jueves, 6 de enero de 2011

La camarera de la reina Victoria


La reina Victoria entró en su dormitorio de improviso. Su doncella, que no la esperaba, se levantó de un salto del pequeño sillón que había en un rincón de la estancia, dejando caer al suelo el libro que había estado leyendo.
-¿Qué haces ahí sentada? - espetó la reina.
-Perdone, Majestad - respondió la chica asustada al tiempo que cogía el libro del suelo.
-Ayúdame, me han vertido un vaso de jengibre sobre el vestido. Tengo que cambiármelo y volver a la recepción.
La doncella se acercó y le ayudó a mudarse de ropa. La reina no dijo una palabra, perdida en sus pensamientos. En el domitorio sólo se oía el leve susurro de las telas de su vestido. Cuando estuvo lista, se contempló en el espejo, y dijo de pasada:
-Limpia ahora mi vestido; tal vez aún tenga arreglo. 
Se dirigía ya a la puerta cuando la doncella, de pie junto al vestido sucio y vacío como la piel de un insecto, se giró y murmuró en voz baja pero perfectamente audible:
-Preferiría no hacerlo.
La reina Victoria se detuvo, dudando de lo que había oído.
-¿Qué has dicho?
La doncella se colocó el libro ante sí, escudándose detrás de él.
-Preferiría no hacerlo.
La reina se acercó despacio a la doncella, y se quedó a escasos centímetros de su rostro. Con un gesto sutil y al mismo tiempo enérgico, le arrebató el libro sin dejar de mirarla fijamente a los ojos. Mantuvo la posición varios segundos, hasta que la chica agachó la cabeza y recogió el vestido del suelo, humillada y avergonzada. Salió de la habitación sin atreverse a levantar la vista.
Cuando se encontró a solas, la reina Victoria leyó el título del libro. Cuentos de la Piazza, de Herman Melville. Tiró el libro a la chimenea tras hojear algunas páginas.
-De estos disidentes americanos no se puede esperar nunca nada bueno.
Y salió de la habitación, camino de la recepción interrumpida por su marcha.

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