martes, 23 de febrero de 2010

"Das weisse Band" de Haneke


A pesar de no ser una de las películas más violentas de Haneke, (o precisamente por eso) Das weisse Band deja un regusto amargo que requiere varios días de reflexión para ser completamente digerida.

La violencia es una de las constantes del autor, junto con la reflexión metalingüística del cine. Ambos aspectos, que se hacían evidentes en Fanny games o Caché (donde la ruptura de la cuarta pared era clara) se vuelven a repetir en la cinta aunque debidamente atenuados.

La presencia de esa violencia se ha refinado en la película, aunque está presente de forma implícita en todo momento y genera una tensión continua a lo largo de la historia. Hay una magnífica escena que ejemplifica esa tensión: aquélla en la que el hijo del barón es asaltado por el hijo del administrador al borde del río. En un único plano, el hijo del guarda se levanta del suelo y agrede al otro niño, que está de pie al borde del agua. El cuerpo del adolescente nos oculta la agresión, pero no olvidamos que tenía una navaja en la mano con la que estaba fabricando una flauta. Tras el forcejeo, el niño acaba en el agua. La contención del tiempo es perfecta (Haneke es un maestro asignando la duración adecuada a cada escena) pues la prolongación del momento es crucial para que el espectador crea por unos instantes que el niño ha muerto, algo que no nos extrañaría dada la escalada de violencia vivida en el pueblo. El otro niño presente en la escena reacciona y salta al agua para sacarlo. El niño agredido respira, todo ha sido una falsa alarmada. Suspiramos aliviados. Por un momento, lo habíamos dado por muerto. Eso demuestra que hemos entrado de lleno en el mundo de la ficción y lo hemos aceptado.

Haneke bucea en las imágenes del pasado en un blanco y negro que recuerda a Bergman no sólo por la fotografía sino por esa presencia pesada de la moral y la rectitud de comportamiento. Incosncientemente, pensamos en Las mejores intenciones de Bille August y en ese mundo de represión y rigidez que vivió Bergman en su infancia. Los paralelismos son abundantes.

El papel del espectador también está presente en la película, buscando nuestra identificación con el pueblo, del que todos formamos parte. Esta parábola sobre las raíces de la violencia (que no debe circunscribirse únicamente al nacimiento del nazismo, pues tiene carácter universal) está perfectamente simbolizada en su cartel americano, que reproducimos arriba. Desde el interior del edificio, nosotros, el espectador, vemos alejarse a ese grupo de vengadores encabezados por Klara, con su sempiterno vestido negro. Nosotros permanecemos en la oscuridad y dejamos que los niños avancen. Sabemos a dónde van, pero preferimos permanecer en el anonimato.
La cinta blanca, signo de pureza, es la misma cinta que en el último plano de la película vemos alrededor del cuello del pastor, la lazada que ha llevado puesta en todo momento. A medida que la imagen se funde en negro, el blanco se diluye y el pastor ocupa su lugar en los bancos de la iglesia, mirando hacia el espectador. Mirándonos. Ese reflejo blanco es la última imagen que queda grabada en nuestra retina, en nosotros, a quien se dirige la mirada de todos los presentes.

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