leído. Te acuerdas de tu novela, atrancada en el capítulo cinco. Piensas en la novela, y piensas, y piensas.
Suena el teléfono. Tus padres te están esperando para comer fuera. ¿Ya son las 2? te duchas a todo correr y sales a la calle.
La comida es larga y pesada. Tardan casi media hora en traer la cuenta. Te estás desesperando, porque están haciéndote malgastar tu domingo especial sólo para ti. Cuando por fin vuelves a casa, son las 4.30. Estás cansado, y te duele el estómago. Has comido demasiado. Te sientas en el sofá y te duermes.
A las 5 suena el teléfono de nuevo. Más interferencias. El día antes habías quedado para ir al cine. Lo habías olvidado. Vas a tu cuarto y colocas todo lo que no has terminado de ordenar de nuevo en la mesa. Aunque al menos la papelera está llena a rebosar. Luego lo terminarás, tienes tiempo.
La película es una porquería. Comes muchas palomitas, y te empachas. A la salida, tus amigos te proponen ir a su casa a tomar algo. Te da apuro decir que tienes que ordenar tu habitación y que quieres leer un poco del ensayo sobre traducción. Vas mirando el reloj para calcular a qué hora estarás de vuelta.
Se impone cenar pizza, lo mismo que has cenado seis días en la última semana. Decides que sólo vas a tomar un trozo, pero al final te comes cinco. Veis Aída y te despides cuando termina el programa.
Camino de casa, te maldices. El domingo ya ha terminado. Aún tienes que escribir un artículo para el trabajo y preparar la comida para el día siguiente. Llegas a las 11.30. te sientas delante del ordenador y empiezas a bostezar. Alguien te habla en el messenger. Te habías olvidado de apagarlo. Un amigo que hace meses que no ves. No puedes negarle una charla. Dan las 12.30. Tu amigo se va a la cama. Acabas el artículo de mala manera y te acuestas. No has hecho nada en tu domingo, y es la 1.15. Mañana comerás cualquier cosa, un sándwich o una hamburguesa. Si te da tiempo, ya prepararás esa carne que tienes congelada.
Qué ganas tienes de que llegue el próximo domingo y tengas de nuevo todo un día para ti, por fin.

viernes, 25 de abril de 2008

Llamada a casa


Su padre siempre había preferido ahorrarle sufrimientos. Cuando Claudia tenía 5 años y aquel coche atropelló a Sultán, su padre le dijo que su perro había conocido a una perrita y que se había ido para fundar su propia familia.


Para él, todo estaba bien: nunca había malas noticias ni muertes. Claudia se enteró de la enfermedad de su abuela por un amigo de la familia, y del desgraciado accidente de su madre por una vecina. Su padre nunca habló del tema.


Por eso, cuando Claudia se fue de Erasmus en 4º y su padre empezó a sentirse mal, jamás sospechó lo que estaba ocurriendo. Al hablar por teléfono, su padre bromeaba y ocultaba con risas los dolores y los calambres. Claudia nunca descubrió el engaño, ni siquiera cuando su padre falleció. Porque para librarla del mal trago, seguía cogiéndole el teléfono y hablaban durante horas, haciendo planes para cuando ella volviera a finales de mayo.

martes, 11 de marzo de 2008

Efectos secundarios



Era tan feliz que se le empezaron a cubrir las entradas que habían hecho aparición en su frente, y las arrugas que se iban juntando alrededor de sus ojos fueron desdibujándose hasta desaparecer, y los ojos le aumentaron de tamaño y se volvieron más verdes y vivos, y sus labios ganaron grosor y color y las manchas de tabaco y café de sus dientes se borraron, al tiempo que éstos se fueron reordenando en su boca hasta componer una dentadura perfecta, y dejó de toser y de sentir debilidad y se le ensanchó la espalda y se le aplanó la barriga y le surgieron abdominales y desarrolló una musculación en consonancia con la nueva fisonomía que había adquirido su cuerpo y creció cinco centímetros y andaba por la calle flotando, a un palmo del suelo, hasta tal punto que se olvidó que hubo un tiempo en que fue cojo y estuvo ciego, que había vivido en un estado miserable sin compañía de nadie, durmiendo en las calles y comiendo de lo que encontraba en los contenedores, que había estado enfermo y triste y perdido antes de estar enamorado.

domingo, 24 de febrero de 2008

Los beneficios de viajar en autobús (I)


Viajar en autobús es siempre una experiencia enriquecedora. O al menos, eso es lo que me digo para convencerme, porque no me queda otro remedio. Las falsas promesas de Renfe no me han valido para prescindir del autobús. ¿Descenso considerable de las tarifas AVE? ¿Billetes por 30 euros? ¿Dónde? Ah, sí, olvidé leer la letra pequeña: dos plazas por tren. Agotadas con dos meses de antelación. Me compraré una lupa más gruesa.
Así que me repito como si de un mantra se tratara: viajar en autobús es bueno, viajar en autobús es bueno, viajar...
Debo reconocer que estos viajes me hacen reflexionar sobre diversas cuestiones, como que todos tenemos un precio para sufrir. Yo, por ejemplo, no sufriría el autobús por 70 euros. Pagaría la diferencia con el AVE. Pero mi precio es menor. Y por eso intento evadirme las seis horas de viaje leyendo, escribiendo o intentando dormir. Intentando, porque es algo que no se consigue.
El ser humano se compone de cabeza, tronco y extremidades. Algo que todos sabemos. Por esa razón, en los aviones, en los autobuses, en los coches, existe un artilugio llamado reposa-cabeza que, además de para evitarnos verle la nuca al vecino, sirve para apoyar la cabeza. Pero la cabeza no está exenta, no es un balón de fútbol ni una sandía, sino que está unida al tronco por eso que llamamos cuello. Y esta particularidad es algo que los constructores de reposa-cabezas parecen olvidar.
Exceptuando algunas gratas líneas aéreas, (British Airways, por ejemplo), muy pocos reposa-cabezas cuentan con un mecanismo lateral que se abra o extienda a fin de apoyar la cara cuando queremos dormir. Debemos contentarnos con el tradicional método "espachurro el abrigo" o "espachurro el jersey" para que podamos usarlo como apoyo. Y eso siempre y cuando hayamos tenido la suerte de ir sentado en ventana, porque sin la ayuda magnánima del cristal, no habría ninguna superficie sobre la que apoyarse. Se puede alegar que existen artilugios que, a modo de cuellos ortopédicos, permiten la sujeción de la cabeza. Son pequeñas bolsas de plástico que se hinchan en un minuto y ocupan poco espacio en el equipaje. Seguro que quien lo sugiere no se ha atrevido a usar semejantes aparatos de tortura que aprietan el cuello como el garrote
Otro componente esencial en este conjunto es el respaldo del asiento, que se puede echar para atrás para facilitar el descanso. El problema estriba en que no viajamos solos, y la persona que se encuentra detrás no ha pagado el billete para ser aplastado por nuestro sillón, (o al menos no parece ser ésa la intención primaria). Debemos por tanto, si hacemos uso de este privilegio, ser condescendientes e inclinar sólo dos o tres grados nuestro respaldo para no molestar. Todo ello, por supuesto, partiendo de dos premisas iniciales:
1, Que el botón para abatir el asiento funcione.
2. Que la sujeción del asiento no se halle en mal estado.
Esto es lógico, porque en el primer caso, de no funcionar el artilugio, no podremos alcanzar la consoladora inclinación que, a falta de reposa-cabeza lateral, nos permitiría echar una cabezadita; en el segundo caso, porque entonces la más mínima presión en el respaldo haría que éste se inclinara por completo, con el consiguiente aplastamiento del viajero posterior y tumulto comprensible. No sería la primera vez que esta deficiencia me obliga a permanecer las seis horas de viaje tieso y erguido como John Wayne montando a caballo, con la diferencia de que yo no cuento con el maravilloso corsé que permitía al sexagenario actor cabalgar bien jirocho como si fuera un chaval de veinte años. Yo acabo con dolores por todas partes, y con el cuello, esa maldita parte del cuerpo que de una forma u otra, ha sido creado para dar problemas, cargado por la tensión de ir al trote. Alguien podría decir: ¿y por qué no te cambias de asiento? La evidente respuesta es previsible: porque el día que te ocurre, todos los asientos van ocupados sin excepción. Ley de Murphy.
Un último elemento que no debemos obviar tampoco es la temperatura. Aún no he conseguido descubrir qué móvil oculto justifica las temperaturas polares dentro del autobús. Comprendo que la calefacción es costosa, que debemos luchar contra el calentamiento global y evitar la subida del nivel del mar, pero el aire acondicionado también consume energía. Porque es el aire acondicionado el culpable del frío siberiano. ¿A santo de qué es necesario en febrero? ¿Tendrán un contrato con las principales casas farmacéuticas para aumentar el consumo de antigripales? ¿O será para que en la parada a mitad de camino consumamos cafés, tés, cognacs, y bebidas espiritosas? Bastaría con no encenderlo para que el calor natural de los viajeros caldeara el interior, creando el característico olor a muchedumbre que puebla metros, trenes de cercanías y demás transportes públicos de gran afluencia humana. Pero el conductor, insensible a la temperatura, atérmico, creyendo quizá que cada asiento va provisto de una mantita de guata, sigue escuchando Radio Olé ignorando el castañeo de dientes a su alrededor. Debe ser algo connatural al autobús, porque sea la estación del año que sea, el interior es una verdadera cámara frigorífica. Con lo cual, la presencia del abrigo, lógica en invierno, se hace también necesaria en verano, aunque la gente te mire extrañada al verte con el Loden en la mano a 40 grados. Cuanto más largo sea el abrigo, mejor, porque se pueden cubrir hombros, cuerpo y piernas de una sola atacada. Si quieres conservar la sensibilidad en las piernas, jamás se te ocurra llevar pantalón corto en el autobús al viajar en verano. Por mucho que moleste al salir de casa y hasta llegar a la estación de autobuses, se recomienda pana, calcetines gruesos, y ropa interior de franela para los más frioleros. Después, nadie se arrepiente. Y tanto en verano como en invierno, nada de chaquetas o cazadoras: abrigos y plumíferos largos, de tres cuartos para arriba, y con forros polares. Y para aquellos especialmente sensibles al frio, una manta zamorana de viaje es especialmente recomendable. Por lo que pueda pasar. Y antes de seguir con mi crónica, déjenme que eche un sueñecito, que ya sabemos que la hipotermia produce somnolencia.

martes, 5 de febrero de 2008

Crónica de la desolación



El molinillo eléctrico estaba vacío. La noche anterior, los noctámbulos de últimas hora, búhos y mochuelos de bufandas gruesas y bronquitis crónica, habían recalado en el bar para tomar el carajillo de las dos, ése que se toma para acostarse con el regusto amargo del café en la boca y entonarse un poco el cuerpo antes de volver definitivamente a casa, y por una extraña casualidad, la afluencia, más abundante de lo habitual, había agotado las cargas de café molido. Así que ahora había que poner en marcha la máquina para que todo estuviera listo antes de las ocho.
Pulsó el interruptor y el zumbido molesto del motor fue enseguida ahogado por el de los granos al ser pulverizados y convertidos en el serrín parduzco y grasiento, que iba cayendo lentamente, en montones apelmazados, al cajón de plástico transparente. El nivel subía poco a poco, y se veía aumentar los copos de café en el interior, mientras el cilindro relleno de granos se vaciaba al mismo ritmo acompasado, con el crujido ocasional de alguno, más rebelde a la manufacturación. El cajón, de reducidas dimensiones, pronto estuvo lleno; pero ninguna mano propicia apagó el interruptor, y las aspas siguieron cumpliendo su fatídica misión, moliendo los granos que caían desde la tobera superior, ajenas ellas a la falta de espacio. Muy pronto, la tapa del cajón se levantó ante la presión interior ejercida por la masa ondulante de café molido, y una lengua oscura cayó sobre el mostrador de aluminio, y luego otra, y otra más, que fueron componiendo un archipiélago de montículos sobre la fría superficie del metal. El archipiélago de montículos se convirtió pronto en una inmensa montaña que acabó sobrepasando los límites de la horizontal y empezó a precipitarse al suelo, en un lento fluir en cascada que cubrió el suelo y salpicó los cajones, las botellas de whisky y los cascos de vidrio listos para ser reciclados. Nadie habría podido imaginar que los granos de café que se almacenaban en la parte superior del molinillo pudiesen dar lugar a una producción tan abundante, ni que sólo unos minutos bastaran para convertir el orden silencioso de una triste barra que apenas sale del sueño en un caos de posos inservibles y de minúsculas partículas de café triturado que ni el más hábil camarero conseguiría eliminar del todo. Aunque limpiaran concienzudamente, seguirían hallando migajas entre las más mínimas rendijas, en los rincones, en las pequeñas irregularidades del suelo, enredadas en los flecos de la fregona y en los pelos de la escoba. Y la máquina siguió funcionando, y el flujo de magma siguió manando, y con la misma rapidez imperceptible, el molinillo quedó semisepultado entre sus propios desechos, ahogándose el traqueteo de la molienda bajo el manto aislante de las capas superpuestas de café molido. La carga se acabó y el sonido se volvió más claro cuando las aspas descansaron; el único ruido perceptible entonces fue el ronroneo cansino del motor, que suplicaba en vano ser apagado: acabado ya el proceso de destrucción, no tenía sentido seguir funcionando. Nada quedaba por moler, y se había llegado a la máxima entropía posible.
Entonces volvió de la cocina, donde se había entretenido reponiendo las bajas nocturnas en la nevera, y se quedó paralizado ante un desorden creado en apenas cinco minutos, pero que tardaría horas en paliar sin tener seguridad alguna de que su esfuerzo acabara resultando efectivo. Avanzó como pudo hacia la barra y apagó el interruptor, y el motor enmudeció en un murmullo agradecido. Se apartó sacudiendo los pies, manchados irremediablemente, y reprimió unas lágrimas, que enturbiaron la visión plena de la desolación, que se había apoderado de aquel bar a las ocho menos diez de la mañana.

martes, 8 de enero de 2008

La trágica verdad de Gracita Morales (IV)


ESCENA SEGUNDA

Sale GRACITA completamente vestida de negro, con una boina y unas gafas de sol oscuras. Mira a todos lados, atenta a cualquier movimiento. Tras comprobar que no hay nadie, se acerca despacio al borde del escenario y mira al público.

GRACITA.- Soy yo. (se quita las gafas de sol) ¡Soy yo, Gracita! ¡Claro! No me habíais reconocido. Como voy de incógnito… Os ha costado, ¿verdad? Se acabó el delantalito y el uniforme, ya os lo dije. Hay que romper con los estereotipos. Además, este disfraz me viene al pelo. Éste fue el modelito que elegí para ir a Francia, exactamente éste. ¡Qué maravilla que no engordo aunque quiera! Hacía años que no me lo ponía. ¡Tengo un metabolismo magnífico! Rafaela Aparicio siempre me lo envidió. La pobre se comía un garbanzo y la engordaba… Bueno, no me quiero desviar del tema. Decía que me puse este modelito para ir a Francia. ¿Y qué tenía yo que hacer en Francia? (mira a todos lados antes de hablar) ¡Ponerme en contacto con las fuerzas de la clandestinidad!

Se pasea por el escenario antes de continuar

GRACITA.- Pedro y yo encontramos la excusa perfecta. Nos habían invitado al Festival de Cannes para la muestra de Cine Underground Español, y ésa fue nuestra coartada. Mientras Pedro se quedaba en la Costa Azul, defendiendo nuestra película, yo tomaba un tren que me llevaba a la estación de San Lázaro en París. Fue en el tren donde me cambié el bonito vestido que Pertegaz me había hecho para pasear el palmito por la alfombra roja por este jersey de cuello vuelto y este pantalón negro zaíno. La gente me miraba raro en el tren, no sé si por lo elegante que iba o porque resultaba extraño ir tan tapada en verano. Pero yo no podía renunciar a la indumentaria para pasar desapercibida. No me digáis que éste no es el uniforme oficial de la clandestinidad…
Modela por el escenario con soltura

GRACITA.- Pedro se había puesto en contacto con un amigo íntimo que era quien serviría de enlace. Él iría a recogerme a la estación. Yo no sabía quién era por seguridad. Me estaría esperando en la estación, me localizaría y se acercaría a mí, todo muy profesional. Pero yo estaba muy inquieta, porque a pesar de todas nuestras precauciones, yo no las tenía todas conmigo. Quizás se había filtrado que yo iba a París, quizás me seguían desde Cannes, quizás se había alertado a la Interpol para que me detuvieran al llegar. Y no es que estuviera haciendo nada malo, sino que la simple idea de lo que me disponía a hacer, era razón suficiente para sentirme amenazada. Debía ser cauta y tener cien ojos. Para calmarme, decidí ir al vagón-restaurante a tomarme un Ricard. Nada mejor que un Ricard para pasar desapercibida en un tren francés a la hora del aperitivo.

GRACITA coge un vaso y bebe
GRACITA.- Como era de esperar, había muchos franceses en el vagón-restaurante. Tantos, que nadie se fijó en mí. Fumaban, bebían Ricard, y de vez en cuando alguien decía “Oh là là!” o “Oui, oui, bien sûr!”. Todo muy francés. Pero había un chico de unos doce años que me miraba fijamente. Debo decir que mi belleza siempre me ha granjeado admiradores de las más variopintas edades, así que en un principio no me extrañó. El niño estaba con un señor moreno de bigote que discutía con otro señor sobre política (tema de discusión que me parecía originalísimo, teniendo en cuenta de dónde venía yo), y el hombre no le prestaba mucha atención al niño. Pero cuando éste empezó a darle tirones de la manga, a decirle una y otra vez “Oncle Fernand, oncle Fernand”, y a señalarme con la otra mano, empecé a preocuparme. El niño, en vista de que su tío no le hacía el más mínimo caso, vino hacia mí y preguntó en un español perfecto: “Usted es española, ¿verdad, señora?”. Muy digna, le respondí: “Señorita, que todavía no estoy casada”.