domingo, 12 de diciembre de 2010

Lo que facebook me ha enseñado (I)



El sábado mi amigo Joaquín me envío el link de un vídeo de Alex Droner, "A life on facebook" que recomiendo encarecidamente. Tenéis el enlace aquí. Es necesario visitarlo antes de seguir leyendo.

Cuando terminé de verlo me entró un vértigo horrible y me tuve que quedar en el sofá sentado unos minutos, mirando como un estúpido el mosaico de vídeos de youtube. Sí, era un vídeo muy gracioso, me había reído un par de veces, me había sentido identificado con algunas cosas, pero el ritmo trepidante del final sólo podía generar en mí una desagradable sospecha: el día que me muera no podré decirlo en facebook, y la gente seguirá pensando que estoy vivo, dejando comentarios en mi muro, etiquetándome en fotos sacadas del baúl de los recuerdos o inexistentes (¿a quién no le han etiquetado alguna vez en una foto donde no está en realidad?) o mandándome mensajes privados del tipo "Hemos kedado ste sabado. T apuntas?".

Mi amigo Joaquín, que es muy sabio, tiene una relación de amor-odio con facebook, y he de decir que comparto en parte su opinión, y que me inquietan sus pokes, sus hugs, sus I like it. Facebook es el mayor y el peor invento de este siglo, y explicaré por qué lo pienso.

Tuve la suerte de estar viviendo allí cuando se desató la fiebre facebook; necesitabas tener una cuenta de correo en una Universidad americana para poder acceder, y como el invierno era muy largo, y mi compañera de piso Alejandra y yo estábamos muy aburridos, decidimos acceder. En realidad, mi principal motivación fue poder aprenderme los nombres de mis alumnos. Suena extraño, pero es la pura verdad. Cada semestre tenía 75 alumnos, y siempre había tres Kaylyn, dos Christine, cuatro Kathyn, cinco Andrew, seis Anthony, y ninguna fotografía. Nos daban una lista con los nombres, y el único modo de conseguir asociar cada nombre a su cara era entrar en facebook y buscarlos. Y así conseguí memorizar los nombres y reconocer a sus dueños antes de que llegara la última semana de curso.

Alejandra y yo pasábamos la tarde entera en facebook, perdidos en el inextricable mundo de los hipervínculos: un nombre nos llevaba a otro, de allí saltábamos a su hermana, nos dábamos cuenta de que la conocíamos de vista, Alejandra encontraba a un compañero de su clase de inglés antiguo, rastreábamos a la gente del departamento... Básicamente, lo mismo que hace hoy todo el mundo. Pero entonces era nuevo, era algo que sobrepasaba nuestra imaginación, era casi magia. Además, por aquel entonces facebook no estaba saturado de publicidad y gadgets inútiles. Muro, estado, fotos, amigos y mis gustos era todo; tu perfil no estaba incrustado de utilidades absurdas ni tus amigos te bombardeaban con cuestionarios, descubre a qué película te pareces o quién de tus amigos es tu alarma gemela. Era como asomarse por un pequeño agujero a las vidas de los demás (apenas había seguridad y casi todo el mundo tenía el perfil abierto) y resultaba fresco, simpático, y muy entretenido. La mejor forma de pasar las tardes de invierno.

Cuando mis compañeros de departamento se enteraron de que tenía facebook, se rieron de mí. (Lo mismo que si ahora se enteraran de que tengo tuenti). Cuando les dije por qué me lo había hecho (asociar nombres con caras), se rieron de nuevo. Cuando les dije que era en serio, dejaron de reírse y me pidieron que les enseñara facebook. Cuando vieron las fotos y los perfiles abiertos, cambiaron de expresión.  Diez minutos después, toda la población masculina del departamento tenía facebook.

A veces peco de inocente. Claro, en facebook también se podía ligar. Y mirar. Y cuando Erika, una alumna de Spanish 231 se fue un sábado de fiesta con sus amigas, se emborrachó y colgó las fotos de la juerga en facebook, no resultó raro que las fotos fueran prohibidas dos horas después. El lunes me costó trabajo mirarla a la cara (esa cara que yo ya no tenía dificultad en asociar a su nombre) y cuando me dijo que le dolía la cabeza, que había estado enferma durante el fin de semana y que no había podido estudiar, le sonreí y le dije que la comprendía perfectamente: hay resacas peores que una neumonía.

Pero como me estoy alargando y aún no he llegado al quid de la cuestión, ni a justificar mis razones, lo dejo aquí porque la reflexión antropológica vendrá mañana.

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