martes, 23 de febrero de 2010

El Mirador del Ángel


Estaba al borde del acantilado, dominando la vista sobre la inmensidad del mar. Abajo, entre espuma blanquecina, las rocas se dejaban gastar con el imperturbable ir y venir de las olas. Según me dijo una de las camareras, tú llegaste una mañana luminosa de mucho frío, y te pediste un té con limón para cumplir con el ritual matutino. Te sentaste en el mirador, y fuiste bebiendo despacio, hipnotizada por el ronroneo de la rompiente. Asomada a la barandilla, con tu bufanda azul y los guantes a juego, engullendo con los ojos la infinitud de la marea.

La mañana que llegué yo, por el contrario, hacía calor. Sobre la carretera secundaria, el coche iba dejando una estela de polvo que evidenciaba la falta de lluvia. El aire acondicionado no funcionaba, aún sigue estropeado, y a pesar de las ventanillas abiertas, la temperatura en el interior del coche se hacía insoportable. Así que me pedí una cerveza nada más llegar. También en eso seguíamos siendo distintos.

Tuve que reconocer que el sitio era maravilloso, y que merecía la pena el esfuerzo. No se podría encontrar un encuadre mejor, en aquel saliente que se clavaba en el mar como un arpón y que se levantaba más de cien metros sobre el agua. En un primer momento sentí vértigo. Luego, una calma indescriptible, que me hizo sentarme junto a la barandilla y dejar que pasaran las horas. Hasta que me acordé de por qué había ido allá.

La camarera se acordaba perfectamente de ti, hasta de tu seseo, y me explicó con detalle dónde te habías sentado y que habías ido al baño dos veces. Supongo que la poca clientela hacía más fácil que pudiera recordar a todos los que pasaban por El Mirador, y cualquier visitante sería motivo de curiosidad. Pregunté dónde estaba el baño, y pude ver el lavabo donde te lavaste las manos, el espejo en el que te miraste para arreglarte el pelo y ante el que quizás te maquillaras por última vez.

La camarera era muy atractiva, morena y con el pelo muy oscuro. Me hizo pensar en las huríes, y el pensamiento no dejó de tener cierta amarga ironía. Después de pedirme otra cerveza, pregunté si habías dejado algo. Ella sonrió y salió de la barra para pedirme que la acompañara.

En un rincón del local había un armario que había pasado desapercibido. Ella lo abrió y pude ver una colección imposible de objetos: móviles, relojes, gafas de sol, carteras, libros, agendas, pañuelos, pasadores, bolsas de plástico, paraguas, abrigos, una muñeca, una baraja de cartas, y hasta un secador de pelo. Pese al caos, se veía que todo estaba perfectamente ordenado y clasificado, y que la camarera recordaba la cara de todos sus dueños. Sin dudar ante aquella masa de cosas, cogió tu anillo de una cajita de madera y me lo entregó. Sonrió con tristeza y se encogió de hombros.

-No dejó nada más.

Miré el anillo en la palma de mi mano, súbitamente minúsculo e insignificante. Acaricié el grabado interior y le di las gracias a la camarera: había comprendido.

Así que al final habías decidido hacer el viaje tú sola. Volví al mirador para mirar una vez más el agua, las rocas contra las que te habías despeñado. Había llegado hasta allí con la firme determinación de seguirte, pero había quedado claro que no querías que te acompañara. Tiré el anillo, que desapareció de mi vista antes de entrar en el mar, y me di la vuelta.

Camino de casa, lloré todo lo que no había llorado el día que tuve que reconocer tu cadáver, ni en tu entierro, ni más tarde, al regresar al piso y encontrarlo vacío; lloré por mi humillación, por tu última venganza, la definitiva, ese anillo que habías dejado conscientemente, ese insulto dirigido a mí, escondido en un armario, entre multitud de objetos perdidos, porque sabías que yo iría allí, que iría a El Mirador del Ángel, la cafetería de los suicidas, que mi conciencia no me dejaría tranquilo y que intentaría por todos los medios encontrar la razón, el motivo, una explicación. Una vez más, habías acabado venciendo. Y de manera obsesiva, sin que pudiera evitarlo, me venía la imagen de ese armario abierto, esa exposición morbosa de despojos sin dueño, y recordaba las palabras de la camarera al despedirme, los muertos nunca vuelven por los objetos perdidos, y te veía caer una y otra vez sobre las rocas, con una sonrisa cínica pintada en los labios.

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