sábado, 8 de diciembre de 2007

A propósito de "La señora Florentin"


La señora Florentin existió en realidad. Lo que no existió fue su historia. Sin embargo, hace un año, conocí a una mujer cuya historia se asemeja a la de la señora Florentin. Sólo que no vivía en París, sino en un pequeño pueblecito de Estados Unidos. Y tampoco había muerto. Aunque vivía como si lo estuviera.


Como siempre, la ficción no es más que un recuerdo, (o un presagio) de la realidad. Pero vayamos por partes.

Hace diez años, un amigo mío se fue de Erasmus a París, y me invitó a visitarlo. Él se había trasladado a la ciudad a finales de agosto para buscar apartamento. Otro amigo lo acompañaba. Yo tuve que esperar a mis vacaciones, y llegué el primero de septiembre, al día siguiente de su mudanza. El apartamento era exactamente como se describe en el relato, pero sin biombo: quince metros cuadrados con cocina integrada y salón-dormitorio, y un diminuto baño. Y una moqueta recién puesta. La razón de tanta condescendencia por parte del casero era precisamente la señora Florentin, que había vivido en aquel agujero durante diez años, y había manchado, quemado y apestado la antigua moqueta. Pero el ahumado de las paredes, y sobre todo, el olor a tabaco, no eran tan fáciles de eliminar. Por aquel entonces, ninguno de los dos fumábamos, y aquel tufo cargante se hacía insoportable. Los muros estaban amarillentos, y al tocarlos, sentías el tacto aceitoso del tabaco. La antigua inquilina había tenido colgados algunos cuadros o láminas en la pared, y sus siluetas blancas recortaban su contorno, como cuadros robados en una película. Mi amigo compró pintura y al menos, el color cambió. Pero el aroma no terminó de desaparecer.

Ése fue el comienzo del mito. No imaginamos, durante mucho tiempo, cómo habría sido la vida de aquella señora Florentin que había vivido en aquel minúsculo apartamento en la inmensidad de una ciudad alienante. Sí, París es muy bonita. Pero también es inhóspita e inhumana. Y fría.

Yo volví a casa. Mi amigo de vez en cuando me contaba historias sobre su vecino, un anciano que se asomaba al patio compartido y que a veces lo miraba a través de la ventana. Quizás buscaba a la señora Florentin. Quizás nunca pudo despedirse de ella, y seguía manteniendo la costumbre de buscarla al otro lado del patio. Fuera como fuese, aquel anciano y la señora Florentin fueron poco a poco creciendo en mi mente hasta que imaginé el cuento. Algunos recuerdos aislados de París (un chico que lloraba desconsoladamente en el Metro sin que nadie le ayudara, las miradas desenfocadas de los viandantes, el cielo plomizo) fueron el germen del mismo. La señora Florentin fue la excusa, porque esa señora Florentin no había existido.

Sin embargo, años después, la encontré metamorfoseada en Sofía, mi compañera de despacho en Ann Arbor. Era de Sevilla y llevaba seis años viviendo en Estados Unidos. Podría escribir muchísimas cosas sobre ella, pero me limitaré a decir que tenía un gato que se llamaba Monchete, le encantaba el cine mudo alemán y estaba enamorada de John Kerry, Art Garfunkel y Basil Rathbone. Leía todo lo que caía en sus manos sobre el cine de los años 20, hablaba pestes de las películas de Hollywood (cualquier época) y había desarrollado una particular misantropía. No se relacionaba con nadie del departamento. Se había ganado sonadas enemistades por la rotundez de sus opiniones y sus convicciones políticas trasnochadas. Inexplicablemente, a mí me había dado el beneficio de la duda, quizás porque había trabajado en el cine-club de UGT y había visto todas las películas de Lang, Murnau y Wiene.

Las personas que quieren a los animales más que a sus semejantes están, a mi modo de ver, más solas y faltas de afecto que los demás. Sofía no fue la primera que me dijo que su Monchete era mejor que muchas personas, y que era la única cosa que le importaba en la vida. Decir algo así muestra hasta qué punto necesitan la compañía de otros. Escudarse en la fidelidad dócil de los animales, basada en quién les da de comer, deja al descubierto graves carencias afectivas. Sofía no se llevaba bien con su hermano. No tenía comunicación alguna con España. A lo largo del curso, se enemistó con los pocos amigos que había hecho. También se enfadó conmigo a mitad del semestre cuando supo que me habían contratado para dar clases en primavera y a ella no.

Al parecer, tenía una depresión. No se lavaba. No se cambiaba de ropa. Iba descuidada y sucia. No me siento orgulloso de decirlo, pero no hice nada por ayudarla. Cuando dejó de hablarme, procuré no coincidir con ella en el despacho. La veía fumar en la puerta del edificio, y ni me saludaba. Cuando llegaba el viernes, se encerraba en su casa y no salía hasta el lunes. Veía la televisión todo el día. Monchete enfermó, y uno de los pocos amigos que le quedaban la llevó en coche al veterinario. Ni le dio las gracias. Bufó al bajarse del coche como si él tuviera la culpa. Como es lógico, él no volvió a ayudarla. Y creo que ya ni se llaman.

No sé qué habrá sido de ella. La verdad, no me he acordado de preguntarle a nadie por Sofía. Aún recuerdo que el primer día que nos vimos en el despacho me invitó a café y a unas galletas búlgaras que estaban un poco rancias. Me preguntó por mis vacaciones y se rió escandalosamente al hablar de Sevilla.

En Ann Arbor hacía más frío que en París.

1 comentario:

Unknown dijo...

Si la chica estaba enamorada de Basil Rathbone merece una segunda oportunidad. Nunca pude entender cómo La Divina tuvo un affaire con Fredrich March, aka el repu del bigote, teniéndole a él como marido. Éste es uno de los grandes errores de casting de la historia del cine junto con "El primer caballero". ¿Quién leches se puede creer que la Ormond va a dejar a Sir Sean y su kilt para liarse con la momia de Gere? bueno mejor no sigo que me enciendo ... Un besico