lunes, 27 de junio de 2011

El tronco (VI)


Los primeros días fueron muy intensos. Conseguí una silla de ruedas para Pinocho, aunque la verdad es que tampoco podía hacer mucho uso de ella porque no tenía brazos para poder moverla. Aun así, le daba cierta sensación de autonomía que le venía muy bien.

Volver a casa y encontrar en ella una presencia amiga fue una nueva sensación para mí. Al llegar del trabajo, Pinocho me saludaba con efusividad, y lo sentaba en el mostrador de la cocina para conversar mientras preparaba el almuerzo. Luego comíamos entre risas y comentarios y dormíamos una siesta reparadora.

Por las tardes salíamos a pasear, y yo empujaba su silla mientras Pinocho me contaba su vida y las múltiples aventuras que había protagonizado. Nos gustaba mucho ir al embarcadero, donde nos sentábamos en silencio mirando el mar y dejábamos pasar las horas. Yo me fumaba un par de cigarros ante la mirada suspicaz de Pinocho, que desconfiaba del fuego, y me aconsejaba con su vocecilla aguda que dejara el vicio. Yo lo tumbaba sobre una toalla a mi lado, para que disfrutara del calorcito del sol de la tarde, tan placentero y benigno. Así llegaba el atardecer y volvíamos a casa.

Por la noche, ante un té caliente, dábamos paso a las confidencias. Yo le hablaba de mi mujer, de su forma de ser, de sus detalles, de su atractivo. Él hablaba de su padre, de su pueblo, de sus antiguos amigos... La oscuridad es siempre momento para la melancolía, y solíamos acabar callados, con un poso de tristeza sobre nuestro ánimo. Pero la compañía mutua nos hacía salir del marasmo. ¿De qué nos quejábamos? Éramos unos afortunados por tenernos el uno al otro; así que con una sonrisa en la cara (esa antigua inquilina que tanto tiempo había estado ausente de mi casa), metía a Pinocho en su cama, lo remetía bien, y me acostaba satisfecho de mí mismo y de la vida que estaba viviendo. 

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