viernes, 7 de junio de 2013

"Berberian Sound Studio" de Peter Strickland


Nos quejamos mucho de la calidad de cine actual, pero lo cierto es que estamos viviendo una etapa floreciente en cuanto a propuestas rompedoras. Las fantásticas Holy Motors de Leos Carax o The master de Thomas Anderson son dos ejemplos recientes, y a ellas se une una película que a España ha llegado directamente en versión DVD, lo cual nos permite al menos estar al tanto de muchos proyectos que ni llegan a las carteleras.

Peter Strickland es un joven director inglés que fue nominado en 2009 al Oso de Oro en Berlín por Katalin Verga, una película que rodó en Rumanía con un escaso presupuesto de 28.000 libras. Los avatares del rodaje en la región de Transilvania, donde consiguió estirar el dinero a base de continuos traslados en busca de zonas más baratas sería tema para una película, así como las dificultades vividas para conseguir estrenarla dos años después de la finalización del rodaje, cuando su director había perdido toda esperanza de verla distribuida. El éxito conseguido con ese drama sobre una venganza le permitió continuar con su labor cinematográfica, que a punto estuvo de abandonar.

Berberian Sound Studio cambia completamente de registro; se trata de un thriller psicológico que bebe del giallo italiano de los 70 que parte de la siguiente premisa del director y guionista: Strickland está fascinado con el modo que tiene el sonido de confundirnos y de llevarnos por un camino en el que la sugestión es fundamental. La mítica escena de El show de Truman donde un cínico Ed Harris explicaba los facilones resortes que nos permiten emocionar a la audiencia por medio de la música es un ejemplo de esta gran verdad que se consigue en la sala de montaje con la edición del sonido.

Para ello, Strickland se vale de un apocado ingeniero de sonido inglés (un sensacional Toby Jones) que es contratado para trabajar en Italia en la edición de El vórtice equestre, una película de terror (o mejor dicho, una "película de autor", como subraya un tanto indignado el director cuando el inglés utiliza la primera denominación). Lo más interesante es que en ningún momento vemos una sola escena de la película que están montando (a excepción de los títulos de crédito, un homenaje al género con todos los elementos que lo caracterizan: la música sicodélica, el rojo y el negro, el collage, grabados medievales de temas demoníacos...). Únicamente escuchamos el sonido de la película y unos pocos diálogos que nos sirven para imaginar el argumento de la película.

La primera parte de la película es una exposición magnífica, de una sutileza impecable, de los resortes que se esconden en una mesa de mezclas y de la importancia que tiene el sonido como parte fundamental de una película. Las escenas de las verduras, esos planos fijos, bodegones de naturalezas muertas (nunca mejor dicho), funcionan como metáforas visuales del horror que contiene la película, que nunca se nos muestra pero que se nos consigue transmitir a través del audio. Igualmente, las dos escenas dedicadas a los dobladores más inquietantes (la mujer que pone voz a la bruja y el hombre que hace lo mismo con el demonio) consiguen alterarnos por medio de esos primeros planos donde los rostros se animalizan, se deforman grotescamente como en un cuadro de Goya y nos sumergen en el terror animal de El vórtice equestre (la labor de casting es también destacable en ese sentido).

Junto a estas escenas, la obsesiva repetición de los planos donde podemos observar las distintas pistas que constituyen el sonido de la película: la voces de los actores, la música, los efectos de sonido, los ruidos distorsionados. El mapa del sonido funciona a modo de partitura, donde unos sonidos suceden a otros, donde las capas se superponen, se dan entrada, se ceden el paso. Los códigos de colores, la indicaciones de tono e intensidad recuerdan a las partituras de músicos de vanguardia como Stockhausen o Boulez:



Esa insistencia en las diferentes pistas tiene su sentido, especialmente si analizamos la segunda parte del film. A medida que avanza el trabajo de Gilderoy (completamente fuera de lugar en Italia en medio de ese grupo de actores y técnicos que nada tienen que ver con él, cohibido por el productor, acobardado por el director, ninguneado por la secretaria y prevenido por la única actriz que parece compadecerse de su situación), nos vamos adentrando en una historia completamente distinta. El pobre ingeniero de sonido se siente amenazado, y percibimos su miedo y la tensión que subyace en el estudio, espacio claustrofóbico del que no sale ni para dormir (esa extraña habitación en una parte del estudio acentúa la sensación de encierro). Las cartas de su madre son una bocanada de aire fresco en el sofocante ambiente del trabajo. Y poco a poco, la situación se complica, hasta el punto de que Gilderoy descubre que alguien lo ha estado grabando mientras dormía y está proyectando en el estudio la escena recién grabada. Nuevo guiño al espectador, que es el testigo molesto que, con su mirada, ha estado recogiendo cuanto le ocurre al personaje (lo que recuerda a Haneke y a su vídeo fantasma en Caché, donde también era el espectador quien estaba vigilando).

En ese punto se produce la fractura: la película que estamos viendo comienza a traquetear, se mueve en el objetivo y acaba quemándose. Llamada metalingüística de Strickland: esto es una película, nos recuerda que es una ficción. Pero a consecuencia del corte en la pelicula, se ha producido un salto, una disolución de las capas. Al igual que las pistas de sonido, que se nos han repetido hasta la saciedad, la película se conpone de distintos niveles: la Inglaterra natal de Gilderoy (que en ese momento pasa a un primer plano), El vórtice equestre, el trabajo de edición, las tensiones entre los trabajadores de la película. Y todos esos planos se confunden, como pistas de sonido mezcladas en una escena donde unas se superponen a otras. Y vemos a Gilderoy, en una escena anterior de la película, viéndose a sí mismo en la pantalla. Se confunde el tiempo y los estratos de realidad, jugando con los distintos niveles de ficción, con la realidad y los trucos que hasta ese momento nos han estado enseñando: lo que se hace con le sonido también se puede hacer con la narrativa fílmica, con el espacio, con los personajes. El director y el montador, jugando a ser Dios, tienen en sus manos el poder de alterar la historia, cambiarla, retrocederla, destruirla.

Compleja reflexión no sólo sobre el sonido sino sobre todas las convenciones sobre la que se asienta el lenguaje visual, Berberian Sound Studio es una película que se enriquece con nuevos visionados y que no hay que dejar escapar. Habrá que seguir atentos a su director.

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