jueves, 5 de enero de 2012

Entradas de cine


Cuando yo era niño, las entradas de cine eran de papel, de un papel poroso y áspero, parecido al de periódico, que se teñía de colores pastel: rosa, verde, amarillo... La entrada contenía información sobre el cine, no sobre la película que ibas a ver. Su nombre, a veces la fecha, y tenían una forma estrecha y alargada. Un agujero circular marcaba la separación entre entradas, y era también el lugar por donde se marcaba la separación entre entradas. Es decir, tu entrada presentaba un corte semicircular en su parte superior y otro idéntico en la inferior, y cuando pasabas a la sala de proyección, el acomodador te cortaba la entrada por la mitad, quedándote entonces sólo medio rectángulo. Ésa era la única prueba de que habías entrado.

Al empezar a proliferar las grandes salas multicines (Los Arcos fue la primera), el modelo de entrada cambió también con ellos. Esas viejas entradas de papel grueso fueron sustituidas por unas modernas entradas rectangulares que eran siempre dobles. Al entrar en la sala, el acomodador se quedaba con una de las dos entradas, y tú te quedabas con la otra. En esas nuevas entradas aparecía el nombre de la película, la fecha, la sesión, la sala, y si se trataba de un pase numerado, el número de tu butaca. Mi manía coleccionista me llevó a empezar a recolectarlas como verdaderas pruebas de vida, recordatorio de tantas mañanas de cine y sesiones golfas. Era un buen método para recordar el titulo de muchas películas que no siempre dejaban buen sabor de boca pero que era divertido recordar; además, te permitía individualizar las entradas y asociarlas a momentos especiales, compañías inolvidables o días memorables.

Poco a poco fui atesorando esas entradas en una funda de gafas antigua que ya no utilizaba. De vez en cuando, me gustaba repasar una a una las entradas y recordar cada una de las películas y las circunstancias que la acompañaron. Me gustaba contar con esa pequeña fuente de recuerdos. En cierto momento, no sé por qué, dejé de guardarlas. No sé si por desidia, porque empecé a ir menos al cine y ya no tenía tanto sentido guardarlas, porque el ceremonial perdió parte de su magia o porque me cansé de mi tendencia absurda a ordenar el mundo.

Hace poco, guardando trastos viejos en casa de mis padres, me encontré la funda, y entonces me acordé de mi hábito. Sonriendo, la abrí, y me llevé una enorme sorpresa cuando solo pude ver un montón de rectángulos de papel, de un tono celeste claro, en los que levemente se intuía la sombra de la tinta desaparecida. Eran simples recortes desnudos donde los títulos, las sesiones, las fechas, todo se había diluido como un papel escrito dejado al sol. Podrían haberse utilizado otra vez como entradas; habría bastado volverlos a meter en la máquina e imprimir sobre ellos los datos de la nueva sesión. No quedaban restos de Swoon, Reservoir dogs, Sliver, Gloria, Amor a quemarropa, ni de todas esas películas fantásticas, horribles, aburridas, maravillosas, olvidables y míticas que constituyeron mi adolescencia y cuyos títulos ya no recordaba.

Las únicas entradas que conservaban algo escrito eran las antiguas alargadas de colores pálidos, donde aún podía leerse: cine Rialto, cine Regina, cine Florida, cine Azul, sus diminutos sellos en forma de corona y los números con tinta roja en la parte superior.

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