jueves, 6 de junio de 2013

La obra


Todo comenzó de la forma más inocente del mundo.

En la casa vecina a la mía habían empezado a hacer unas obras de reforma. Un tarde acababa yo de llegar del trabajo y llamaron a la puerta. Abrí y me encontré con el encargado de la obra que me saludó de muy buenas maneras:

-Buenas tardes, espero no molestarle. Verá, estamos haciendo obras en la casa de al lado, y a lo mejor le cae algo de polvo o desechos en su parcela. Cuando hayamos terminado se lo limpiaremos.

-De acuerdo, no hay problema.

El hombre se despidió y se fue, y yo me quedé gratamente sorprendido de lo correcto que había sido adelantándose a los acontecimientos para evitar conflictos. Así que entré en casa y no volví a pensar en el tema. Era 23 de noviembre.

Una semana después, me encontré en la entrada de mi casa restos de hormigón y cascotes de ladrillos que habían caído de la obra. A pesar de que me habían avisado de aquel posible inconveniente, me molestó bastante encontrarme la entrada sucia, pues la había limpiado dos días antes. Un hombre subido a un andamio al otro lado del muro me saludó:

-Luego si no le importa entraré para limpiarle eso un poco.

-Muy bien.

“Tranquilízate”, me dije a mí mismo. “Esto sólo durará unos días y antes de que te des cuenta, habrá terminado”. Entré en casa y me olvidé del asunto.

Dos días después, al llegar de un turno doble, no encontré trozos de ladrillos o cemento sino que habían dado una lechada a la pared que habían levantado más allá del muro de separación y parte de la lechada había caído en mi patio y en la puerta de la casa. Esta vez no pude evitar soltar una maldición que escuchó uno de los hombres que estaban al otro lado.

-Disculpe usted, se nos ha caído un poco de la lechada, luego pasaré a limpiar.

Y así fue, a última hora de la tarde recogió el desaguisado, o más bien habría que decir que lo aumentó. Más que limpiar extendió la suciedad, y la puerta, que antes tenía manchas blancas localizadas presentaba un aspecto blanquecino por toda su superficie. Pero yo ya había dormido siesta, estaba más descansado e intenté quitarle hierro al asunto. Mientras durara la obra, no tenía sentido limpiar la parte delantera de la casa; ya la limpiaría a fondo cuando acabaran.

Al día siguiente comenzaron los martillazos a las ocho en punto. Yo estaba durmiendo, porque al haber tenido turno doble, entraba por la tarde. Me desperté sobresaltado y miré la hora: no podía decirles nada. Estaban en su derecho, pues se trataba de una hora prudente para hacerlo; pero eso no impedía que mi desagrado hacia la obra aumentara.

Debían estar tirando todos los tabiques de la casa, porque no se entendía la cantidad de ruido ininterrumpido que soporté durante más de tres semanas seguidas. Empezaban a las ocho y a mediodía hacían un descanso para parar. Cuando me tocaba turno de noche, no había forma de descansar. Se lo expliqué al encargado y él me dijo que lo sentía muchísimo, pero que no podía hacer otra cosa, más allá de intentar que sus trabajadores hicieran el menor ruido posible, algo relativamente difícil tratándose de derribar muros. Cuando me tocaba turno de mañana, era la siesta lo que me destrozaban, pues a las tres y media atacaban de nuevo. Empezó a alterarme los nervios, y opté por pasar las tardes fuera de mi casa a pesar de que el invierno no invitaba a ello. Estábamos ya a finales de diciembre. ¿Cuándo acabaría todo?

Tenía vacaciones en Navidad, y me fui a visitar a mis padres a Cádiz, donde se habían trasladado tras jubilarse. Fueron dos semanas de paz, un oasis en medio del estruendo de la obra que en la tranquilidad de la playa me pareció un problema sin importancia. Sin embargo, cuando volví a mi casa en enero, las cosas empeoraron.

Al llegar, decidí hacer limpieza general en el patio trasero, que había desatendido un poco. Fregué las sillas, la mesa, barrí y recogí las hojas caídas, limpié los cristales. Me senté después a disfrutar de la tarde de domingo con un buen café, pues el sol había calentado y se estaba muy a gusto allí. A la mañana siguiente, me fui a trabajar y dejé abierta la ventana de la cocina que comunicaba con el patio para que la casa se ventilara un poco.

Por supuesto que las cosas fueron a peor: al llegar a media tarde me encontré que una película de polvo amarillento cubría la totalidad de mi cocina. Me asomé al patio, y el espectáculo era aún más desagradable: toda mi dedicación de la tarde anterior no había servido de nada. Parecía como si una tormenta de arena hubiera cruzado parte de mi casa. Un segundo después escuché un ruido que me dio la clave: estaban cortando azulejos en la casa de al lado. Vi una nube asomar al otro lado de mi patio que se dirigía a mi cocina. Cerré la ventana y me maldije por haber tenido la genial idea de ventilar. ¿A quién se le ocurría, teniendo al lado la construcción de la Gran Pirámide?

Así que tras recoger el estropicio del interior, me resigné a dejar el de fuera como estaba, pues mientras siguieran con la obra en la parte de atrás tampoco merecía la pena limpiar. La suciedad se había apoderado ya de las partes delantera y trasera de mi casa.

Hablé con el encargado para quejarme, y él me pidió disculpas de forma muy educada, prometiendo que lo limpiaría todo cuando terminara la obra. Dudé de ello, (aún recordaba cómo habían dejado la puerta principal), pero no dije más. Había que esperar.

Unos días después, al volver del trabajo, me encontré un enorme plástico extendido en el suelo de mi patio trasero. ¿Qué hacía aquello allí? Vi que estaban levantando una estructura al otro lado del muro, y comprendí que lo habían puesto para no mancharme el suelo, pero ¿no podían haberme pedido permiso? Sí, cierto que estaba en el trabajo, pero sentía que de alguna manera me estaban toreando. Era ya tarde, con lo cual no había nadie en la obra. Tuve que esperar al día siguiente para recibir nuevas disculpas del encargado, que había intentado ponerse en contacto conmigo pero que no me halló en casa. Le di mi número de teléfono por si volvía a repetirse la situación, y entré en casa con cara destemplada.

Una semana después, mientras estaba en el trabajo, recibí un mensaje en el móvil: “Vamos a colocar un andamio en su patio para terminar el cerramiento. Muchas gracias”. No daba crédito a lo que leía. Hasta que no llegué a casa no me lo creí. Habían entrado saltándose el muro y habían montado un andamio de tres metros en mi patio. Les dije que no me habían pedido permiso y que simplemente me habían informado, y que no me parecía bien. El encargado, que ya no parecía tan educado, me preguntó si yo quería que acabaran las obras, y yo le dije que sí. “Pues entonces no nos haga quitar el andamio; tardaremos más”. Sopesé los pros y los contras, y asentí. No me quedaba más remedio que aguantar.

En días sucesivos, vi cómo rompían algunas macetas del patio (que aseguraban que repondrían), cómo ensuciaban todavía más el sitio (que dejarían impoluto), y cómo ni siquiera en la cocina de mi casa tenía intimidad. Una tarde me di cuenta de que el andamio me impedía abrir la puerta del patio, con lo cual no podía acceder a él. Cada vez estaba más angustiado. La estructura que estaban levantando atrás me impedía abrir la ventana de mi dormitorio (a no ser que quisiera invitar a los trabajadores subidos en el andamio).

Pero sin duda alguna, lo más terrible ha ocurrido esta mañana. Al intentar abrir la puerta de mi casa esta mañana para ir a trabajar, otro andamio, aún mayor, me lo ha impedido. Me he dado cuenta de que hay andamios alrededor de todo el edificio, y que no puedo ni salir por una ventana. Estoy atrapado dentro de mi propia casa. He recibido un mensaje en el móvil. “En tres semanas quitaremos los andamios. Aguántese”. No sé si tengo comida para tantos días…

1 comentario:

Infernal dijo...

Pues anda que si fueras el vecino!! Si te torean a tí, imagina como torearán al sufrido promotor de la obra!! (del que TODOS, sin excepción, nos acordamos con cariño, incluyendo a su familia y a sus antepasados!)