jueves, 31 de enero de 2013

La transmogrificación




La chimenea apagada seguía ejerciendo su inquietante atracción sobre él. Su impertérrita presencia en medio del salón, como un inmutable y mudo altar perteneciente a algún rito olvidado, lo atraía con sibilino hipnotismo. Incapaz de explicar la fascinación que sentía y de evitar su influjo, todos los días se sentaba frente a la chimenea silenciosa, intentando penetrar en el secreto de su boca oscura y ahumada, como si su concentración sirviera para avivar un fuego inexistente que iluminaría las preguntas sin respuestas. Algo desasosegador reclamaba su atención desde aquel seno interrogante y vacío de información, una mirada perdida de esfinge que nada decía y ocultaba todo.

El hechizo de la chimenea era tan poderoso que muy pronto pasó todas las horas del día frente a ella, inquisitivamente expectante, anhelando un movimiento, un destello, una iluminación, una epifanía que no llegaba a producirse. Y simultáneamente a esta vigilancia enfermiza, se fue produciendo un visible deterioro en sus condiciones físicas. Dejó de comer, dejó de dormir, dejó de asearse. Poco a poco se fue consumiendo como una planta que alguien olvida regar, y a medida que pasaban los días, se fue escurriendo desde la butaca donde se había sentado hasta llegar al suelo, a pocos centímetros de la garganta que subía por las entrañas de la casa. Cuando alcanzó con sus dedos débiles la tarima sobre la que se asentaba la chimenea se dio cuenta de que tenía la respuesta a su alcance. Había adelgazado lo suficiente para ello.

Se arrastró con dificultad y torpeza, y entró en la chimenea. Lentamente, con la decisión y terquedad de un insecto diminuto que sabe lo que quiere y sin pausa persiste hasta conseguirlo, fue escalando por el interior del conducto, arañándose los brazos, rompiéndose las uñas, sintiendo punzadas de dolor por su cuerpo maltrecho y agotado por el esfuerzo. Al llegar al punto más alto, donde su cuerpo no podía seguir, se encogió como un ovillo y empezó a secretar por la boca una pasta viscosa y blanquecina que se endurecía al contacto con el aire. Con ella fue urdiendo a su alrededor una especie de capullo que lo rodeó por completo y lo mantuvo aislado. Al cerrarse la cobertura y quedar herméticamente sellado, dejó de moverse y se durmió en un profundo sueño sin pesadillas ni temores.

Pasadas varias semanas, el capullo había aumentado de tamaño, quedando completamente encajonado en la parte alta de la chimenea. La superficie había adquirido un color parduzco muy desabrido, como si hubiese estado expuesto al sol durante años. Daba la impresión de que la vida había desaparecido por completo de su interior. Pero unos días más tarde, se demostró lo contrario. Unos ligeros temblores comenzaron a agitarlo desde dentro, y unas griegas diminutas empezaron a resquebrajar su superficie rugosa.

Una niña que paseaba en ese momento por la calle vio como un espeso humo verdoso que parecía más ligero que el aire y más tangible que las nubes salía de una chimenea para perderse en el cielo, arriba, arriba, muy arriba hasta desaparecer. 

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