jueves, 31 de diciembre de 2015

Verde


Así que no les quedó más remedio que vender la antigua casa familiar.
La noticia fue recibida por todos con una callada hostilidad que se fue haciendo más y más notoria a medida que se evidenciaba que el silencio era la única respuesta posible. Su madre daba vueltas a uno de sus anillos con la barbilla levantada, su padre los miraba a todos y su tía, que agachó la cabeza en un primer momento, fue la primera en atreverse a musitar a su hermano:
-Menos mal que mamá ya no está aquí para ver esto.
Su madre no dijo nada, pero Nadja sabía que en el fondo culpaba a su marido. Los miró a los dos. Él buscaba ansioso cierto apoyo en alguna de las tres mujeres sentadas a la mesa y ella seguía concentrada en su anillo, evitando volverse hacia él porque sería incapaz de ocultar la recriminación que afloraría en el momento que él intentara de alguna manera justificar su actuación: sus inversiones bursátiles arriesgadas, la premura por recuperar las pérdidas del año anterior, la frenética actividad económica en un momento en que se aconsejaba prudencia y contención, la arrogante negativa a aceptar consejos de nadie, la terca insistencia en arriesgarlo todo para finalmente quedarse sin nada. Podrían haber vendido la casa del lago, prescindido de dos o tres de los coches y acostumbrado a un ritmo de vida más austero. Menos viajes, menos gastos, menos comidas multitudinarias, menos cuentas abiertas en boutiques y sastrerías. Pero su padre no podía permitirlo. Era un insulto a su apellido, a su labor como consultor, a su hombría. Una humillación pública inconcebible. Pero por evitar una salida digna en el momento idóneo no habían salvado nada de la quema y ahora se enfrentaban a la bancarrota sin paliativos. Tenían que prescindir de parte del servicio, abandonar el club de campo y vender la gran casa familiar, el orgullo de tres generaciones. La hombría de su padre estaba ahora debajo del felpudo.
Nadja no tenía nada que decir al respecto; era pragmática en extremo. Vender la gran casa que había pertenecido a la familia de su padre desde comienzos del siglo pasado se presentaba como la solución más lógica para escapar del descalabro absoluto. Recibirían varios millones por ella, saldarían todas las deudas y se trasladarían a una nueva residencia, más humilde pero decorosa, en un barrio más asequible, quizás en las afueras. Dejarían de ser ricos (al menos tan ricos) y solo perderían la casa con el cambio de estatus. Aparte de la dignidad, por supuesto.
Su madre parecía más afectada. A pesar de que no se trataba de la casa de su infancia (como sí le sucedía a los restantes integrantes de la familia, que habían vivido en ella desde que nacieron), ni de la residencia de su familia desde hacía más de cien años, su madre la había asumido como propia desde el momento en que se había convertido en la suya al casarse, y la había cuidado, mimado, reparado y atendido con el mismo primor y entusiasmo con que se había dedicado a su hija, a su marido y a toda su familia política, de la que ya solo sobrevivía su cuñada Anna. También esta se mostraba ofendida por las toscas intrigas de su hermano, que habían llevado el antiguo esplendor de la familia a aquella claudicación ominosa. En el silencio pesado que se había apoderado del comedor, su frase había quedado flotando en el aire y creciendo cada vez más hasta ocupar todo el espacio, repitiéndose maquinalmente en la cabeza de los presentes, hasta que Anna apostilló con una coda aún más hiriente:
-Ni papá tampoco, Walter. Le habría dado un infarto.

Los acontecimientos siguieron su curso. Apareció un comprador interesado que aceptó el precio propuesto y en tres semanas la casa había sido vendida y sustituida por otra más pequeña en las afueras. La mudanza se realizó deprisa, sin apenas tiempo para reflexionar ni lamentarse. La madre fue quien peor lo pasó; más que por la casa, a causa del jardín, del que había hecho su santuario. Siempre había tenido mano con las plantas y pasaba las horas muertas cuidando de los rosales, plantando flores de temporada, podando los espinos blancos o las hierbas aromáticas, regando el pequeño huertecillo de frutos rojos que había instalado en un rincón junto a la fuente. “Un jardín es fruto de la paciencia y la constancia”, repetía su madre a menudo, y su trabajo lo constataba. No bastaba con plantar una semilla: había que regarla, verla crecer, arrancarle las malas hierbas, podarla para que creciera fuerte y protegerla de las heladas. Quizás por ese motivo su madre estaba tan afectada. Más allá del apego que pudiera haber tenido por aquellas habitaciones de techos altos que había ido redecorando con tanto mimo a lo largo de los años, y por todos los muebles, adornos y cuadros que las habían vestido (objetos que se habían marchado con ellos a su nuevo alojamiento), lo que más sentía su madre como pérdida era la privación del jardín. Cierto que la nueva casa poseía un pequeño jardín en la parte trasera que resultaba mínimo en comparación con el que habían abandonado, pero que al menos le permitiría seguir ejerciendo su afición. Era un nuevo comienzo, un jardín por crear que abría grandes expectativas. Nadja, con toda su buena voluntad, le regaló unos bulbos de una variedad de narcisos que habían ganado un concurso internacional, pero su madre no se mostró muy entusiasmada con el proyecto.
No fue hasta unos meses después que Nadja comprendió el verdadero alcance de la pérdida.

Najda había tenido que acudir a su antiguo barrio por motivos de trabajo, y acabó pasando por delante de la casa. Recorrer la acera exterior a la casa era algo nuevo para ella, pues cuando vivían en ella, normalmente salían y entraban en coche y no pisaban la calle. El robusto muro que protegía el jardín no dejaba ver la casa, ni los ventanales de cristal que se abrían en aquella fachada del edificio. Nadja acarició la verdina que crecía en el muro, oculta tras la hiedra que caía en cascadas desde la parte superior. Recordó por un momento que la hiedra no había estado allí siempre; su madre la plantó hacía más de quince años para “vestir un poco el muro”, según sus propias palabras, que ofrecía una inhóspita apariencia con su frialdad de piedra. Era cierto: antes de la decisiva intervención de su madre, el muro, principal tarjeta de presentación de la casa y de la familia (dado que el edificio solo se podía entrever desde las rejas italianas del portón de entrada), desalentaba con su desagradable contundencia cualquier intento de acercamiento. Su rotunda presencia los mantenía alejados de las miradas curiosas de los extraños, pero también ofrecía una imagen distante y altanera de la familia, que evitaba con aquel telón granítico el contacto con los demás. Y ellos eran más humanos, más cálidos, más cercanos que esa muralla aplastante sobre la que no crecía ni un ápice de vida. Su madre le dio humanidad al muro por medio de la hiedra, y por extensión, a toda la casa.
Una lagartija salió corriendo al mover Nadja la rama donde se escondía y ella siguió su desplazamiento gracias al movimiento de las hojas por donde pasaba. Sí, una muestra más de vida. Pero la hiedra no había sido la única producida por su madre. Por encima del muro verdecido la copa de un sauce asomaba sus crestas despeinadas como la cabeza de una niña recién levantada. Exacto, recién levantada. La comparación era justa, su madre la usaba a veces cuando Nadja bajaba a desayunar sin haberse peinado: “te pareces a tu sauce”. Porque aquel era su sauce, lo habían plantado el día que nació. Tenía la misma edad que ella, y su madre se encargaba de repetírselo cuando estaban sentadas en el jardín frente a él.
-Ese sauce lo plantamos cuando naciste tú, y como te pasa a ti, cada año está más grande y más frondoso; lo tendrás toda la vida a tu lado si lo cuidas y no lo dejas enfermar. Cuando seas muy mayor, podrás descansar a su sombra y acariciar esas ramas, que tendrán tu edad.
Durante su adolescencia había sido muy sensible a esa relación, y le arrancaba las hojas secas y preguntaba a su madre si había llegado el momento de la poda. De alguna manera, había conseguido transmitirle su amor por la naturaleza y la jardinería, aunque en los últimos años estuviera aletargado. Seguía latente, a la espera de que llegara el momento de renacer.
Y fue entonces cuando comprendió todo el dolor de su madre. Un jardín es fruto de la paciencia y de la constancia, y aunque en el nuevo pudiera recuperar su afición, había dejado atrás su trabajo de toda una vida, un terreno que había moldeado hasta adquirir su apariencia actual, árboles y arbustos que habían tardado años en crecer, esquejes que no habían arraigado y que habían sido sustituidos por otros que en un principio no se había planteado pero que habían resultado ser los adecuados, combinaciones de colores en las plantas, gradaciones de tonos que había ido probando temporada tras temporada hasta alcanzar la configuración buscada. Un nuevo comienzo no le permitiría repetir todo aquello, pues no podía recuperar todo lo vivido. Atrás quedaban las hortensias de Anna, los rosales que había plantado la abuela y que su madre se había encargado de mantener, los setos de boj que rodeaban el banco preferido de su padre, su sauce despeinado. Un sauce bajo el que ya no se sentaría jamás.
Sintió la pérdida entonces, como quien recuerda que se ha dejado un objeto querido en un hotel tras un largo viaje, consciente de la incapacidad de recuperarlo. Se había dejado atrás su sauce al hacer su equipaje. Las ramas del árbol, movidas por el viento, ondulaban por encima del muro, y Nadja las miraba con los ojos húmedos por primera vez desde que vendieron la casa. Las hojas brillaban con cada nuevo movimiento, y su color resplandecía y contrastaba con el de la hiedra que se interponía entre ellos. Del color de las uvas, del color de la hierba del vecino.



Verde.


martes, 29 de diciembre de 2015

"La ley del menor" de Ian McEwan


Ian McEwan es uno de los escritores ingleses actuales que hay que leer. Al igual que Martin Amis, al igual que Julian Barnes, al igual que Jeanette Winterson. Cierto que hablamos de autores consagrados, no de sorpresas editoriales, pero a pesar de ello, son novedades que no podemos dejar pasar, como ocurre año tras año con Woody Allen. Hagan lo que hagan, hay que prestarle atención a cada nueva aportación.

En el caso de Ian McEwan (dejados atrás los gloriosos Amsterdam y Expiación), su ultima novela, La ley del menor (que además se ha colado en alguna de las listas de los mejores de 2015), es un libro que merece la lectura. El inglés es un maestro de la verosimilitud, que consigue transmitir en perfectas construcciones de mundos como el de la medicina (en Sábado), el de los científicos (en Solar) o en este caso, el de los tribunales británicos. El autor siempre testimonia en sus epílogos el agradecimiento a profesionales que le han ayudado a reflejar de forma veraz esos entornos laborales para hacerlos creíbles y auténticos para el lector medio. Sin ser su principal virtud no deja de ser destacable ese talento del que carecen muchos escritores y es causa de no pocos espectáculos demenciales en muchas novelas recientes.

La ley del menor se desenvuelve en el mundo de la justicia. Su protagonista, Fiona Maye, es una jueza del Tribunal Superior especializada en familias, inmersa en un polémico caso: un adolescente de diecisiete años y medio, enfermo de leucemia, requiere una transfusión de sangre.; pero los padres y el propio chico, testigos de Jehová, se niegan al tratamiento. Ella, como jueza, tendrá que dirimir la pertinencia o no de la medida recomendada por el equipo médico. Este eje argumental articula una narración en la que aparecen la infidelidad (tema recurrente en el autor), la reflexión sobre el paso del tiempo y el fin de la vida (su lectura me trae a la memoria en algunos momentos al Manuel Vázquez Montalbán de Erec y Enide, y por diversos motivos), las dudas de la juventud y el peso de la religión en la sociedad actual. Este último aspecto se cuela además desde distintas fuentes; además del caso de fondo, el sumario de los causas llevadas por la jueza al comienzo de la novela nos da cuenta de los problemas derivados sobre este asunto con las distintas religiones: matrimonios de inmigrantes musulmanes que luchan por la custodia de sus hijas para que las chicas vuelvan a los países del padre para ser casadas, judíos ortodoxos con concepciones tradicionales de la educación de los hijos que limitan sus posibilidades de futuro, junto a otros ejemplos que muestran a las claras cuál es la posición del autor sobre el asunto. Al igual que en la reciente Sumisión de Houellebecq (aunque sin su mordacidad y su extremismo), la obra plantea una serie de preguntas sobre el peso que la religión debe ocupar en las sociedades occidentales, laicas y tolerantes, pero que en ocasiones chocan con los preceptos de diferentes creencias.

Más allá de este tema, capital en la novela, el libro es también una radiografía de un matrimonio hastiado, que se mantiene sobre la rutina y que acaba dando muestras de agotamiento. El final de la narración, que no adelantamos, establece una doble lectura que permite al lector sacar sus propias conclusiones, curiosa dualidad que recuerda al final de la mítica cinta británica Breve encuentro.

Ian McEwan tiene una habilidad natural para introducirnos en la historia en un par de páginas y también es un experto en la puesta en escena, lo que le permite desarrollar la historia con pulso casi diríamos teatral (algo que se evidenciaba en la intensa Sábado, que se desarrollaba en un solo día). La novela, al igual que la mayoría de las películas de Hollywood, puede articularse en los tres actos al uso que organizan el desarrollo argumental de forma coherente y ordenada, correspondiendo a la presentación del conflicto y los personajes la primera parte, el encuentro de Fiona con el joven y el juicio posterior el segundo, y la conclusión, con ese melodramático recital que venía preparándose desde el comienzo de la historia como punto culminante del drama. Hay en la historia sutiles muestras de sentimiento (algo poco frecuente en el autor) que nos recuerdan al Barnes de El sentido de un final, como son las referencias en el concierto o el cierre fantástico del capítulo 3, que en pocas palabras muestra al lector (y a la propia protagonista) cuáles son sus verdaderos sentimientos. 

Un novela para disfrutar poco a poco (los detalles son abundantes y no solo con la intención de crear ambiente) y también para meditar, como nos tiene acostumbrados el autor en sus últimas obras, lejos ya de la provocación de sus primera etapa. Uno de esos libros que no te puedes quitar de la cabeza una vez que has terminado la lectura, lo que da muestra de su interés. Muy recomendable.