lunes, 19 de noviembre de 2007

La trágica verdad de Gracita Morales (I)


Se levanta el telón. GRACITA MORALES está sentada en una silla de mimbre vieja y desvencijada como ella.

GRACITA.- ¡Cómo está el servicio!

Se ríe, después de su frase con su voz aguda inconfundible. Se levanta y se vuelve a reír y de repente su expresión se vuelve de tristeza infinita.

GRACITA.- Condenada por esta voz al exilio… Ya sólo me llaman para hacer anuncios de magdalenas, porque mi voz es graciosa y a la gente le hace mucha gracia. Les recuerda la época cuando hacía de sirvienta… ¡Siempre de sirvienta! (se queda pensativa unos momentos) ¡Como odio a José Luis López Vázquez! (lo imita) “¡Sí, sí, claro, señor Martínez, cómo no, señor Martínez, por supuesto que sí, señor Martínez!” Qué asco. Una película tras otra con él como “señorito”. Al principio, me caía muy bien; era un caballero, un perfecto caballero, y me trataba educadamente. Nos hicimos incluso muy amigos. Pero llegó un momento en que empezó a creerse mi papel hasta el punto de identificarme con mi rol de criada, como hacía la gente de la calle. Un día llegó y me saludó: “¿cómo estás?” Yo le dije: “Muy bien, ¿y tú?” Me miró muy serio y me respondió: “señorita, por favor, nadie le ha dicho que me tutee. Hábleme de usted, y sepa mantener las distancias como corresponde”. Yo llevaba puesto el atrezzo para la escena, y tenía puesta la cofia aquella tan incómoda y el delantal, (saca la cofia y el delantal y se los pone para escenificar mejor la escena) imaginaos. Y la verdad, en otro contexto, me habría tomado aquello como una broma; pero hubo algo en su tono, en su manera de mirarme, que dejó bien claro que no se trataba de una broma y aquello me sobrecogió, me dejó sin palabras.

Da unos pasitos por la escena, muy teatral. Se aprecian las clases de expresión corporal de época precolombina

GRACITA.- No comprendía a qué venía aquello. Hicimos nuestra escena, y al terminar, intenté hablar con él para aclarar la situación y decirle que me había sentado muy mal su broma. Pero él se limitó a mirarme sin mucho interés y a interrumpirme con un “chica, ¿por qué no me traes una copa de brandy? Tengo el cuerpo un poco cortado”. Yo me sentí tan insultada que me di la vuelta y me fui del plató, y eso que aún quedaba una escena por rodar. Al día siguiente, al llegar el director, mi amigo Pedro Lazaga, se me acercó preocupado: “¿qué te pasó ayer, que nos dejaste a todos colgados? María te vio marcharte corriendo y dijo que tenías muy mala cara”. Yo, como no sé mentir, porque es lo que tiene ser buena, se lo conté todo con pelos y señales, y cuando terminé, Pedro se miró muy sorprendido: “No sé de qué te extrañas, Gracita”, me respondió. “Es lógico que te trate como a una criada porque tú eres una criada”.Yo me quedé alucinada. “¿Cómo que soy una criada? ¡Yo soy actriz!” Pedro tosió ligeramente y yo me temí lo peor. Cuando hacía eso era porque se disponía a dar unas explicaciones muy desagradables, como cuando despidió a Florián Rey por pasarse en los gastos, y así se preparaba el terreno. “Verás, Gracita, no es que tú no seas actriz. No. Lo que pasa es que la gente te tiene tan identificada con ese rol que ya te has convertido en criada. No eres ya una actriz que interpreta a una criada, no. Eres una criada real, o más aún que eso, eres como el ideal platónico de criada, la Idea de criada. ¿No te das cuenta de la genialidad que entraña eso? Cualquier director, cuando piense en una criada, no tendrá más remedio que pensar en ti. ¿No te parece que tu posición es muy privilegiada? No todo el mundo cuenta con un carácter tan identificado con uno mismo que llegue a suplir el propio. ¡Eres una actriz magistral, tan magistral que has convertido tu personaje en real a consta de tu propia personalidad! ¿No te parece sublime?”. Yo me quedé muda y absorta ante su última frase, como se contempla a Dios ante su altar. “¿No te parece sublime?” Claro que no me lo parecía. ¡Era horripilante, atroz, cruel! Y así se lo dije.

Continuará...

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