martes, 29 de diciembre de 2015

"La ley del menor" de Ian McEwan


Ian McEwan es uno de los escritores ingleses actuales que hay que leer. Al igual que Martin Amis, al igual que Julian Barnes, al igual que Jeanette Winterson. Cierto que hablamos de autores consagrados, no de sorpresas editoriales, pero a pesar de ello, son novedades que no podemos dejar pasar, como ocurre año tras año con Woody Allen. Hagan lo que hagan, hay que prestarle atención a cada nueva aportación.

En el caso de Ian McEwan (dejados atrás los gloriosos Amsterdam y Expiación), su ultima novela, La ley del menor (que además se ha colado en alguna de las listas de los mejores de 2015), es un libro que merece la lectura. El inglés es un maestro de la verosimilitud, que consigue transmitir en perfectas construcciones de mundos como el de la medicina (en Sábado), el de los científicos (en Solar) o en este caso, el de los tribunales británicos. El autor siempre testimonia en sus epílogos el agradecimiento a profesionales que le han ayudado a reflejar de forma veraz esos entornos laborales para hacerlos creíbles y auténticos para el lector medio. Sin ser su principal virtud no deja de ser destacable ese talento del que carecen muchos escritores y es causa de no pocos espectáculos demenciales en muchas novelas recientes.

La ley del menor se desenvuelve en el mundo de la justicia. Su protagonista, Fiona Maye, es una jueza del Tribunal Superior especializada en familias, inmersa en un polémico caso: un adolescente de diecisiete años y medio, enfermo de leucemia, requiere una transfusión de sangre.; pero los padres y el propio chico, testigos de Jehová, se niegan al tratamiento. Ella, como jueza, tendrá que dirimir la pertinencia o no de la medida recomendada por el equipo médico. Este eje argumental articula una narración en la que aparecen la infidelidad (tema recurrente en el autor), la reflexión sobre el paso del tiempo y el fin de la vida (su lectura me trae a la memoria en algunos momentos al Manuel Vázquez Montalbán de Erec y Enide, y por diversos motivos), las dudas de la juventud y el peso de la religión en la sociedad actual. Este último aspecto se cuela además desde distintas fuentes; además del caso de fondo, el sumario de los causas llevadas por la jueza al comienzo de la novela nos da cuenta de los problemas derivados sobre este asunto con las distintas religiones: matrimonios de inmigrantes musulmanes que luchan por la custodia de sus hijas para que las chicas vuelvan a los países del padre para ser casadas, judíos ortodoxos con concepciones tradicionales de la educación de los hijos que limitan sus posibilidades de futuro, junto a otros ejemplos que muestran a las claras cuál es la posición del autor sobre el asunto. Al igual que en la reciente Sumisión de Houellebecq (aunque sin su mordacidad y su extremismo), la obra plantea una serie de preguntas sobre el peso que la religión debe ocupar en las sociedades occidentales, laicas y tolerantes, pero que en ocasiones chocan con los preceptos de diferentes creencias.

Más allá de este tema, capital en la novela, el libro es también una radiografía de un matrimonio hastiado, que se mantiene sobre la rutina y que acaba dando muestras de agotamiento. El final de la narración, que no adelantamos, establece una doble lectura que permite al lector sacar sus propias conclusiones, curiosa dualidad que recuerda al final de la mítica cinta británica Breve encuentro.

Ian McEwan tiene una habilidad natural para introducirnos en la historia en un par de páginas y también es un experto en la puesta en escena, lo que le permite desarrollar la historia con pulso casi diríamos teatral (algo que se evidenciaba en la intensa Sábado, que se desarrollaba en un solo día). La novela, al igual que la mayoría de las películas de Hollywood, puede articularse en los tres actos al uso que organizan el desarrollo argumental de forma coherente y ordenada, correspondiendo a la presentación del conflicto y los personajes la primera parte, el encuentro de Fiona con el joven y el juicio posterior el segundo, y la conclusión, con ese melodramático recital que venía preparándose desde el comienzo de la historia como punto culminante del drama. Hay en la historia sutiles muestras de sentimiento (algo poco frecuente en el autor) que nos recuerdan al Barnes de El sentido de un final, como son las referencias en el concierto o el cierre fantástico del capítulo 3, que en pocas palabras muestra al lector (y a la propia protagonista) cuáles son sus verdaderos sentimientos. 

Un novela para disfrutar poco a poco (los detalles son abundantes y no solo con la intención de crear ambiente) y también para meditar, como nos tiene acostumbrados el autor en sus últimas obras, lejos ya de la provocación de sus primera etapa. Uno de esos libros que no te puedes quitar de la cabeza una vez que has terminado la lectura, lo que da muestra de su interés. Muy recomendable.

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